EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Efervescencias
› Por J. M. Pasquini Durán
Igual que burbujas, a diario estallan conflictos sindicales de base motivados, casi sin excepción, por demandas de mejoras salariales. Por otro lado las conducciones de la CGT y la CTA pidieron públicamente que los salarios recuperen el poder adquisitivo perdido a causa de la inflación de los últimos meses y se avance hacia un mínimo que cubra el costo de la canasta familiar. En la prosperidad económica, los trabajadores reclaman su parte después de años de forzado silencio debido a que era prioritario conservar el empleo ya que las empresas, privadas y estatales, se refugiaban en los argumentos de la crisis para exigir todo del asalariado a cambio de poco y nada. Todos los abusos fueron cometidos por muchos empleadores, incluso algunos que las crónicas habían dejado de registrar a mediados del siglo XX. Durante estos años difíciles fue notoria la indiferencia por la suerte de sus afiliados de la mayor parte de los conductores gremiales, más preocupados por conservar sus posiciones en relación con el poder de turno, asumiendo que sus cargos electivos son patrimonios personales, que por defender los derechos laborales.
Los sucesivos gobiernos de la democracia pasaron por etapas de conflictos y armonías con el aparato sindical pero ninguno, salvo un frustrado intento del alfonsinismo más antiperonista que democratizador, hizo nada efectivo para provocar una auténtica renovación del aparato sindical que organizó Perón durante los años ’40 del siglo pasado. Todos desconocieron las normas de libertad sindical auspiciadas por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y aún hoy siguen cajoneando el trámite de personería que reclama, según esas normas reconocidas por la legislación argentina, la Central de Trabajadores Argentinos (CTA). Así, la cúpula sindical es un remanente de las concepciones de la “guerra fría”, cuando esos aparatos tenían la misión de evitar el avance rojo. Tal cual sucedió con otros instrumentos del anticomunismo, están mellados y oxidados por el uso, pero sobre todo ya no tienen razón de ser.
Para los patrones, incluyendo el Estado, esas burocracias gremiales, unas encallecidas y otras encanalladas, les resultaron interlocutores siempre más confortables que el sindicalismo demandante. Hay que releer los datos recopilados por la Conadep en el informe Nunca Más, donde queda claro que las comisiones internas de fábricas era blancos principales del terrorismo de Estado, en más de un caso satisfaciendo demandas de grandes empresas. En las últimas horas, para no abundar, familiares de quince desaparecidos en una planta automotriz de González Catán han pedido audiencia al presidente Néstor Kirchner para exponer el petitorio de reparación integral, moral y material, presentado a la empresa en cuestión.
Tanto los gobiernos como los patronatos han creído siempre que si no podían eliminar a los sindicatos lo mejor era que en sus puentes de mando haya gente muy razonable, de bajo costo, en la suposición que desde esos controles podrían contener para siempre a los que pretendieran avanzar desde abajo. La experiencia no es nueva ni única y desde hace años la práctica internacional demostró que, a un cierto punto, según las condiciones de cada lugar, irrumpen formas, métodos, estilos de conducción y contenidos diferentes a los tradicionales, por lo general más aguerridos y sujetos a las decisiones de las asambleas de base como un modo de distinguirse del centralismo vertical de las conducciones habituales. Hace más de una década los expertos denominaban “sindicalismo salvaje” a esas erupciones volcánicas. En ese momento, la renovación sindical, lo mismo que en otras instituciones, resulta indispensable. Pues bien, esa hora ha llegado.
Es equivocado reducir las reivindicaciones gremiales de estos últimos tiempos, expresadas en conflictos que perturban a la sociedad y al Gobierno pero que tienen razones legítimas, a una ecuación económica ajada por el manoseo, como hizo el ministro Roberto Lavagna: “Los aumentos salariales deben ser en función de los incrementos de la productividad y no para correr detrás de la inflación”. El arquitecto del canje de la deuda tendrá que actualizar sus pensamientos en materia social, despojándose de argumentos que son más propios del neoliberalismo conservador. Debería saber, si no lo sabe ya pero prefiere disimularlo, que la inflación es el resultado del manejo oligopólico de los mercados y de la avaricia de los grupos económicos que quieren empatar precios y tarifas con el valor del dólar. Los aumentos salariales “deben ser” por razones de justicia social y porque un gobierno que reivindica los derechos humanos para ser coherente deberá aplicar esa concepción a los derechos económicos y sociales, puesto que son inseparables y todos justiciables. Es imposible condenar al genocidio y, al mismo tiempo, tolerar la exclusión masiva de la oportunidad del bienestar.
