EL PAíS
› CASO AMITRANO: 9 MESES PRESO POR LOS DISTURBIOS DE LA LEGISLATURA
La inexplicable prisión de Pablo
El vendedor de panchos tocó el bombo en la manifestación que culminó en violencia. Fue arrestado cuando todo terminó, y en el subte, acusado de coacción y privación de la libertad. Los videos muestran que él no fue, pero tiene prisión firme.
› Por Laura Vales
El grito de un guardia lo despertó y necesitó unos segundos para darse cuenta de dónde estaba: el pabellón 12 de la cárcel de Devoto. Pablo Amitrano todavía no se acostumbró a ese momento: “Todas las mañanas abro los ojos y creo que voy a estar en mi cuarto”, dice. Aunque esté preso hace ya nueve meses.
El primer día, cuando entró al pabellón aturdido por una situación que no llegaba a comprender, pensó que todo se trataba de un error que se iba a aclarar en poco tiempo. Había sido detenido en el andén del subte, luego de la protesta frente a la Legislatura contra el nuevo Código de Convivencia. Fue el 16 de julio del año pasado. Los diputados porteños debían tratar una serie de reformas legales que afectaban la posibilidades de trabajo de vendedores ambulantes y prostitutas y criminalizaban el conflicto social. Poco antes del horario de la sesión, las puertas de la Legislatura fueron cerradas y se prohibió la entrada a los manifestantes que querían presenciar el debate. El clima se enrareció. Al mediodía, un grupo de personas con sus caras tapadas comenzó a tirar piedras contra el edificio y trató de tirar abajo la puerta. El grueso de los manifestantes se replegó y miró de lejos los incidentes, que se extendieron durante cinco horas, mientras la policía dejaba el campo libre, sin otra intervención que la de tirar agua con una manguera desde adentro del edificio hacia la gente que estaba en la calle. Terminados los incidentes, policías de civil detuvieron a 23 personas en los alrededores. Muchos de esos arrestos ocurrieron horas después de los desórdenes y a varias cuadras del lugar.
Amitrano había estado en la manifestación, tocando el bombo y haciendo notas con los canales de televisión. Había ido a la protesta con un grupo de vendedores como él, quienes lo eligieron para que hablara con los medios. Por eso se quedó hasta tarde en la zona, esperando que comenzara el programa de Mauro Viale, que había armado una emisión con manifestantes en el estudio y quería hacer una salida en vivo desde la Legislatura.
Cuando terminó la entrevista ya eran pasadas las seis. Amitrano se despidió y bajó las escaleras para tomar el subte junto a dos o tres conocidos que iban para su mismo lado. Estaban esperando el tren cuando unos quince policías los rodearon y les indicaron que volvieran a subir para tomarles los datos. Al llegar a la vereda, Amitrano vio que se estaba estacionando un camión celular. “¿Qué pasa?”, preguntó. “Quedate tranquilo”, le dijeron. “No van a detenerme, ¿no?” “Tranquilo, viejo.”
Lo metieron en el camión entre cinco; una vez adentro alguien le dio una patada. Los policías hicieron subir después a otros detenidos; en los forcejeos tiraron sobre ellos un gas lacrimógeno. El vehículo arrancó. Media hora más tarde, los bajaron en un lugar que (sabría Amitrano después) era el complejo federal de Lugano. Pasó la noche incomunicado en una celda de dos por dos, junto a otro vendedor. Al otro día lo llevaron al juzgado. Dispuesto como estaba a aclarar lo que fuera, Amitrano declaró durante tres horas. “Sólo estuve tocando el bombo”, le repitió al funcionario que se encargó de interrogarlo. Recién cuando lo llevaron nuevamente a los sótanos de Tribunales y los minutos pasaron sin que le devolvieran sus pertenencias, se enteró de que no iba a recuperar la libertad, sino que lo llevaban a la cárcel de Devoto.
Como los otros presos de la Legislatura –son quince en total–, quedó acusado de coacción agravada, privación ilegal de la libertad y daño calificado. La jueza Silvia Ramond consideró que los detenidos era autores de los incidentes y que los habían hecho para “amedrentar a los diputados”. Sostuvo asimismo que este accionar había impedido salir del edificio a los legisladores y a los empleados durante más de cinco horas. Por la gravedad de la acusación, les negó a todos la excarcelación.
