EL PAíS
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Una discusión que llegó para quedarse
Por Eduardo Aliverti
El martes fue nombrado el nuevo Papa. A la obvia repercusión que genera una noticia de esa naturaleza, se le sumó que el designado resultó ser un personaje siniestro. Desde la mañana de ese día, durante toda la jornada y desde ya que en la posterior, no podía pasar otra cosa que la concentración casi exclusiva del mundo occidental en la figura de Herr Ratzinger. Sin embargo, en nuestro país fue sobresaliente que, a medida que pasaban las horas, el sacudón de la prensa oral y escrita por la novedad quedaba emparejado por la sucesión de conflictos sindicales, devenidos desde un asunto que en Argentina estaba congelado hace añares: la lucha por el salario. Y tan así fue, que ya sobre el cierre de la semana la Santa Inquisición se rindió mediáticamente frente a la acumulación del Garrahan, los encontronazos gremiales del sector público, la negociación paritaria de los bancarios y las denuncias contra Zanola, la presencia de Moyano en la Casa Rosada, el caso de los aeronáuticos de Lafsa, el de la solidaridad de los trabajadores del subte, la constatación de que las cúpulas de las centrales son desbordadas por las comisiones internas, la aparición del tema salarial entre Kirchner y las terminales automotrices.
No se está hablando de cuál es el modo que en lo coyuntural adquiere la escalada de conflictos. Si fuera por eso, la forma con que los grandes medios de comunicación contaminan el tema intoxicaría el fondo. Se entraría en el juego de si los chicos internados en el Garrahan son rehenes de los apetitos sindicales, como ingresan a sabiendas los canallas sistémicos o los periodistas demagógicos de las viejas y los tilingos. Se caería en la trampa de tales operadores y tales idiotas, que se echan a los brazos de decir que las luchas están “politizadas” como si no se tratara, justamente, de que cuanta más política mejor.
Las cosas tampoco pasan por rehuir esa polémica instalada o estimulada desde los medios. Porque además es cierto: a poco de hurgar surgen cuestiones que exceden la puja salarial o las condiciones laborales a secas. Es cierta la existencia de algunos dirigentes radicalizados, que antes de comprender los tiempos naturales del cuándo parar el toma y daca ven en el conflicto eterno, y hasta en su resentimiento personal, una manera de existir. Es cierto que hay oportunidades en que pocos o muchos quedan más cerca de la temeridad que de la lucidez militante. Pero es más cierto todavía que esos señalamientos no deberían ser interferidos por intereses ajenos a los de los trabajadores en conflicto, y que no constituyen lo profundo de la noticia.
Debería estar más claro que la discusión por el salario llegó para quedarse, y mucho más en medio de un gobierno que blande un discurso populista. La derecha, globalmente entendida, se equivoca si piensa que tiene resto de sobra para amortiguar, por vía de las excusas tipo “politización”, los efectos del choque entre trabajadores y patronales. Y si también es cierto que después de todo hablamos de conflictos que involucran sólo a los empleados en blanco, quedando afuera más o menos dos tercios de la población económicamente activa que no está registrada, es un consuelo de tontos porque el tercio involucrado es el que fija la agenda pública. Los piqueteros, o los inorgánicos en general, son fenómenos mucho más “manejables” porque “sólo” inciden en la calle y en el humor de cierta clase media. En cambio, cuando lo que se pone en movimiento son trabajadores sindicalizados hay afectación directa sobre los intereses de grandes empresas. Y eso mueve de otro modo el piso de gobierno y corporaciones.
El oficialismo –y no sólo– supuso que el crecimiento de la economía a valores chinos (que es apenas el retorno a las cifras de 1998, cuando el desastre de la rata comenzó a quedar desnudo) haría desaparecer la disputa por el ingreso. Se imaginó que la merma en las cifras nominales de desocupación amortiguaría el conflicto social. Se dedujo que al cabo del país de 2001 sólo cabía esperar un largo remanso. Se motoriza a los números de la recuperación. Crece la torta, crecen las exportaciones, se sale del default. ¿Qué se pretendía? ¿Que en un país con la dinámica protestataria de éste se quedara medio mundo con los brazos cruzados, viendo cómo cambió el discurso pero no el modelo?
Es una muy buena noticia que se vuelva a hablar del salario, de la lucha por él. Es hablar de la redistribución de la riqueza. Es que se despierten discusiones de fondo. Es que se reanime algo en la clase trabajadora. Y es que se agudicen las contradicciones entre la declamación de justicia social del Gobierno y el reparto del ingreso. Reparto que no solamente no sufrió modificaciones para mejor durante lo que va de la gestión de Kirchner, sino que experimentó retrocesos en favor de los más ricos.
Igualmente, conviene recordar que esto no garantiza nada para las necesidades e intereses de las mayorías. Pero se puede tener por seguro que, sin eso, ni siquiera hay condiciones para empezar a pensar en un país más justo.