EL PAíS
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Los precios del poder
Por Eduardo Aliverti
Parecía que las cosas se tomaban un reposo. No había nada que encendiera de pasión ni a la sociedad ni, por ende, a la prensa.
Pero como las cosas son las cosas argentinas, resulta que reapareció la inflación. Con dos salvedades. Primero, que todavía no es una luz roja y ni tan sólo anaranjada. Y la segunda, que está hablándose de índices que para la memoria histórica de este país tienen una sonoridad insignificante. Sin embargo, por algo el Presidente se sintió obligado a conceder una de las escasísimas entrevistas periodísticas de toda su gestión; y a ocuparla con la noticia, y a advertir, y a enojarse.
Hay algo esencial para entender la alarma. La inflación es un acontecimiento tangible, palpable, que afecta de modo directo el humor social. Si los precios aumentan en un volumen inesperado, no hay, como en el caso de los títulos “a la par” o de los acuerdos con el FMI, la posibilidad de presentar al asunto como una abstracción numérica que queda a kilómetros del entendimiento popular. Los precios aumentan quiere decir exactamente eso, que los precios aumentan. Y queda ahí nomás de la sensibilidad masiva, no como la protesta de los viejitos de Italia, ni como el juicio político a Boggiano, ni como las chicanas del PJ bonaerense. Y por eso, y con razón, el Gobierno está preocupado.
Más luego: si casi no hay razones técnicas, ¿por qué el Gobierno está preocupado? Pues porque sabe que a las grandes cadenas, oligopolios y monopolios formadores de precios las razones técnicas les importan poco. Y en este punto, las razones técnicas de los economistas cuentan igual de poco.
El caso de la carne es uno de los que se entrega más fácil a la explicación sencilla. La primera razón técnica es que los exportadores aprovechan el tipo de cambio, mandan más carne al exterior aprovechando encima la libertad de aftosa, restan mercadería al mercado interno y los precios suben porque hay menos carne y la demanda presiona sobre la oferta. Y la segunda, como ocurrió particularmente en estos días, que llovió mucho. Entonces se anegan los caminos, salen menos camiones, entran menos vacas a Liniers y otra vez: menos carne para el consumo, reses más caras y el carnicero que aguanta hasta un punto; después, toca para arriba. En los dos casos, todo sucede, según se le antoje al mercado (es decir, esa verbigracia por los dueños de la torta). El Estado no existe, y si a alguien se le ocurre tensar las cosas y hablar de lo que alguna vez existió –una Junta Nacional de Carnes y otra de Granos, para intervenir en las fluctuaciones de precios tal como interviene cualquier país primermundista– cita poco menos que a Satanás. Porque resulta que el Estado bien podría decir “mire, usted primero me asegura la provisión del mercado interno y recién después piensa en exportar”. Y también resulta que cuando deja de llover, y los caminos se secan, y las vacas inundan Liniers, y la oferta supera la demanda y el carnicero deja de tocar para arriba, los precios no vuelven para abajo. O sea: de vuelta un Estado inexistente frente a las maniobras de quienes tienen la sartén por el mango.
Cuando el presidente de la Nación aparece por tevé y dice que a él no lo van a joder, y carga contra Shell, como podría haber cargado contra los que manufacturan lácteos o material escolar, está diciendo que es consciente de que las razones no son técnicas. Son de correlación de fuerzas con las fuerzas del “mercado”. Y si se alarma como se alarmó es porque, más allá del discurso progre, sabe que ese partido se sigue perdiendo por goleada. En consecuencia, y también más allá de que esté discutiéndose una inflación chiquita –chiquita pero juguetona, digamos– y de que por más chiquita que sea les puede hacer ruido a las elecciones de octubre, el tema es interesante en términos de cuánto este gobierno se meterá, realmente y por fin, contra los factores de poder que no son el Gobierno sino, simplemente, el poder. Kirchner no está preocupado porque empezó a entrar en juego un punto más o menos de inflación, o una pauta anual que podría verse desbordada en el primer trimestre, o unos bonos reajustables por inflación que tiran los intereses para arriba.
Está preocupado porque éste podría llegar a ser un símbolo explícito de cuánto está dispuesto a enfrentarse con el poder de la acción para adentro y no de la boca para afuera. Si hubiera una oposición que supiera correrlo y ejecutar por izquierda, estaría en problemas serios. Como eso no existe y el peronista es el partido virtualmente hegemónico, apenas está en un problema.
Pero es un problema interesante.