5 a 10 años de prisión:
De los quince detenidos, nueve son vendedores ambulantes. Entre los presos hay también dos prostitutas, un transformista y un anticuario, quien declaró que pasaba por el lugar. La mayoría recurrió a abogados de organismos de derechos humanos. Héctor Trajtemberg, de la Liga por los Derechos del Hombre, sintetiza el argumento de la defensa: “Todos los detenidos, salvo alguna excepción, fueron a manifestar. Gritaron, saltaron, hicieron ruido y terminaron procesados por coacción agravada (una figura que se castiga con de 5 a 10 años de prisión) y privación ilegal de la libertad. Existe contra ellos, además, la acusación por los daños al edificio, pero aún en el caso de que algunos fueran hallados responsables sería un delito menor, excarcelable. Si alguien rompió un vidrio, que lo acusen por romper el vidrio, pero ¿coacción agravada y privación ilegítima de la libertad?”. Para el abogado, los hechos fueron forzados para acusar a los presos por delitos no excarcelables.
“La jueza sostuvo que existió coacción agravada porque los legisladores se sintieron amenazados por los manifestantes, y debido a ello, suspendieron la sesión. Pero la verdad es que el debate no se hizo porque no había acuerdo político entre los ibarristas y el macrismo para aprobar el Código.” De hecho, recuerda, “no habían podido sesionar en dos llamados anteriores, como tampoco lo pudieron hacer en otro intento posterior al día de los incidentes”. En cuanto a la privación ilegítima de la libertad, los abogados señalan que el edificio tiene 13 puertas y que hay testigos que declararon que habían salido y vuelto a entrar al lugar porque se les vencía el estacionamiento del auto.
Las pruebas:
La situación de Amitrano tiene, además, una particularidad: en su caso, ni siquiera hay pruebas de que haya hecho otra cosa que tocar el bombo. De 29 años, hincha de Boca, hijo de una familia de vendedores ambulantes que lo mandaron a estudiar en un colegio salesiano, Pablo reparte su tiempo entre el trabajo en un puesto de panchos en la plaza Constitución y los partidos de fútbol con su grupo de amigos del secundario. De sus padres aprendió las reglas del negocio. Poco antes del debate del Código, cuando el Gobierno de la Ciudad hizo un reordenamiento del sector, hizo los cursos de manipulación de alimentos que le requirieron. Cuando el gobierno abrió un nuevo registro de vendedores, pasó dos días haciendo cola en la puerta del Teatro San Martín para tramitar el permiso con el cual trabajar. Fue el segundo en inscribirse: al registro número uno lo pidió su papá. Cuando el gobierno planteó que los vendedores de alimentos debían encuadrarse bajo la forma de sociedades anónimas o cooperativas, se organizó con otros vendedores de Constitución y formó una. La posibilidad de tirar una piedra en la protesta era una idea simplemente ajena a su naturaleza.
Por eso al quedar detenido planteó, primero al juzgado y luego a su defensor, que revisara todas las imágenes grabadas de los incidentes. “Si encontrás una en la que yo esté levantando un fósforo de la calle te juro que me quedo en Devoto por diez años.” Las pruebas esgrimidas en su contra habían consistido en la declaración de tres policías. El subinspector Daniel Curva y el ayudante Nicolás Silva, quienes lo detuvieron en la estación de subte a las siete de la tarde, dijeron que lo habían visto “alrededor de las 15 horas” tirando “objetos contundentes contra el edificio de la Legislatura” cuando rompía el espejo retrovisor de un móvil de la Infantería. El tercer testimonio en su contra fue el del cabo José Díaz Ibáñez, quien declaró que lo vio arrojar piedras y lo identificó en una fotografía de los incidentes.
Amitrano llevaba un teléfono celular tipo Nextel, que usó en el camión en el que se lo llevaron para hacer tres llamados desesperados: a su mamá, a su novia y a un amigo abogado, Andrés Slavin, quien se hizo cargo de su defensa. Se lo prestó luego a otro detenido, Jorge Nievas, para que también avisara a los suyos. Nievas telefoneó a una vecina y le encargó que se comunicara con el despacho de la diputada Vilma Ripoll para pedir ayuda. Cuando la jueza supo de la existencia del celular, ordenó un entrecruzamiento de los llamados entrantes y salientes y concluyó que Amitrano había “triangulado” llamados a la Legislatura. A ojos de la magistrada, el dato lo convirtió en sospechoso de ser una especie de jefe de la banda.