En un mundo turbulento y cambiante, la buena gobernabilidad requiere identificar los fenómenos nuevos con propiedad y actuar según parámetros adecuados, sin frases hechas ni anacronismos que terminan en regresiones inútiles. El presidente Kirchner va a encontrarse con parte de ese mundo ya que viajó ayer para estar presente en la asunción formal de Benedicto XVI. Tal vez hubiera sido mejor que conociera al cardenal Josef Ratzinger cuando, según testimonio del brasileño Frei Betto, “era un teólogo moderado, abierto al diálogo interreligioso y a la ciencia moderna” y no ahora, de Papa, preocupado por reestablecer el prestigio del fundamentalismo católico contra todos los “relativismos”.
En el trayecto del último cuarto de siglo, desde la custodia de la “Doctrina de la Fe”, sentado a la diestra de Juan Pablo II, condenó a ciento cuarenta teólogos católicos, entre ellos a Leonardo Boff, uno de los destacados espíritus de la Teología de la Liberación. De los 117 cardenales electores, el nuevo Papa contribuyó al nombramiento de 114, fue guardián de la ortodoxia, incrementó la centralización del poder y recortó el de las Conferencias Episcopales. Hay un chiste de curas que dice: “Los hombres tienen muchos pajaritos en la cabeza, pero sólo los cardenales creen que es el Espíritu Santo”. El mismo Ratzinger hace ocho años en la TV de Bavaria, su región natal, reconocía: “Hay demasiados casos de papas que claramente no fueron elegidos por el Espíritu Santo”. Por las dudas, Benedicto XVI en su primera homilía papal advirtió que a este ministerio “me ha llamado Cristo”, otra que el Espíritu Santo. En la misma homilía no hay referencia directa a “la opción por los pobres”, así que los trabajadores en lucha, los desempleados, los hambrientos y marginados mejor que no esperen mucho de este papa.
¿Será como Pio IX? Los que saben recuerdan que aquel papa (1846-1878) condenó la libertad de pensamiento y de opinión, la enseñanza laica, el progreso, y hasta la luz eléctrica.En su imaginación, el mundo moderno se forjaba en las oficinas del diablo. Autor de Sílabos de Erros, catálogo de anatemas eclesiásticos, estaba contra el Estado autónomo y laico, y en 1850 prohibió a los judíos de Roma que testificaran contra los cristianos en procesos penales y civiles; poseyeran bienes inmuebles; tuvieran acceso a la escuela pública y a la universidad (excepto medicina).
¿Será como fue él mismo tres décadas atrás? Elegir a este papa, sostiene Frei Betto, “constituye un gesto de retraimiento y defensa frente a un mundo perturbado, que espera de Roma algo más que anatemas, censuras, desconfianzas y segregaciones. [...] Es una señal preocupante de que la dirección de la Iglesia Católica se encuentra más confusa y perdida de lo que se imaginaba. Lo contrario del miedo no es el coraje, es la fe. Muchos cardenales parecen más imbuidos de miedo que de fe”.
Mientras Benedicto XVI era entronizado mediante un trámite ceremonial que tuvo la globalización mediática a su servicio y empardó el rating de una final del Mundial de Fútbol, aquí en la región caía como una hoja seca el presidente de Ecuador, Lucio Gutiérrez, un hombre también de opiniones mutantes pero en tiempos más cortos que Ratzinger. El presidente tumbado había sido elegido con el 55,5 por ciento de los votos en noviembre de 2002. A su sucesor, el vicepresidente electo Alfredo Palacio, se le ocurrió hacer referencia en el mensaje inaugural de su mandato por dos años a ciertos criterios emparentados con aquella cristiana “opción por los pobres”. Debido a esa ocurrencia, a estas horas anda dando explicaciones en la OEA, una suerte de Santa Inquisición herbívora, y en Washington, donde Benedicto XVI luce como toda una promesa, porque esas pocas palabras ecuatorianas encendieron señales de alarma en algunos fundamentalismos. ¿Podría haber dicho otra cosa un mandatario que asume en medio de la conmoción popular y en América latina, la región más injusta del mundo en la distribución de las riquezas? No son los cardenales los únicos temerosos, ensimismados en la confusión y el extravío. Los miedos alimentan la caldera conservadora.