Dom 06.02.2005

EL PAíS  › LA SOCIEDAD PORTEÑA Y SU SISTEMA POLITICO

Circunstancias

La madre que gritó que Ibarra sólo era una circunstancia invitó, sin resultado, al debate sobre un sistema político corrupto, que prolifera mientras sus representados se hunden. El principal activo de Ibarra es Macri, retoño sudamericano del modelo italiano o estadounidense de empresario-presidente. El inconstitucional referéndum, sobre un padrón inflado con la misma desidia que en Cromañón, bastardea un instrumento concebido para que el electorado controle al Gobierno y no a la inversa.

› Por Horacio Verbitsky

Sólo la madre de una chiquilina muerta en República Cromañón interrumpió las casi 24 horas de debate entre el jefe de gobierno y los legisladores de la oposición. Mariana Márquez fue tan categórica como equitativa: le gritó a Aníbal Ibarra que sólo lo consideraba una circunstancia, que lo mismo podría haber ocurrido de gobernar Maurizio Macri y que el problema era el corrupto sistema político que desde hace décadas gobierna el país. Ni siquiera omitió críticas por su apatía y pasividad a los otros familiares, que intentaron hacerla callar. Nadie recogió el desafío y el debate prosiguió entre el argumento leguleyo y la réplica politiquera. Su percepción es compartida por más de tres cuartos de la población local: el 76,5 por ciento de los que contestaron a un sondeo de Equis contemporáneo con la sesión legislativa dijeron que si Macri hubiera ganado las elecciones la tragedia también habría sucedido. Apenas el siete por ciento respondió que no y uno de cada seis dijo que no sabía. Casi dos tercios entienden que Ibarra faltó a sus deberes y la mitad exacta rechaza la actitud de Macri. Los entrevistados le asignan al jefe de gobierno alta responsabilidad en el episodio, pero muy pocos creen que deba renunciar. Por eso la respuesta oficial de convocar a un referéndum sobre la continuidad del mandatario sólo satisface las conveniencias del jefe de gobierno y no cubre las aspiraciones sociales.

Terremotos

Las grandes conmociones colectivas siempre tienen repercusiones políticas. Pueden afirmar un liderazgo, como ocurrió con Juan Perón luego del terremoto de 1944, o corroerlo, como le pasó al PRI mexicano con el sismo de 1985; acabar con el autoritarismo, como en Japón después de la segunda guerra mundial, o afirmarlo, como en Estados Unidos a partir del 11 de Septiembre de 2001. Aún no se sabe qué sucederá en los países asiáticos afectados por el tsunami, pero nadie piensa que todo pueda seguir igual que antes. El conducir esa reacción hacia alguna finalidad deseable depende de la comprensión acerca de los asuntos en juego, algo que no abunda ni en el gobierno ni en la oposición porteños, pero tampoco en la sociedad. Las dos décadas transcurridas desde que concluyó la última dictadura militar desmintieron las creencias generalizadas que expresó en 1983 el candidato triunfante. Extraño mérito el de Raúl Alfonsín: aquellas consignas acerca de la calidad nutricia, sanatoria y educativa de la democracia hoy sólo pueden mencionarse con sorna, igual que la fórmula con la que renunció a la presidencia, acerca de lo que no supo, no quiso o no pudo hacer. Ambas constituyen la marca registrada de un fracaso. Nadie que haya gobernado en esos años queda a salvo de esa valoración general, por más que en cada momento se acentúe el rechazo por alguno en detrimento de los demás.
Hasta ahora se salva de ese estigma el actual presidente Néstor Kirchner, porque asumió en el momento más negro de la crisis, coincidente con la inversión del ciclo económico, y porque se ha erigido en inflexible crítico de todo lo anterior y propone el regreso a una mítica edad dorada anterior a la dictadura con la que comenzó el proceso de degradación de la que había llegado a ser la sociedad más desarrollada y equitativa del continente. Nadie es tan consciente como él, tampoco, de la fragilidad de la capa de hielo sobre la que hace sus evoluciones el sistema político, apenas tres años después de la última hecatombe. No hay que acudir a la metafísica para conocer lo que sucedió: en las tres décadas transcurridas desde el rodrigazo de 1975, los ingresos populares sufrieron la regresión más brutal que en la historia moderna haya conocido un país en el que no hubo una guerra. Videla-Martínez de Hoz, Menem-Cavallo, Duhalde-Techint hicieron lo que hicieron a conciencia pura, en defensa de intereses específicos aunque distintos en cada caso. Los demás caminaron a tientas, sin saber cómo corregir el rumbo. Ibarra no representa a ninguna de esas tribus que dejaron tras de sí tierra arrasada, aunque igual que ellas encarna a esa clase política aborrecida porque se mantuvo mientras sus representados caían al abismo.

