Dom 14.08.2005

EL PAíS

Patti, una figura

Por Susana Viau

El leve aire a Peter Sellers, unido a su foja de servicios, ha contribuido, paradójicamente, a consolidar su fama de conflictivo: la nariz afilada, los ojos pequeños, muy juntos, y una actitud de aparente introversión. La parquedad no impidió que, alguna vez, este bonaerense de Baigorrita, un pueblo pequeño, distante 18 kilómetros de Junín y 280 de la Capital Federal, acuñara la frase que mejor define su personalidad: “Cuando yo digo que es blanco, es blanco”. Luis Abelardo Patti suele hacer docencia explicando el porqué del nombre de su pueblo: “Baigorrita era un cacique indio, hijo del general unitario Baigorria, un renegado”.
Pocos en Baigorrita hubieran imaginado que ese chico de aspecto insignificante, quinto hijo entre seis, que trató de jugar al fútbol y no pasó de las inferiores de Sarmiento de Junín, iba a cambiar en un abrir y cerrar de ojos su trabajo de panadero y su suerte con sólo anotarse en la escuela Juan Vucetich. Egresó en una fecha complicada, 1971. Se sabe que estuvo en la división Robos y Hurtos, en las brigadas de investigaciones de Martínez y Caseros, en las comisarías de Tigre y de Maschwitz. Destinos con chapa de bastiones de policía brava, pesada, en cuyas manos Dios lo salvara a uno de caer. Es renuente a hablar de sus destinos en los años trágicos de la dictadura, pero cuando lo hace coincide con su flamante aliada, Hilda González de Duhalde: “El tema ya pasó a la historia. Si no lo olvidamos no vamos a terminar de discutir nunca”. Pero lo que el ex comisario no puede evadir es su participación en la muerte de los montoneros Osvaldo Cambiasso y Eduardo Pereira Rossi, fusilados en una emboscada en mayo de 1983. En el racconto que Patti hace de esos hechos aparece también, insidiosa, la teoría del “algo habrán hecho”: “Eran dos militantes montoneros y murieron en un enfrentamiento en el que yo participé”. Quienes lo conocen sostienen que desairó al unitario Baigorria y se hizo rosista, ferviente católico –“como todos los policías”, suele acotar– y nacionalista all’uso. Hace 17 años, ya disfrutaba de una sólida posición económica, producto de la propiedad de, al parecer, dos exitosas panaderías en Garín y en Escobar; gozaba piloteando ultralivianos en el aeroclub de Maschwitz y le juraba al periodista que lo entrevistaba para la posteridad: “Descártelo. No me interesa la política. Yo soy sólo un policía”. Sin embargo, en 1993 se afilió al justicialismo. Vislumbraba un futuro luminoso y no se le puede reprochar. Ni la desmemoria ni la veleidad son patrimonio del ex comisario que –otra paradoja– llegó a la función pública a hombros de una intensa popularidad negativa. Es que los picos de notoriedad de Luis Abelardo fueron producto del empleo de la corriente alterna y de una grotesca investigación criminal. Lo primero lo experimentaron el vendedor de churros Miguel Angel Guerrero y el ex preso Mario Claudio Barzola, zarandeados y picaneados en la comisaría de Escobar, y lo constató el juez Raúl Borrino; lo segundo tuvo como espectador a todo el pueblo de Catamarca. Enviado por Carlos Menem a investigar el asesinato de María Soledad Morales, Patti concluyó que se había tratado de un crimen pasional, donde “no hubo droga ni violación”, y al que Guillermo Luque había sido por completo ajeno. La clase política catamarqueña y la familia Saadi le quedarían eternamente agradecidas. Después, Menem volvió a propulsarlo, con el apoyo de Alberto Pierri, como interventor en el Mercado Central.
Precursor de Juan Carlos Blumberg hasta en la jerga (“la gente de los derechos humanos” es la fórmula de Patti; “los de los derechos humanos”, la del ingeniero), profeta del “meter bala” que preconizaba Carlos Ruckauf, Patti conectó a la perfección con las pesadillas que inquietan las noches de los vecinos del partido de Pilar y les habló sin tapujos del eufemismo que otros llaman apremios ilegales: “Puede ser que a veces se bordee el límite de la legalidad. Pero nunca se atraviesa. Yo les digo a mis camaradas que hay que actuar con cierta dureza con los delincuentes porque si no nos van a pasar por encima”. Y los vecinos conspicuos del partido, en la funesta alianza que suelen establecer con los más pobres, lo llevaron en olor de multitudes a su primer cargo electivo: la intendencia de Escobar con un 73 por ciento de los votos. El ex comisario acostumbró a su feligresía a posturas rotundas, les contó que le repugnaban los vicios, mucho más si quienes los practicaban eran políticos. En un gesto operístico se sometió a una rinoscopía: “Un funcionario drogadicto es peligrosísimo”. A Patti le causa placer definirse como “un duro” y, es lógico, le disgusta que esa imagen se empañe con situaciones poco adecuadas, como aquella en la que, de trampa con su entonces enamorada Liliana Caldini, fue asaltado por dos delincuentes que se le llevaron el dinero y el arma que portaba. Para terminar de dibujar el personaje, Luis Abelardo se convirtió en cronista policial. Los primeros pininos –y los últimos, hasta ahora– los dio en el diario La Prensa, con el apoyo de Amalia Fortabat.
El ex comisario le había tomado el gustito a la política y al final de los ’90 se presentó como candidato a gobernador. Llevaba en las alforjas dos nombres de fuste: Antonio Ubaldo Rattín, representante del Tigre, y el anciano actor Fernando Siro, marido de Elena Cruz, fan de Videla. Una apuesta audaz. Tanto, como el enfrentamiento de esos días con Eduardo Duhalde: “El se equivoca –declaraba, muy asumido en su papel–. El peronismo no es de él. Yo me habré ido del PJ, pero soy peronista y moriré peronista”.

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