Vie 10.05.2002

EL PAíS  › OPINION

Banderas

› Por Martín Granovsky

Los golpes de efecto pueden ser más o menos ingeniosos, y el de Alicia Castro lo fue. Pronunció su discurso, creó cierto suspenso, desplegó la bandera norteamericana con sorpresa y después, lentamente, bajó hasta el estrado de Eduardo Camaño para tirársela como un trapo sobre el escritorio. Desde ayer, la diputada es más protagonista que antes, sin riesgos y con mucho que ganar: si la Cámara de Diputados la echa, solo la pondrá más cerca de la gente, que odia a los diputados.
Pero la gran novedad no es el gesto. Es la naturalidad con que un gesto así se integra a la situación política.
La administración de George W. Bush está poniendo la relación con la Argentina en un plano colonial. El nivel de detalle de los reclamos, expresado en tono de virreinato, formaliza la existencia de un gobierno por encima del Gobierno. E irrita. Irrita mucho, como marcan las encuestas, según las que entre el 60 y el 70 por ciento de los argentinos rechaza las negociaciones con el FMI. El uso del poder descarnado de un país hiperpoderoso como los Estados Unidos hacia otro débil como la Argentina solo admite dos reacciones. Una, la aceptación ciega de cualquier pedido. Otra, la polarización. El Gobierno adopta la primera línea de acción. Acepta a ciegas. Agrega fastidio. Y la evidente falta de resultados económicos, de perspectivas, de futuro, lleva a los ciudadanos a simpatizar con cualquier gesto de polarización. En condiciones de incertidumbre –potenciada por la provocación de Anne Krueger y Otto Reich– la búsqueda de identidad cobra un tono desesperado. Y las banderas vuelven a significar algo. Solo hay que cuidarse, eso sí, de no creer que un síntoma fuerte indica la presencia de una sociedad con proyecto propio. Porque eso, todavía, no existe.

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