Vie 22.04.2005

EL PAíS  › A 20 AÑOS DEL JUICIO A LAS JUNTAS,
ARSLANIAN ANALIZA AQUEL MOMENTO HISTORICO

“Evitó que la impunidad fuera una regla”

Hoy se cumplen dos décadas del inicio del juicio que terminó en la condena a los ex comandantes responsables de la represión ilegal. El hoy ministro bonaerense presidió el tribunal que lo llevó a cabo. Aquí, León Arslanian repasa la situación política del momento, recuerda anécdotas y temores de entonces y analiza el valor actual de un juicio inédito en la historia.

› Por Carlos Rodríguez

“Es lo más importante que me pasó hasta hoy, incluso mucho más que mi función actual, que tiene gran relevancia institucional.” El ministro de Seguridad bonaerense, León Arslanian, le dijo a Página/12 que los 14 meses del juicio a los ex comandantes, en los que actuó como presidente de la Cámara Federal que condenó a perpetua a varios de los ex jefes militares, luego indultados por el ex presidente Carlos Menem, fue su cumbre a nivel personal y profesional. “Había que reconstruir un Estado democrático y evitar que el principio de impunidad fuera una regla”, dijo Arslanian que, si bien confiaba en la decisión política del gobierno de Raúl Alfonsín de juzgar el genocidio, tuvo temor de “terminar en el exilio” si el poder militar recuperaba fuerzas. Del juicio dijo que le siguen resonando los testimonios de las víctimas de los campos de concentración de la dictadura militar: “Fue levantar un telón y presentar el drama en un escenario. Lo que suponíamos fue totalmente superado por la realidad. Los testimonios fueron reconstruyendo el plan criminal” de la junta militar.
Luego de repasar con este diario algunos de esos testimonios, Arslanian reconoció que las leyes de punto final y obediencia debida “enervaron el camino de la investigación que había abierto el juicio y nosotros las repudiamos”. De todos modos, advirtió que, a la distancia de veinte años, es necesario “analizar la situación muy crítica de entonces, con levantamientos militares y atentados. Hoy es fácil ser críticos, pero no hay que analizar los hechos del pasado con criterios del presente”. En ese sentido reivindicó el papel “valiente y motorizador” de las organizaciones de derechos humanos que nuclean a las víctimas del genocidio y consideró positivo “el crecimiento que tuvo (en este tiempo) el derecho internacional de los derechos humanos”. Mencionó especialmente “el logro de la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad”.
–¿Qué significó para usted, en lo personal, ser miembro del tribunal que en 1985 juzgó a las juntas militares?
–Creo que a todo nivel ha sido lo más importante que me pasó. A nivel profesional desde ya. Fue más importante que lo que estoy haciendo hoy, que no es menor y que tiene una gran importancia institucional. Aquello era distinto, porque era muy complejo. Tenía que ver con recuperar lo que podríamos llamar la legalidad y la ética del Estado. Era necesario execrar o enjuiciar públicamente el pensamiento y la doctrina que animó a las Fuerzas Armadas, o al núcleo dominante de entonces, para encarar ese fenómeno que fue la represión.
–Era fundamental también con vistas al futuro...
–Estaba el peligro en ciernes de la repetición. El peligro de lo que podría significar, para una sociedad civilizada, una ley del olvido como la ley de amnistía que ellos (los militares) habían decretado. El propio justicialismo, al que yo pertenecía y me avergonzaba de eso, pretendía convalidarla como un modo de dejar zanjada semejante cuestión. Era reconstruir un Estado democrático y evitar que el principio de impunidad se convirtiera en una regla. Después se vio de qué modo había infectado ese proceso a las instituciones de seguridad, como a la policía o a los organismos de inteligencia. Cómo se podía recuperar un país si no revisaba y condenaba en forma muy dura los hechos ocurridos.
–¿Recuerda cómo fue afrontar el primer día del juicio oral, con el ex presidente provisional Italo Luder como primer testigo?
–Teníamos todas las incertidumbres del mundo. Estábamos frente a una empresa de una magnitud extraordinaria. Teníamos confianza en nosotros y en el gobierno que había empezado esta empresa del Nunca Más, pero también sabíamos que podíamos terminar en el exilio. Teníamos una gran incertidumbre personal. El primer día hubo un llamado anónimo sobre la supuesta colocación de bombas en el recinto.
–¿Cómo se para un juez frente a los testimonios lacerantes, tremendos, que se escucharon en ese juicio?
–Tienen un efecto devastador. Nosotros éramos jueces técnicos y teníamos que tener el grado de profesionalismo necesario para que los hechos no nos dominasen al punto de primar la emoción sobre la razón. Era una pelea más que difícil, porque lo que ocurrió fue como correr un velo, como levantar un telón y presentar el drama en un escenario. De pronto vimos que lo que suponíamos, lo que creíamos que había sido, había sido totalmente superado por la realidad. De los mismos testimonios se fue reconstruyendo el plan criminal. Costaba entender que desde el Estado se llevara a la práctica una doctrina que en los hechos significaba lisa y llanamente apartarse de una manera absoluta, deliberada, programada, de toda ley. No solamente del derecho positivo vigente, sino también de los principios fundamentales del derecho de gentes. No estábamos frente a excesos, no hubo excesos. Hubo hechos concebidos de modo tal que ponían la acción al margen deliberado de la ley. Y utilizaron una operatividad clandestina propia de la imposibilidad de reconocer que se estaba actuando al margen de la ley.
