EL PAíS
› OPINION
Balance de gestión
› Por Mario Wainfeld
Dos años, mitad de mandato, ya es un lapso razonable para arriesgar algo así como un balance de gestión. Nacido con una enorme debilidad, con dudas acerca de su legitimidad de origen y aún acerca de cuántos votos de los (pocos) que recibió le correspondían cabalmente, Néstor Kirchner hoy va en pos de un plebiscito. Y tiene altas chances de ganarlo.
La primera búsqueda de un gobierno es garantizar su supervivencia. El actual comenzó con un marcado tinte de inviabilidad que parece haber superado con holgura. Había quien ponía en duda que completara su mandato, ahora la reelección es algo factible.
Varias crisis afrontó el oficialismo, unas cuantas vinculadas a su estilo poco previsor y coyunturalista. Esto dicho, cabe reconocer que las encaró todas (la energética, la emergencia de Blumberg, las salidas de Gustavo Beliz y Alfonso Prat Gay, entre ellas) y salió de ellas bastante mejor parado que lo que auguraban sus opositores. Muchas veces atando con alambre, pero conservando firme el timón. No lo hizo sin contradicciones, sin errores, sin topar con sus propios límites. Veamos.
- Una nueva gobernabilidad: Kirchner decidió someter su legitimidad a un plebiscito cotidiano, una opción jamás tentada por presidente alguno desde la restauración democrática. Lo suyo es una procura ansiosa, de palpable excitación, orientada a lograr aprobación masiva. “La gente” lo obsesiona, como otros tenían entre ceja y ceja a “los mercados” o a los poderes fácticos. Para ganarse su reputación –que siempre lee como un capital escaso y en riesgo– urdió una nueva forma de gobernabilidad, cimentada en el conflicto permanente y en la recurrente interpelación a “la gente”. Gobernabilidad desafiante respecto del pasado pues busca prestigio peleándose (o al menos discutiendo) con quienes eran considerados los grandotes del barrio: el FMI, las Fuerzas Armadas, la jerarquía de la Iglesia Católica, las privatizadas, “las corporaciones”. Estas lides no han sido toda coherencia y consistencia pero sí han dado el tono del bienio, fortaleciendo la figura presidencial.
El Presidente tiene más poder que cuando asumió, más que el que tuvieron Fernando de la Rúa o Eduardo Duhalde, acaso tanto como tuvo Carlos Menem en su momento cúlmine. El modo en que se prorratea ese poder, empero, trasunta cierta fragilidad. Promediando el mandato hay mucho más Presidente que al principio, hay algo más de gobierno, hay un poco más de Estado. Este orden decreciente alude a un déficit institucional del actual gobierno que es la contracara de su estilo carismático.
- El peso del peronismo: Pervive una contradicción inscripta en el código genético del Gobierno. Su gobernabilidad, muy superior a la de administraciones precedentes, se ancla en el apoyo del peronismo, vale decir, del núcleo sólido de la vieja política. Esta contradicción no debería sorprender a quienes conocen la cultura del peronismo de los últimos 20 años, muy vertical al éxito y muy desaprensiva respecto de cualquier coherencia de otra talla. Kirchner no se ha ganado el afecto de sus compañeros, a quienes tracciona por prepotencia de resultados. El Presidente no se fascina por el PJ, tanto que se ha esmerado en no presidirlo pese al reclamo de sus compañeros. No se ha casado con el PJ, cuyo vagabundeo ideológico detesta, pero no ha logrado romper con el concubinato. El oportunismo temático de sus compañeros le prodigó un Congreso fiel, tanto como lo fue a Menem.
El armado electoral previsible para octubre espeja esa contradicción y desnuda la endeblez del espacio transversal en el que Kirchner había cifrado más esperanzas. La atonía transversal no es sólo (quizá ni esencialmente) una falencia del kirchnerismo, también un mapa de las carencias de sus aliados virtuales.
Puesto a purificar o adecentar el PJ, el kirchnerismo termina sus dos años sin haber llegado a la mitad de su camino. Quizá sea una misión imposible si se anhela gobernabilidad. Presumiblemente “la gente” que en momentos de despliegue económico ansía más certezas cotidianas que coherencia ideológica premie la opción. Para el sistema político, empero, sigue siendo una deuda que tiene un ítem calificado. El Gobierno nada ha hecho contra el financiamiento espurio de la política, uno de los pilares de la corrupción estructural y del connubio entre gobernantes y fuerzas de seguridad.
- Crecimiento: El crecimiento económico y un manejo novedoso, bien político, del superávit, son dos puntos fuertes de la administración K. Celoso de los equilibrios fiscales como pocos, Kirchner comparte con Roberto Lavagna un criterio inteligente respecto de lo que significa tener caja. Equivale a tener control, poder salir de los laberintos por arriba (muchas veces por izquierda), sorprender. El diagnóstico de Kirchner-Lavagna sobre el despliegue de la economía y sobre las negociaciones con los acreedores externos fue mucho más aceitado que el de sus críticos. Y el manejo de la negociación (cuyos resultados pueden ser polémicos) fue firme, no dominado por el temor. Se les suele reprochar que hayan pulseado jugando “para la tribuna” (popular, se entiende). A los ojos de este cronista ese sesgo es, tendencialmente, una virtud.