Pero Pablo Amitrano había sido mal identificado. Cuando su abogado defensor se sentó a mirar las filmaciones de todos los canales de televisión, en un trabajo de revisión cuadro por cuadro, encontró al que había roto el espejo retrovisor del vehículo de la Infantería. Era un pelado, como Amitrano, y estaba vestido como él de negro, aunque una diferencia en su ropa permitía distinguirlos. El agresor llevaba un pantalón de gimnasia con dos tiras blancas al costado, mientras que la vestimenta de Amitrano (que también aparece en las filmaciones, pero siempre tocando el bombo o aplaudiendo) es enteramente negra. Además del pantalón, también las camperas tienen detalles que permiten diferenciarlos. Luego de este hallazgo, el defensor buscó la acusación del tercer policía, que lo había incriminado en base a una fotografía, y comprobó que tampoco se trataba de su defendido. “Lo confundieron dos veces, con dos personas distintas.” Elevó estas pruebas al juzgado. La jueza consideró que no había motivos para cambiar su situación procesal.
Invisibles:
Pablo Amitrano está sentado en uno de los bancos de piedra del pequeño patio de Devoto. Enciende un cigarrillo con la colilla del otro. “Una vez que entrás acá y la puerta se cierra te convertís en nadie”, dice a Página/12. Es un día despejado, pero incluso bajo el sol se siente frío “Uno se vuelve invisible”, repite él. “Sos nada más que una hoja en un juzgado, una hoja en un expediente. Si se les da la gana la leen y si no, no.” Siete meses después de su detención, consiguió hablar con la jueza Ramond. Volvió a explicarle que había ido a manifestar, le aclaró por qué aparecía la llamada desde su celular a la Legislatura y planteó si no era suficiente haber demostrado que la acusación de que había tirado piedras era falsa. “Ella me dijo que eso no era lo único que yo había hecho”, recuerda Amitrano. “Según la jueza, con mi actitud de aplaudir y tocar el bombo, yo había incitado a la violencia.” Cuando escuchó esa respuesta se sintió desolado. “¿Estoy preso por eso?”, preguntó. La magistrada le ofreció un traslado a las dependencias de la Prefectura o la Gendarmería, donde gozaría de un régimen especial. En ese momento, cuenta Amitrano, “me di cuenta de que ella sabe que soy inocente”. Se puso a llorar. La jueza salió del despacho, dejándolo con una secretaria.
“Somos presos políticos”, dice ahora él, en el patio donde la hora de la entrevista va terminando. En este lugar, hace un mes, recibió la visita del ministro de Justicia, Horacio Rosatti. El funcionario envió primero a un asesor y después, informado sobre el caso, fue personalmente a la cárcel. Pidió que le permitieran usar una oficina para hablar a solas con el preso y que le alcanzaran un termo con agua caliente para el mate. Hablaron durante más de una hora, en la que el ministro quiso saber de boca de Amitrano todos los detalles del tema. En la historia del penal no había ocurrido algo por el estilo. Desde entonces, los presos se quedaron esperando alguna novedad.
El caso debería pasar a juicio oral en poco tiempo. Sin ninguna expectativa en lo que pueda hacer la Cámara de Apelaciones, que ya respaldó lo actuado por la jueza Ramond, lo mejor que puede sucederles es ir rápidamente a las audiencias públicas, en las que, consideran, podrán hacer visible su situación. En el pabellón 12 de Devoto, cuenta Amitrano, hablan del tema todo el tiempo. Con él permanecen detenidos Adolfo Sánchez, Eduardo Suriano, Carlos Santamaría, Javier Scaramella, Horacio Ojeda, Marcelo Ruiz, Eduardo Gómez, Jesús Fortuny Calderón, Francisco Barbi y César Herm. Jorge Nieva fue trasladado a un pabellón de travestis. Las tres presas mujeres, Marcela Sanagua, María del Carmen Infrán Ferreyra y Margarita Meira, están en la cárcel de Ezeiza.
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