Lun 08.08.2005

EL PAíS  › OPINION

Nosotros mismos

› Por Eduardo Aliverti

Nadie, al menos entre el inmenso grueso de las opiniones que se leen o escuchan a través de la prensa, se pregunta si los responsables del horroroso nivel de la campaña electoral sólo son ubicables entre la dirigencia política en general y los candidatos en particular.
No es únicamente en la Argentina donde florecen las chicanas antes que las ideas, y los ataques personales antes que las propuestas, y las retóricas inflamadas de lugares comunes antes que el debate programático. No somos los propietarios de candidaturas legislativas frente a las que –con muchísima suerte– gracias si se conoce a los primeros de las listas. En todos lados las elecciones sirven, primero, como testigos de que casi nadie quiere cambiar algo estructural. Y que en muy pocos casos posibilitan alterar el orden vigente. Votar puede ser una herramienta significativa como culminación de un proceso de cambio, o como parte de él. Pero (muy) difícilmente lo encabecen. Y que esto vaya como adelanto del razonamiento puntual que se encontrará más abajo.
Para no obrar desde el consuelo de los tontos por el mal de los muchos, está bien: la campaña electoral hacia octubre asusta al más pintado. Las listas del kirchnerismo, y encima con el enunciado de que son la “nueva” política, integran a mucho de lo peor del aparato del PJ (cosa que los propios kirchneristas confiesan en privado, haciendo la salvedad de que, según ellos, por el momento no les queda otra). Del duhaldismo podría no haber más nada que decir pero, como transan con la rata, con Patti, con Rico y con Moria Casán, son ellos mismos quienes se empeñan en recordar que son impresentables. De los radicales sí, mejor ni hablar, aunque el buen desempeño de Stolbizer en la anoréxica interna revela que cuatro gatos locos, aunque sea, no están dispuestos a aceptar el chiste de que Alfonsín sea la renovación. En la derecha explícita, el estadista Mauricio Macri sucumbió ante la necesidad de contar con el Chelo Delgado como hombre de punta; de manera que el escándalo por las denuncias de coimas en los pases de jugadores, gracias a la ayuda de una mayoría periodística aplastante, quedó para mejor vida. Y su compañero López Murphy, ya privado de la cantilena de los fondos que Santa Cruz tenía en el exterior, se dedica ahora a criticar el vestuario de Cristina Fernández: un elemento dialéctico decisivo en cualquier aporte ideológico que se precie de tal, y sobre todo partiendo de alguien tan probo en la defensa de los pobres. Y mejor parar acá porque, efectivamente, seguir describiendo este escenario da como vergüenza ajena.
La cuestión es preguntarse (como siempre, o como debería ser siempre) si a este circo de mal gusto lo trae la cigüeña de París. El pueblo, dicen todos o es así, cuestiona que no se debata acerca de idea o propuesta alguna. Los candidatos no mencionan, ni siquiera al pasar, la salud, la educación, la seguridad, la ciencia, la ecología, los jubilados, los jóvenes. ¿Pero cuánto de eso le importa a una sociedad partida al medio entre quienes se cayeron del mapa y quienes no desean enterarse de ese desquicio de la otra mitad, embobados por los chiches de colores del consumo, el dólar estable y la percepción de que este gobierno bueno, regular o malo es lo único que hay a mano, como se pensó de milicos, alfonsines, ratas y alianzas? En la hipótesis –absurda, más vale– de que el periodismo político, radiofónico y televisivo promoviera contiendas de fuste entre los candidatos electorales, ¿cuál sería el rating de esos programas? ¿A cuántos les interesa saber qué se proyecta en lo científico y tecnológico; a cuántos cuál es el diseño de algún modelo de Nación que exceda la mera exportación de materias primas sin valor agregado; a cuántos las políticas de Estado pensadas para la salud o la educación públicas?
Dejemos de mentirnos, o de autocomplacernos. El nivel de la campaña electoral no difiere, ni sustancialmente ni mucho menos, del que puede encontrarse en los mensajes arrebatados de los oyentes de la radio, o en las barbaridades que se les escucha a los taxistas, o en la frivolidad o pusilanimidad de los periodistas, o en la repugnancia de que tantos trabajadores identifiquen al enemigo entre otros trabajadores. Porque después de todo, ¿uno está loco o ésta no es la sociedad que hace apenitas dos años le dio casi el 50 por ciento de los votos a Menem y López Murphy, y la que ahora tiene a Macri peleando cabeza a cabeza el primer puesto de la Capital? Si se delega la cosa pública en los mismos de siempre o, que es lo mismo pero peor, si la comunidad se desentiende de la política para que el resultado sea precisamente esos mismos de siempre haciéndose cargo, todo aquello y todos aquellos que nos enardecen no son más que nuestro propio espejo.

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