Es difícil dudar de que la situación económica es el núcleo del impactante consenso que recibe el Gobierno. Eso quizá motiva al staff oficial a estar demasiado prendado de su propio esquema de crecimiento, poco abierto a registrar sus límites. Demasiado confiados en su versión del derrame, siguen creyendo que el desempleo, la pobreza, la magrura salarial, la enorme desigualdad, la masividad del trabajo informal encontrarán dichosa rectificación en la acentuación de lo ya hecho, mejorado acaso con mayor intensidad de la obra pública.
Existe una resistencia formidable, acaso ya injustificada, a salir del “paso a paso” que es marca de fábrica de Kirchner y Lavagna. No se piensa en intervenciones directas respecto de la desigualdad y la pobreza. Hay mucha remisión a pensar políticas de mediano o largo plazo en materia salarial, previsional o social, rasgo que se acentúa si de plasmar instituciones se trata y que se potencia si de garantizar derechos universales se habla.
El manejo diario de la situación, bastión de la Rosada y de Economía (una táctica justificable en la emergencia, no deseable en un país normal), corre el acelerado riesgo de transformarse en un dogma intocable. Esa fruición por el día a día asegura presencia y, en caso de éxito, aplausos. Pero deja muy vacantes las raíces para el futuro, algo que ya valdría la pena comenzar a discutir más en serio.
- La mejor herencia: “Kirchner es lo único nuevo de la política argentina”, dicen en su torno, a guisa de alabanza. Es un elogio desmedido si no se lo adereza con autocrítica acerca de esa soledad en la virtud.
Si a dos años de preeminencia política Kirchner no tiene seguidores nuevos, una orgánica que lo respalde, una sucesión viable, debe inquirirse si no es parte de ese problema. Un modo virtuoso de hacerse esa pregunta es valorar cuánto valen los hitos institucionales que dejó este Gobierno, que lo sobrevivirán, que estarán en el haber del inventario de los que sigan. La política de derechos humanos y la renovación de la Corte Suprema son una herencia valiosa para los que advendrán.
El canje de deuda, más controversial, de cualquier modo provee de previsibilidad a un futuro difícil. Si Kirchner consiguiera, como desea casi ruidosamente, desendeudarse (o achicar la deuda) con el FMI sin aceptar condicionalidades dejará a gobiernos futuros en mejor situación que la que recibió. Cimentados institucionalmente, estos legados dan una pista acerca de una tendencia en materia de asignaturas pendientes. No dejar todo sujeto a la muñeca del gobernante, a su decisionismo o inspiración.
- El riesgo de pasar de pantalla: Creció la autoridad presidencial, mantiene alta su imagen pública, aumentó el PBI, bajó la desocupación, el canje se cerró exitosamente, se reabrió la ESMA. Otros logros, menos ostensibles, acumula el Gobierno. Los actuales ocupantes de la Rosada y zonas aledañas son un grupo con mística, muy consagrado a su trabajo, del que nadie puede decir que es una elite frívola, perezosa o distraída del humor social. En medio del camino de su vida, puede asumirse que el Presidente pasó de pantalla, queda claro que está sólidamente sentado en el sillón de Rivadavia, aunque la foto que ilustra esta nota sugiera lo contrario.
Pasar de pantalla tiene sus costos o (de mínima) sus consecuencias. En una relación de tracto sucesivo, el Gobierno va a ser requerido a partir de lo logrado y juzgado a través de sus propias promesas.
El crecimiento no es una llegada, sino el disparador de lógicos reclamos de equidad, que se perciben ahora más factibles, porque hay caja.
Las promesas de la nueva política detonan miradas críticas sobre el lanzamiento de Cristina Fernández bendecida por el PJ Capital, entornada de menemistas, duhaldistas, grossistas y sindicalistas que contribuyeron en primera fila al desguace del Estado.
La proclamada lucha oficial contra las corporaciones merece ser cotejada con los recientes acuerdos con una de las más poderosas, la mediática. Muchas franquicias, con escasas contrapartidas, otorgadas sin debate público previo, no tienen la fragancia de lo nuevo. Esa cruzada también se contradice con algunas figuras relevantes del Gobierno, muy porosas en su relación con los poderes establecidos. Dado el carácter panorámico de esta nota, sólo se mencionará a los que ya fueron cuestionados en este diario, por orden de importancia. Ricardo Jaime, Guillermo Moreno, Julio Bárbaro y Carlos Bettini no dan la talla de abanderados contra las corporaciones. Antes bien, aluden a un estilo funcionarial ancien régime.
Discutible, belicoso, dueño de la escena, constructor de más poder que institucionalidad, de más autoridad que participación, de más crecimiento que redistribución, el Gobierno va en pos del pronunciamiento de las urnas. Las elecciones serán un dato ineludible. Si los votantes le sonríen (algo que hoy parece lo más factible), el Presidente tendrá una oportunidad única, deseable. La de persistir en los aciertos y, al unísono, cambiar. Habrá que ver cómo le va, si gana y (si se produce la revalidación popular) si tiene la voluntad de imprimir a su gestión un salto de calidad.