Coaliciones

Ibarra proviene del único intento electoralmente exitoso de una tercera fuerza ni peronista ni radical. Llegó al gobierno de la Ciudad luego de una estimable gestión legislativa (en la que se constituyó en el principal denunciante de la corrupción de la administración de Carlos Grosso) junto con la Alianza que llevó al ejecutivo nacional a Fernando de la Rúa y Carlos Alvarez. Cuando esa plataforma se desarmó como una balsa de tablas mal atadas, logró la proeza no menor de la reelección aferrado a otros maderos, endurecidos en las heladas aguas patagónicas. Pero no construyó ni una base social ni una coalición política de apoyo, que suplió con una interminable ristra de parientes y amigos en cargos críticos. Sesenta legisladores, repartidos entre veinte bloques, constituyen una marca difícil de igualar y convierten el gobierno en una tarea improbable.
Después del incendio, Ibarra cargó con el handicap de algunos errores iniciales imposibles de remontar, como su distancia de las víctimas, que recién corrigió por exigencia de Kirchner, y su resistencia a la rendición de cuentas ante el órgano parlamentario, donde sabe que sólo puede contar con tres leales y al que recién acudió, desgastado, cuando no pudo seguir evitándolo. Tampoco supo manejar la contradicción entre su temprano reconocimiento de responsabilidad, al pedir la renuncia del Secretario de Seguridad y Justicia, Juan Carlos López, y la subsecretaria de Control Comunal, Fabiana Fiszbin, y la preocupación por impedir que alguno de ellos sufriera consecuencias judiciales. En procura de ese objetivo hasta llegaron a ejercerse presiones sobre el Ministerio Público, para que no hubiera cargos contra funcionarios en la causa que instruye la jueza María Crotto, algo que hasta ahora lograron.

Familias

Ocurre que López (de destacada carrera previa en la justicia federal, donde fue secretario del tribunal que condenó a Videla, Massera & Cía.) es concuñado de Ibarra y la psicóloga Fiszbin la mejor amiga de su hermana, la senadora nacional Vilma Ibarra. ¿Cómo puede estar así seguro el propio jefe de gobierno acerca de la motivación de sus actos, saber en cada momento si defiende el interés público que le fue confiado o aquellas relaciones afectivas? Cromañón pone en evidencia las servidumbres de la república del nepotismo que, por cierto, no son patrimonio de la Capital ni de la familia Ibarra. ¿O acaso Alfonsín, Menem, De la Rúa, Kirchner, no designaron a sus respectivos hermanos al frente del programa PAN, en el primer puesto en la línea de sucesión presidencial, como ministro de Justicia y Derechos Humanos o de Desarrollo Social? Por cierto, cada uno puede explicar los merecimientos de su pariente, que en los últimos casos son ostensibles, pero eso no alcanza para disimular que ninguno de ellos ocupó esos cargos en administraciones previas ni posteriores.
Del mismo modo, Eduardo Duhalde y Luis Barrionuevo hicieron diputadas a sus esposas y Osvaldo Mércuri intentó convertir en intendenta a la suya, cosa que sí consiguió Antonio Arcuri con doña Brígida Malacrida. Carlos Juárez legó el gobierno de Santiago a Nina Aragonés de Juárez y Felipe Solo puso a su esposa a presidir la Fundación Banco Provincia y a su cuñado como secretario general de la gobernación, cargos que ambos perdieron con el divorcio. El compañero sentimental y el hermano de Patricia Bullrich fueron sus principales asesores rentados en el Ministerio de Trabajo, así como el dictador Videla entregó la Cancillería a su cuñado Washington Pastor, y la procuradora general de Buenos Aires, María del Carmen Falbo, consiguió que la Suprema Corte provincial modificara el régimen de incompatibilidades, de modo de designar a su sobrina como relatora letrada. Ni qué decir de las familias Rodríguez Saá, Saadi, Sapag, Salim, Romero, Romero Feris, Bravo, que constituyeron verdaderas dinastías en San Luis, Catamarca, Neuquén, Santiago del Estero, Salta, Corrientes y San Juan. Lo peor es que esta práctica viciosa, de la que podrían publicarse centenares de ejemplos en todo el país, no es objeto de cuestionamientos, salvo en extremos grotescos, como la designación del boticario y ex jefe de policía Julio Nazareno para presidir la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Mal menor

