Mié 15.09.2004

EL PAíS  › OPINION

El Olimpo de los que sufren

› Por Mario Wainfeld

Una añeja tradición detalla que el hincha es el único sujeto pasional del deporte argentino, el único que se la banca gratis, quien jamás cambia de divisa. Así fue proclamado por un vate popular, ácido y nada concesivo, Enrique Santos Discépolo, en el guión de la prehistórica película El Hincha. Esa tradición se complejiza porque el hincha percibe (y retribuye) un espíritu sacrificial en algunos de sus ídolos, profesionales del deporte. El hincha, ufano de su incondicionalidad, descubre o inventa pasiones entre los deportistas. El mito de “los pibes hechos en el club que aman la camiseta”, renovado cada temporada (en el que ya incursionó Discépolo), sigue encendiendo los imaginarios del tablón.
En igual sentido, a contramano de un universo “resultadista” y tributario del éxito, los argentinos tenemos un Olimpo de grandes derrotados. Que tiene, cada uno en su colina y sin agotar la lista, a José María Gatica, Ringo Bonavena y a las selecciones de fútbol que disputaron (y perdieron) los mundiales de Inglaterra (1966) e Italia (1990). Con alguna solitaria excepción, esos ídolos caídos no fueron grandes solistas o equipos. Ringo era un guapo boxeador menos que discreto, muy inferior al gran Mohamed Alí; Gatica, un pésimo deportista, irregular en sus desempeños. En cuanto a los equipos de fútbol, el que encarnó Rattin era un decoroso plantel, consagrado a empatar. Y el que encabezó Diego en Italia, una máquina de colgarse del travesaño, apostando al genio de Maradona o de Caniggia o a la aptitud de Goycochea para atajar penales. Lo que los proyectó al Olimpo no fue su calidad técnica, sino el modo en que se bancaron la adversidad. Ringo destruido levantándose una y otra vez contra Clay y dándole pelea. Maradona derrengado, lloroso, puteando a los italianos. Rattin, supremo, sentándose tras el 0-1 en la alfombra de la reina.
Como en Vilcapugio, como en Ayohuma, la derrota insufla grandeza a algunos argentinos. En estos casos, hombres de pelo en pecho (cuando menos en sentido metafórico) que exhiben su dolor en público. Profesionales que se llenan de guita y de honores, pero que en algunas paradas, a pura pasión, ponen más de lo que sacan.
Marcelo Bielsa, un tipo difícil de encasillar, reacio a la demagogia, a la sonrisa y hasta a la palabra, dio ayer un curioso paso en pos de su colinita en ese Olimpo. Hombre extraño, que se quedó tras la brutal derrota de 2002 y se fue cuando comenzaba a cosechar victorias, el ex DT siempre dio pruebas patentes de padecer tanto como el más pasional de los hinchas. “La dificultad genera energías supletorias”, dijo ayer sofisticado e inteligente como siempre, saludando a la productividad moral del dolor.
Un aire de tristeza recorría los cafés porteños, por la salida de un técnico que nunca fue querido y que no logró muchos laureles. Pero que se hizo mala sangre como pocos, que tuvo desde su egregio lugar la más noble calidad del hincha, que es la de no cejar nunca en su costumbre de sufrir.

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