EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Mandamas
› Por J. M. Pasquini Durán
En ámbitos académicos está discurriendo un debate acerca de las nociones de imperialismo y de imperio, esta última emergente de un best seller escrito bajo ese título por Michael Hardt y Tony Negri. El último aporte local a la polémica estuvo a cargo del profesor Atilio Boron, columnista habitual en este diario, que opinó así: “Imperio es un libro intrigante, que combina algunas incisivas iluminaciones respecto de viejos y nuevos problemas con monumentales errores de apreciación e interpretación” (Imperio & Imperialismo, CLACSO, 2002). El tema merece la atención que ya consiguió aquí y en el mundo, y todavía más, sobre todo en los círculos políticos locales, en los que no son pocos los que necesitan un cacho de cultura. Con las hipótesis sobre la llamada “globalización”, la derecha mundial quiso disolver conceptos como el del imperialismo, la teoría de la dependencia y hasta la “tercera posición” peronista, para definir la relación internacional entre el centro y la periferia. Pretendió sustituirla, con relativo éxito, por una supuesta interdependencia global, en la que la diferencia principal entre naciones ricas y pobres era sólo su grado de atracción de inversión financiera. Sobre ese sofisma pudo anunciar Carlos Menem el inminente ingreso de Argentina al primer mundo mediante las privatizaciones del patrimonio público, la sustitución de la industria nacional por las importaciones, el desenfrenado endeudamiento externo y una convertibilidad que fingía la paridad del peso con el dólar, uno por uno, hasta que el “modelo” estalló como una bolsa de estiércol, desparramando su contenido sobre una sociedad agobiada por pesares y angustias múltiples, en primer lugar el desempleo masivo y la miseria extrema.
En las actuales circunstancias, la precisión ideológica no es tema de erudición o enciclopedismo, sino un instrumento indispensable para legislar y gobernar. Las exigencias de la Casa Blanca y de los auditores del capital (Fondo Monetario, Banco Mundial, etc.) no dejan espacio para las retóricas huecas, porque ejercen el poder imperial con absoluta crudeza, sin medias tintas ni el menor respeto por las autonomías nacionales o regionales. Así como bombardean Afganistán en venganza por las Torres Gemelas, o desembarcan marines en Colombia, o patrocinan la destitución de Chávez en Venezuela, con el mismo desenfado exigen de Argentina decisiones que acomoden las resoluciones de Washington, no importa el daño que puedan causar en el interés del país y de su población. Las leyes, decretos y políticas de Estado ahora se aprueban o se rechazan según la correspondiente instrucción del Tesoro norteamericano y del FMI. Un observador cínico podría acotar que las leyes no salen ya por soborno sino por chantaje imperialista.
Inspirados en el método, los banqueros en Buenos Aires también aprietan la morsa sobre las fragilidades del Poder Ejecutivo. Quieren la chancha y los veinte: amnistía para los delitos cometidos antes, ahora y en el futuro, que el Estado sea exclusivo emisor de bonos para devolver depósitos y que, además, les pague las diferencias por efectos de la devaluación. O sea, las ganancias eran privadas pero las pérdidas tendrían que nacionalizarse. El círculo del escarnio está cerrado: primero los bancos atrajeron clientes con falsas promesas de seguridad y excitando hasta las codicias más modestas, luego el Gobierno obligó a bancarizar cualquier operación, incluso el pago de los salarios, y ahora desconocen a todos, como si los clientes fueran responsables del colapso financiero. En castigo, dejan los cajeros automáticos sin fondos, se niegan a aceptar los mandatos judiciales, manejan los depósitos como si fueran de su propiedad y enloquecen a los usuarios con la estrategia de tensión y chantaje, infectando al sistema con rumores, versiones, medias verdades y mentiras enteras. La debilidad del gobierno en cesación de pagos y la impunidad delos banqueros, por ahora de facto pero en camino de legalizarse, deja a los ciudadanos en el más completo desamparo. Como la Casa Rosada no tiene crédito ni siquiera de los socios del Mercosur, y la parálisis económica reduce cada vez más la recaudación impositiva, los acreedores valen por la capacidad de extorsión que cada uno tenga y, en ese plan, los ciudadanos no figuran en las prioridades. Las reservas monetarias son utilizadas para auxiliar bancos o, en los próximos días, para pagar los intereses de la deuda externa. A pesar de la experiencia, el pueblo sigue siendo el pato de la boda.
