Jue 08.07.2004

EL PAíS

La Iglesia y su modus operandi

› Por Mario Wainfeld

La anécdota ocurrió hace ya bastante tiempo, pero su moraleja conserva vigencia. El Ministerio de Salud buscaba implementar el régimen de salud reproductiva y encontraba escollos en algunas provincias que se negaban a repartir los métodos anticonceptivos suministrados por el gobierno nacional. Entonces se decidió enviar los preservativos y las píldoras (que de eso se trataba, ni siquiera había dispositivos intrauterinos) a través del programa Remediar, que reparte medicamentos en todo el país, sin mediación de los gobiernos provinciales. La resolución llegó a conocimiento de la Iglesia Católica, firme opositora a la Ley de Salud Reproductiva, que había sido votada por el Congreso. Entonces el obispo Jorge Casaretto les informó a las autoridades nacionales que Cáritas renunciaría a ser “auditora social” de Remediar. Era un virtual veto por no decir un apriete. La auditoría social es uno de los controles exigidos por los organismos internacionales de crédito para financiar planes o programas y Cáritas fue elegida por su prestigio. Si Cáritas se retiraba, Remediar entraba en zona de riesgo. El Gobierno se vio obligado a rever su medida. La Santa Madre Iglesia había conseguido torcer el brazo del Estado respecto de una medida decidida democráticamente, tras perder su batalla en la discusión institucional. Un clásico. Hizo uso, como casi siempre, de su poder de lobby, en este peculiar caso basado en uno de sus brazos más prestigiosos.
Se trata de un modus operandi más que conocido. Reducida su influencia social en el ágora pública y en las instituciones del Estado, la jerarquía de la Iglesia Católica acude a la presión para imponer sus peculiares criterios sobre la sociedad y el Estado. Se habla de la “jerarquía de la Iglesia Católica” porque dicha Iglesia es bastante más que su cúpula gobernante. Se habla de Iglesia Católica porque en el mundo –y en nuestro país, Dios sea loado– hay muchas otras iglesias (incluso muchas otras iglesias cristianas) que la Apostólica Romana. Pero, en el lenguaje coloquial de los argentinos y aun en sus expresiones mediáticas más cultivadas, se llama “Iglesia” a la jerarquía cupular de la Iglesia de Roma. El poder –decía Humpty Dumpty– es llamar a las cosas como uno quiere. O aun mejor, lograr que otros las llamen como uno quiere.
En otros terrenos no le va tan bien a “la Iglesia” que viene pagando en el terreno social, y en el mundo de los pobres tan luego, una dualidad creciente. Su severidad hacia los defectos de la gente común, su regresividad en materia de costumbres, su falta de calidez humana contrastan con su cercanía a los poderes fácticos y con los modos monárquicos y distantes de sus dignatarios. Por eso, otras vertientes de credos cristianos le viene disputando con creciente éxito el universo de los humildes, a fuerza de ser más cercanos, más alegres, más coloquiales, a su modo más humildes. Se los suele llamar “protestantes” que es otro triunfo retórico de “la Iglesia”, que fue quien los denominó así. En rigor son otros cristianos.
En los hechos la jerarquía de la Iglesia argentina ha funcionado como un aliado de los peores statu quo, como un freno al cambio, como un ombudsman de la reacción. No debe asombrar, entonces, que el establishment cultural y mediático le atribuya a “la Iglesia” un predicamento moral superior y repita con ensoñación sus diatribas contra los gobiernos democráticos.
Sólo los poderes establecidos pueden hacer, tan alegremente, abstracción de la tétrica actuación eclesial de cara al terrorismo de Estado (que fue impiadoso y criminal con muchos cristianos de base y con sacerdotes cabalmente comprometidos) y su enorme falta de autocrítica. Poco ha dicho la jerarquía sobre su complicidad, nada ha sancionado a los pastores perversos que bendijeron la tortura y los asesinatos. Y se ha privado de honrar debidamente a los mártires católicos asesinado por la dictadura. Tampoco ha dado respuesta, mucho menos sanción, a las denuncias contra sacerdotes acusados de cometer delitos sexuales. Los modos inquisitoriales se reservan al mundo exterior, para adentro todo es piedad.
La designación de Carmen Argibay para integrar la Corte Suprema fue resistida por la jerarquía de la Iglesia Católica. Las razones fueron baladíes: unas declaraciones periodísticas (quizás impolíticas, pero institucionalmente irrelevantes) de la desde ayer jueza. Las razones profundas son evidentes, se trata de una magistrada progresista, atea, independiente. Y aunque no se diga, se trata de una mujer.
Llevada al terreno público, a la luz del debate democrático, la Iglesia perdió como viene ocurriéndole desde la restauración democrática. Como le pasó con la Ley del Divorcio o más ampliamente con la evolución de las costumbres. Su módica victoria en lo ocurrido ayer en el recinto fue generar una polémica arcaica, anacrónica. El senador Eduardo Menem tomó la bandera de la representación del pasado, fue el paladín de un planteo que da vergüenza proponiendo que los ateos deban ser excluidos de los cargos públicos.
Cuentan los que saben que cuando el actual embajador argentino en el Vaticano, Carlos Custer, tuvo sus primeras reuniones fue sorprendido por el interés de la Santa Sede en un tema que no preveía en su agenda: un posible aumento de sueldos de los docentes privados. La Iglesia, que maneja cantidad de escuelas, tenía un interés concreto, patronal. Un interés válido, pero bien distante del aura de etérea espiritualidad que suelen atribuirle sus aliados políticos. Terrenal, tangible, ávida a la hora de disputar dineros y beneficios públicos es la Iglesia realmente existente.
La nominación de Argibay, mujer, jurista de marca, reconocida internacionalmente, es auspiciosa por sobradas razones. Que se haya logrado desafiando y venciendo la oposición del lobby eclesiástico no es el principal motivo de festejo. Pero no deja de tener su encanto.

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