El gran activo de Ibarra es Macri, quien concita mayor cantidad de rechazos que de adhesiones. Paradigma del hombre de negocios prebendario que se enriqueció con subsidios estatales desde el lopezreguismo en adelante, el presidente de Boca apuesta a repetir en la Argentina el esquema de Silvio Berlusconi en Italia, quien desde la presidencia modificó todas las leyes necesarias para garantizarse la impunidad judicial por hechos anteriores y suprimir obstáculos a la confusión entre interés público y privado. El empresario-presidente es una modalidad de creciente difusión en Norte y Centroamérica, desde los magnates de la energía George W. Bush y Dick Cheney en Estados Unidos, hasta el ex gerente general de la Coca Cola mexicana Vicente Fox, pasando por diversos jefes de gobierno centroamericanos, incluyendo uno cuya carrera comenzó cuando le secuestraron y asesinaron un hijo. Pero ese esquema no ha llegado aún a Sudamérica, donde los liderazgos y las candidaturas partidarias siguen originándose en distintas profesiones liberales o en las Fuerzas Armadas, con la notoria excepción de Brasil que tiene un presidente obrero.
La embestida para forzar la caída del gobierno y la convocatoria a elecciones anticipadas, denunciada por un par de legisladores macristas, señala qué clase de juego está dispuesto a jugar el ex vicepresidente ejecutivo de las Sociedades Macri (SOCMA). Nadie explicó mejor que Ibarra la indiferencia general por las normas de seguridad, el desconocimiento de las leyes y su anacronismo, las responsabilidades del empresario que cerró las puertas y de los asistentes que arrojaron bengalas. El problema es que quien hablaba no era un vecino ni un analista, sino el jefe de gobierno que desaprovechó cinco años sin combatir esos males y un hombre de leyes que se defendía alegando el desconocimiento de la ley que juró cumplir. En vez de un discurso político, Ibarra asestó a la Legislatura y los familiares un alegato jurídico, porque lo que más le inquieta es el expediente penal. Como si fuera poca confusión, ahora amenaza a la ciudadanía con un referéndum que nadie pide, bastardeando un instrumento participativo que nunca se usó para lo que fue concebido.

La ley

La Constitución porteña intentó fortalecer el sistema representativo con aspectos de democracia directa. Basta la firma del medio por ciento del electorado para que cualquier tema deba ser sometido a audiencia pública con la presencia obligatoria de los funcionarios involucrados. La obligación rige sin necesidad de firma alguna para normas de edificación, planeamiento urbano, emplazamientos industriales o comerciales, o modificaciones de uso o dominio de bienes públicos. Es necesario el uno y medio por ciento del padrón electoral para obligar a la Legislatura a tratar en doce meses un proyecto de ley presentado por iniciativa popular. La sanción por no hacerlo es suave: el jefe de gobierno debe convocar a un referéndum vinculante y obligatorio, siempre y cuando el proyecto reúna el 15 por ciento de las firmas del padrón. Cuando la convocatoria es por ley, el Ejecutivo no puede vetarla. La combinación de ambas medidas procura el control cruzado entre los dos poderes. La consulta no vinculante puede ser convocada por cualquiera de ellos o por las autoridades de las comunas. Y el electorado tiene derecho a requerir la revocación del mandato de los funcionarios electivos, iniciativa que requiere la firma del veinte por ciento de los inscriptos en el padrón. Para efectivizarla se precisa el voto de la mitad más uno de los inscriptos.
La distancia entre las intenciones y los resultados no es desdeñable. En primer lugar, a imagen y semejanza de la Constitución de Olivos, el Estatuto de la Ciudad prohíbe cualquier opinión popular sobre reforma constitucional, tratados internacionales, tributos y presupuesto. La única excepción es la consulta no vinculante que puede versar sobre asuntos tributarios. Las comunas, estatuidas también en la Constitución porteña tendrían funciones de planificación, ejecución y control, entre ellas el ejercicio concurrente del poder de policía con el gobierno de la Ciudad. No es una hipótesis atrevida que esta descentralización hubiera mejorado la respuesta a la única pregunta que importa y que pese a sus cortinas de humo Ibarra no pudo eludir ni contestar y que es cualquier cosa menos un formalismo hipócrita: ¿por qué no fue controlado ni clausurado el boliche República Cromañón al vencer su autorización, cinco semanas antes del incendio?

