Mié 27.04.2005

EL PAíS  › OPINION

Enamorarse de la criatura

› Por Alfredo Zaiat

Es el más conservador de los heterodoxos. O, lo que es lo mismo, es el menos ortodoxo entre los economistas que se encuentran cómodos repitiendo la receta conocida. Permanecer tres años al frente de la poltrona más inestable de la política argentina es de por sí un mérito. Y todavía más si se consideran ciertas las encuestas de imagen que difunden diferentes consultoras, que lo tienen como el integrante del gabinete con más prestigio. La principal virtud de Roberto Lavagna al asumir el cargo fue la de saber leer cómo se desarrollaba el ciclo económico en el país luego de cuatro años de recesión, devaluación, default y contexto internacional favorable. Y acompañar con prudencia la ya lanzada tendencia de recuperación sin generar turbulencias innecesarias.
En sus primeros meses de gestión mostró reflejos para enfrentar con éxito las presiones por un bono compulsivo para los ahorristas del corralito y por un seguro de cambio para grupos económicos endeudados en el exterior. Y ostentó sus reflejos al continuar en el cargo con el cambio de Presidente, reteniendo un juego propio del que colegas del gabinete carecen. Su posición negociadora frente al FMI y los acreedores defolteados, con el respaldo del Presidente, es uno de sus principales activos.
Pero a esta altura su período como ministro de Eduardo Duhalde será materia para los historiadores. Y los casi dos años acompañando a Néstor Kirchner ya están en su haber. Ahora corre el riesgo de “enamorarse de la criatura”. Esto es: pensar que el sendero correcto es seguir haciendo lo mismo que en esas dos etapas anteriores, porque si no corre peligro lo reconstruido. Un síndrome similar padeció Domingo Cavallo con la convertibilidad, en extremo Roque Fernández con su piloto automático y con elevada irresponsabilidad José Luis Machinea, extendiendo la agonía de un modelo agotado.
Presionar para el congelamiento de la discusión salarial, que de eso se trata cuando Lavagna quiere reducir ese tema a una cuestión de productividad, es un síntoma de ese padecimiento. Otro es el desestimar la discusión de una necesaria reforma tributaria por temor a perder recaudación. Si bien la regresividad del régimen impositivo ha sido atenuada con la fijación de retenciones a la exportaciones, igualmente los tributos indirectos siguen siendo la columna vertebral del sistema. El superávit fiscal es “progresista”, como le gusta definir al ministro, cuando es obtenido con una asignación del gasto que redistribuye ingresos a favor de los sectores más postergados, al tiempo que los ingresos provienen de aquellos con mayor capacidad contributiva. En caso contrario, cuando su destino principal es para pagar deudas, el superávit tiene el sello inconfundible de la ortodoxia. Lavagna refleja también una excesiva aprensión a no molestar a “la criatura” cuando expone la vocación de archivar una indispensable reforma previsional, no sólo por la incertidumbre que genera a los futuros jubilados de las AFJP, sino también por el elevado costo fiscal de ese sistema.
Cada una de esas posturas sobre la agenda económica futura es síntoma del temor a alterar un rumbo que hasta ahora ha dado resultados. En algunas circunstancias de la vida, el miedo a perder lo conseguido deriva en un comportamiento conservador. Esa es la trampa que Lavagna tiene para esquivar si pretende no ser recordado como algunos de sus antecesores que en algún momento pensaron que habían tocado el cielo con las manos. Y terminaron en el infierno.

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