Hombres y mujeres de todo el mundo siguen a diario las alternativas del proceso argentino, intrigados por los enigmas que velan las razones últimas del derrumbe, tan contrarias al sentido común. “La clase dirigente en Argentina parece capaz de transmutar la materia, sólo que en sentido inverso al que pretendían los antiguos alquimistas: en vez de descubrir el elixir de la vida o la piedra filosofal que convierta en oro metales pobres, corroen la vitalidad de una sociedad, convierten riquezas en miseria y a un país que fue quimera de millones de emigrantes europeos en otro en ruinas que empuja a su gente a emigrar”, es la conclusión de Jorge Fonseca, catedrático de economía en España, que comparten muchos otros en el país y en el mundo. Cierto es que la responsabilidad de la casta criolla de dirigentes es enorme, inexcusable y merece el repudio popular. La explicación, sin embargo, es limitada si excluye la influencia de las relaciones subordinadas al poder imperial –“carnales” las llamaba el menemismo– y a las corporaciones transnacionales. Más allá de las disquisiciones filosóficas, queda en pie la definición original de Carlos Marx: lo principal es cambiar el mundo, no sólo interpretarlo.
En las condiciones actuales, la ciudadanía nacional parece condenada a dos variantes de lo mismo: saltar al abismo o deslizarse por el tobogán hacia las mismas profundidades. Con el país soliviantado por decenas de reivindicaciones insatisfechas, con un ciclo económico–comercial que se aproxima a paso rápido hacia la inflación desbocada, con la producción paralizada, la cadena de pagos hecha trizas y un exhausto consumo interno, todo impresiona que Duhalde no dará para mucho más. Aunque intenta ser un mandamás, en realidad cada día manda menos. ¿Y después qué? Elecciones anticipadas –¿con qué candidatos?–, alguna variante autocrática o tal vez espasmos sociales ingobernables con brotes irracionales de violencia y represión. Aquí no hay un monstruo visible como Le Pen en Francia, es cierto, pero en Perú nadie hubiera imaginado lo que sería Alberto Fujimori, surgido de las bases sociales, sin prontuario político ni partido, ovacionado cuando clausuró las legislaturas y los tribunales, antros de corrupción para la opinión pública mayoritaria.
Las protestas diarias, las manifestaciones y marchas, las asambleas vecinales y los piquetes, por citar los rasgos principales de la actualidad popular, son expresiones de notable valor, pero todos esos afluentes aún no conforman un torrente único. Tampoco cuentan con una dirección unificada de centroizquierda en condiciones de organizar una convergencia nacional que, sin apartarse del mundo, sea leal con los intereses nacionales. Ni siquiera en el Congreso nacional los que piensan parecido, en esa tendencia, actúan si no unidos al menos coordinados. Existen decenas de frases esperanzadas a las que se puede acudir en estas encrucijadas como si fueran rezos, pero ninguna de ellas valdrá un céntimo si la acción popular no le ayuda a la historia para que acuda a despejar los enigmas que hoy torturan a tantos. En el camino, vale la pena recordar al autor de Waiting for the Barbarians, J. M. Coetzee, que escribió esto: “Los nuevos hombres del Imperio son los que creen en nuevos principios, nuevos episodios, nuevas páginas; pero yo sigo luchando con la vieja historia, esperando que antes de que acabe me revelará por qué llegué acreer que valía la pena el esfuerzo” (cit. Edward W. Said en Cultura e imperialismo).