La trampa

En los nueve años transcurridos desde la promulgación de la Constitución las comunas no fueron creadas, así como ninguna de las cláusulas participativas se puso en práctica, salvo la audiencia pública obligatoria. Pero el Gobierno de la Ciudad eludió convocarla para tratar el proyecto más importante en su historia de cambio de normas de edificación, planeamiento urbano, emplazamiento comercial y modificación de uso de bienes públicos, en los terrenos del parque de Palermo que ocupa la Sociedad Rural. Pese a que Ibarra había anunciado que sin audiencia pública y doble lectura legislativa no lo autorizaría, ya en su segundo mandato se conformó con el dictamen de un funcionario de tercera línea para permitir la construcción de un “centro de exposiciones y eventos masivos” con un estadio cubierto para 12.000 personas, estacionamiento para mil automóviles, galería comercial, paseo de compras, restaurante y confitería. También que en una parte del terreno, que quedará separada del resto por la apertura de una prolongación de la calle Darragueira, se construyan locales comerciales y, si los propietarios lo desean, un hotel de turismo.
El gobierno de la Ciudad guardó vergonzante silencio ante la publicación de esta historia aquí, hace ya dos meses. La única iniciativa popular fue en un proyecto de ley de un sector de vendedores ambulantes. Pero no llegaron a reunir las firmas necesarias, por un error producto de la inexperiencia: junto con la propuesta incluyeron la revocación del mandato de un funcionario, lo cual los obligó a buscar, sin éxito, el 20 por ciento de las firmas del padrón. Es entendible que el gobierno recurra a otros medios para impulsar sus políticas, pero nada explica ni justifica que ninguna fuerza social o política de la Ciudad se haya apropiado de esos recursos participativos para fecundar el sistema político con sus preocupaciones y necesidades. En los tórridos meses del verano de 2002, cuando las asambleas populares bullían en cada barrio porteño, una de las discusiones que se repetían era si aceptar o no la invitación a reunirse en los centros de gestión y participación comunales. En la mayoría de los casos la propuesta fue rechazada, alegando que están copados por militantes pagos de la UCR y el Frepaso, argumento cierto pero insuficiente, como si cualquier instancia institucional fuera de por sí contaminante. El descreimiento llega así a niveles de suicidio colectivo, envuelto en resonantes consignas maximalistas.
La revocatoria es una herramienta del ciudadano contra las autoridades. Es más que dudoso que el Superior Tribunal considere constitucional su uso por el gobierno en contra del interés de los electores. La misma desidia que abandonó a su suerte a los chicos en Cromañón se observa en el control del padrón electoral de la Ciudad. Según el Censo de 2001, la Capital tiene 2,8 millones de habitantes, pero su padrón electoral es de 2,6 millones, lo cual implica que está inflado en forma artificial. Mientras en todo el país (y en todo el mundo, porque la demografía no es una ciencia argentina) los mayores de 18 años oscilan alrededor del 67 por ciento de la población, en el padrón de la Ciudad rozan el 93 por ciento. Esto no se explica por el ajovatamiento evidente de la población porteña, sino por muertes no registradas y por la emigración de sectores medios y altos hacia barrios privados del conurbano y que, sin embargo, siguen figurando. Para este padrón de 2,6 millones, la población real debería ser de 3,4 millones.
Las consecuencias políticas de este desajuste son escandalosas. Con un padrón de 2,6 millones, la revocatoria del mandato de Ibarra requeriría el voto de 1,3 millones. Esto es el total de quienes votaron por Macri en la segunda vuelta del año pasado y cerca de la mitad de quienes entonces prefirieron a Ibarra. Si votara la misma cantidad de personas que el año pasado (70 por ciento del padrón) haría falta más del 70 por ciento de los votos en contra para remover al gobernador. Bastaría que fuera a votar menos de la mitad del padrón para que la remoción resultara aritméticamente imposible, aun cuando el 100 por ciento de los concurrentes reclamara el alejamiento. Lenguaraces del gobierno de la Ciudad afirman que bastaría que hubiera un voto menos a favor que en contra para que Ibarra renunciara. Pero esto implica un gesto adicional de desprecio por la constitucionalidad de sus actos y otra manipulación de las normas que degrada la calidad institucional. (Las magnitudes de este análisis han sido redondeadas, porque los datos suministrados por la Dirección Electoral de la Ciudad no coinciden con los de la Cámara Nacional Electoral. La Ciudad calcula sobre el padrón de la última elección, que es de 2.597.957 personas; la Cámara Nacional sobre la actualización al 31 de diciembre pasado, que entregó a la Ciudad de acuerdo con un convenio firmado con su Superior Tribunal de Justicia, y que es de 2.552.585 electores. Esta diferencia de 45.372 inscriptos (casi el 2 por ciento) no le mueve un pelo a un gobierno en cuya alambicada información electrónica todavía no figuran ni siquiera los resultados de la segunda vuelta en la que Ibarra superó a Macri, porque “se está actualizando la página, pero estuvieron cargados y van a estar cargados en cualquier momento”, según la atenta funcionaria Vanina que atendió la consulta para esta nota. ¿Estarán cargando los datos o a los electores?).

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