EL PAíS
La prehistoria de los sobres
En su libro Buenos muchachos, José Natanson hace la historia de los economistas del establishment, varios de los cuales prosperaron con los sobresueldos menemistas, pero tuvieron su arranque en tiempos de dictadura.
El 20 de diciembre de 1978, mientras las tropas argentinas se preparaban para una inminente guerra con Chile, el ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, anunciaba un nuevo paquete de medidas. Bajo el novedoso título de “enfoque monetario de la balanza de pagos”, el gobierno militar dejaba atrás el liberalismo tradicional y apostaba a un ajuste de nuevo tipo, un cronograma de devaluaciones escalonadas que permitiría reducir la inflación sin estrangular el crecimiento.
El modelo había sido diseñado apenas unos meses antes en Estados Unidos por un pequeño grupo de seguidores del gurú del neoliberalismo, Milton Friedman. Hasta el momento, su aplicación había dado resultados extraordinarios en los simulacros econométricos y las mesas de diseño de la Universidad de Chicago. Sin embargo, se trataba de una creación académica abstracta, que nunca se había trasladado a un contexto real y que ignoraba aspectos de Argentina, como el hecho de que el año anterior había sido el país con el índice de inflación más alto del mundo.
A pesar de estos inconvenientes, algunos jóvenes economistas lo recomendaron con entusiasmo: aunque la decisión política fue de Martínez de Hoz, entre sus autores intelectuales se encontraban Carlos Rodríguez, Manuel Solanet y Roque Fernández.
La “tablita”, como se conoció popularmente al invento, fue una fiesta para la timba financiera, no logró contener la inflación, que llegó al 160 por ciento en 1979, y sentó las bases de una economía especulativa que nunca se terminaría de desactivar. Fue la primera creación de una nueva generación de expertos, que con los años hegemonizaría la discusión política y económica de Argentina.
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“Videla tiene sensibilidad social” (Domingo Cavallo). “Debo ser una de las personas menos conservadoras de la Argentina (Ricardo López Murphy). “No hay que preocuparse porque cuando se acaben las privatizaciones, la deuda pública también comenzará a acabarse” (Miguel Angel Broda). “Menem lucha contra la corrupción desde el primer día de su gobierno” (Domingo Cavallo). “No puede argumentarse con fundamentos que las tasas de interés que se pagaron por la deuda fueran elevadas” (Manuel Solanet).
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En abril de 2002, cuatro meses después del cacerolazo y los saqueos, la economía argentina se acercaba a un nuevo colapso. El dólar, desbocado, se vendía a 3,3 pesos en el mercado libre, el consumo había prácticamente desaparecido y la inflación marcaba el record posconvertibilidad: 10,4%.
En este contexto de crisis sin esperanza, los economistas neoliberales hicieron sus apuestas. “El mejor escenario esperable a fin de año es que el dólar cueste 5 pesos y la inflación supere el 175 por ciento. El peor es un dólar a 20 pesos y una hiperinflación del 1100 por ciento”, se jugó Miguel Angel Broda en abril. “Sólo quedará uno de cada tres bancos”, arriesgó López Murphy ese mismo mes. “Sin duda que habrá una inflación de tres dígitos anuales”, apuntó Solanet unos días más tarde. “No habrá moneda ni banca por dos generaciones. Esta política es un ticket a la híper. Lo más probable es que el dólar vuele. Va a subir mucho, no tiene límite”, aseguró Jorge Avila.
Formuladas a veces en base a sofisticados modelos matemáticos, con cuadros y gráficos de todos los colores, otras veces elaboradas al más puro ojímetro, las predicciones son parte esencial del trabajo y una de las claves que explican el ascenso y la fortuna de esta elite de defensores del libre mercado. Las vienen formulando desde siempre, y aunque siempre se equivocaron un poco, en los duros primeros meses de 2002 los errores fueron descomunales. Por usar una metáfora al estilo De Pablo, estaban diagnosticando una hepatitis cuando se trataba de un sarampión, o una varicela en lugar de una diabetes.
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En un país en bancarrota, con índices de indigencia (20,5%) y pobreza (47,8%) alarmantes, la búsqueda de una distribución más equitativa del ingreso se fue convirtiendo en uno de los ejes de la discusión política y económica. Sin embargo, los técnicos neoliberales argentinos nunca se han dedicado especialmente a estos temas y, cuando lo hacen, recurren al viejo truco del laissez faire, la idea de que el buen funcionamiento de las variables económicas se encargará de arreglar las cosas.
Juan Carlos de Pablo lo expresó de manera clara y brutal al cuestionar a los políticos que se ocupan de los “perdedores del sistema”. “Ganadores y perdedores no fuimos extraídos de un bolillero. Decirle a un perdedor que uno se va a ocupar de él lo anestesia. ¿Para qué me voy a preocupar si ya vienen los que me van a salvar? Lo único que tengo que hacer es aguantar hasta que lleguen. Al club de los ganadores y perdedores se entra y se sale, y la salida no es independiente de lo que uno hace”, escribió De Pablo (evidentemente, socio del club de los ganadores) en El Cronista.
El consejo, por más liviano que parezca, se apoya en la clásica noción de “libertad negativa” defendida por los antiguos pensadores liberales, quienes sostenían que el Estado debe garantizar la libertad de los ciudadanos, pero que de ningún modo tiene la obligación de asegurar su ejercicio. El planteo excluye la discusión sobre los prerrequisitos sociales de la libertad (¿puede ejercer su libertad de manera plena aquel que no tiene asegurada su subsistencia?) y tiene un resultado bien concreto: la única función de las instituciones políticas consiste en dejar que la economía funcione adecuadamente.
A fines de los ’80, los economistas neoliberales retomaron la antigua idea y la redefinieron como “teoría del derrame”, que se apoya en un concepto sencillo, casi de sentido común: el enriquecimiento de un sector de la población –se argumenta– redunda, a la larga, en beneficios para toda la sociedad. El problema apareció cuando hubo que aplicar la teoría en Latinoamérica y sus impulsores se encontraron con que podía funcionar bien en sociedades como la inglesa o la norteamericana, pero que no alcanzaba ni de lejos a dar respuesta a la creciente desigualdad de los países menos desarrollados. Es que la expresión original –trickle down– no significa “derrame” sino “goteo”. Evidentemente, era poco para revertir la enorme desigualdad de naciones como Argentina, por lo que el exiguo “goteo” se transformó, por esas cosas de la traducción, en un mucho más generoso “derrame”.
Buenos muchachos: Vida y obra de los economistas del establishment, de José Natanson, acaba de ser publicado por Libros del Zorzal.