–¿Recuerda de manera especial algunos de los testimonios?
–Recuerdo varios. El de Adriana Calvo, por ejemplo (relatando cómo dio a luz en un auto, durante el traslado al centro clandestino de detención llamado Pozo de Banfield, donde tuvo que lavar el piso y hasta recoger la placenta). Me impresionó muchísimo el de (Claudio) Tamburrini, que había estado en la Mansión Seré y que hizo una reconstrucción im-pre-sio-nan-te (remarca la palabra) de sus vivencias, la fuga del lugar, la persecución, la planificación de esa fuga. Me impresionó muchísimo toda la reconstrucción del caso de la familia Tarnopolsky (desaparecieron cinco de sus miembros), porque era un caso que ponía en evidencia a qué grado de descomposición había llegado esta gente, este grupo de poder.
–¿Se acuerda de Elmer Pascual Fessia, el entrenador de básquet que nunca había andado en política y que llevaron a La Perla, en Córdoba? En el juicio recordó que había visto a un chico, de un grupo guevarista, que cuando salía de la tortura cantaba La Internacional.
–Durísimo. Durísimo. El hombre lloraba, me acuerdo. Y también de los empresarios de Mendoza (se refiere a cuatro desaparecidos de Chacras de Coria, de las familias Cerrutti y Palma), a los que les robaron las tierras, las empresas, todo. No entendían el porqué de las desapariciones y del saqueo. Hubo otros empresarios, como Marcelo Chavanne, del Banco Hurlingham, donde el objetivo también fue el robo, el saqueo.
–Hubo otros casos francamente chocantes, como el testimonio del teniente Jorge Radice, que había formado parte de las “patotas” de la ESMA.
–¡Lo de Radice! El que dijo que le “fijaban un blanco” y él sólo se ocupaba de “accionar las armas”. Reticencia e hipocresía. ¡Una cosa horrible fue ese testimonio!
–Para aflojarnos un poco: ¿se acuerda del testimonio de Antonio Ciccone, el jubilado italiano que hablaba en cocoliche y que por unos minutos “rescató la risa después de tantos días de horror”, como escribió uno de los colegas que cubrió el juicio?
–El que había sido portero del edificio de donde se llevaron al joven (Pablo) Fernández Meijide. Fue un bálsamo, desde que entró, porque saludó y dijo “Buena note” (en una mezcla de italiano y castellano) de una manera muy risueña y haciendo un saludo muy especial. Pobre, entendía poco porque era sordo. En algún momento se llevó el micrófono al oído tratando de escuchar las preguntas que le hacíamos. Eso desató la risa de todos y aflojó la tensión, que era por momentos insoportable (la audiencia tuvo que interrumpirse por diez minutos).
–Respiramos todos un poco. Nos descomprimimos.
–Era necesario.
–¿Qué pasó después, entre los miembros del tribunal, cuando empezaron los cachetazos del punto final, la obediencia debida, el indulto?
–Para nosotros fue muy duro. La sentencia era importante porque, si bien muchos pensaban que sólo había que condenar a los miembros de las juntas, el punto 30 de la sentencia decía que las investigaciones debían continuar para bajar a los jefes de cuerpo y a los demás responsables de la represión ilegal. Las leyes que se dictaron enervaron ese camino que habíamos abierto. De todas maneras, no hay que perder de vista, a 20 años del juicio, que era una situación muy crítica, había levantamientos militares, atentados. Es muy fácil hoy ser críticos, pero no hay que analizar los hechos del pasado con los criterios del presente.
–¿Usted cree que, a pesar de esas leyes tan repudiadas por los organismos de DD.HH., el camino que se ha seguido es igualmente positivo?
–¡Caramba! Desde que hicimos el juicio hasta ahora, el crecimiento que tuvo el derecho internacional de los derechos humanos, los conceptos jurídicos que se fueron desarrollando fueron muy importantes. A nadie se le ocurriría, en ese momento, plantear la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad. Hoy ya es carta corriente. Por eso hay que tener mucha responsabilidad a la hora de hacer el análisis.
–El rol de los familiares de las víctimas ha sido fundamental.
–El papel de las familias de los desaparecidos ha sido extraordinariamente valiente y motor, frente a una sociedad que vacilaba entre el miedo absoluto y la disculpa. Esta es la verdad. Ese era el contexto. Teníamos una opinión pública que no es la de hoy. Los segmentos más conservadores decían “basta con agitar esto, el pasado ya quedó atrás”. Los motores fueron los familiares y los medios de comunicación acompañaron. Es una lástima que el juicio no se haya televisado en directo, como nosotros queríamos. Hubiera sido un testimonio estupendo para todos.

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