EL PAíS
La fiscal que molestaba al poder en Santiago y fue extorsionada
Camarista retirada, Silvia Sosa fue nombrada fiscal general por el interventor Lanusse. Cuando la limpieza tocó las concesiones empresarias de Ick, el empresario la chantajeó.
› Por Alejandra Dandan
La Fiscalía General de Santiago del Estero es como la Procuración General para la Nación. Silvia Sosa llevaba adelante desde allí las causas pedidas por la intervención federal de Pablo Lanusse. Investigaba o defendía, de acuerdo al caso. Cierta vez alguien le avisó que un empresario la buscaba. Lo hizo pasar. El entró, ubicó cómodamente su cuerpo sobre una silla. Ella observó su cara, familiar y pálida. Se conocían desde hacía tiempo. Casamientos, cumpleaños de los hijos, viajes, algún regalo. Ahora Silvia lo tenía en sus manos: desde la Fiscalía promovía varios expedientes con demandas millonarias contra sus empresas. Tras la charla, él se paró. Le arrojó un sobre de papel madera sobre el escritorio y dijo: “Eso leelo en tu casa, que es un estudio sobre vos”. Néstor Ick se despidió.
El empresario aparece mencionado en estos días en las hipótesis de conspiración política detrás de la denuncia sobre el obispo Juan Carlos Maccarone. Pero los santiagueños conocen su nombre desde hace nueve años, cuando este escribano de origen ucraniano se quedó con el Banco de Santiago del Estero. El banco fue el primer peldaño de un pool de empresas ganadas gracias a una relación muy cercana con Carlos Juárez y particularmente con Nina Aragonés. Sin licitación o con procesos irregulares, el grupo Ick consiguió primero el banco, después los depósitos del seguro de vida de todos los empleados públicos de la provincia, que en Santiago no es poca cosa: 76 por ciento de sus 800 mil habitantes dependen de uno u otro modo del empleo del Estado. Luego ganó la concesión de la empresa de luz, la de agua, la señal del único canal de televisión abierta, la sociedad en el casino más importante de la provincia, la posesión del cementerio privado.
Silvia lo conocía desde hacía tiempo. En la primaria había sido alumna de la profesora Lidia México de Mackeprang, madre de Lidia Noemí, “Sipinka”, la mujer del empresario. “Con ellos no mantenía una relación de ir a la casa todos los días”, explica Silvia durante una entrevista con Página/12. “Pero participaba de los cumpleaños, estuve en todas las fiestas de casamiento, estuve en la fiesta en la que Néstor festejó sus 50 años.”
En abril de 2004, Pablo Lanusse se hizo cargo del gobierno de Santiago a pedido del gobierno nacional. Cuando llegó buscó personas de confianza, especialmente santiagueños. Silvia había entrado al Poder Judicial en 1965. Empezó como empleada, fue ascendiendo hasta jubilarse en 1995 como camarista, con una compensación mensual de 3100 pesos, sueldo que le permitió mantener a sus tres hijas en una vida de mujer separada, mandarlas a la universidad y durante la década del uno a uno plegarse a la marea de argentinos que viajaba al exterior, desde donde volvía con los obsequios para los Ick.
Tras el doble crimen de La Dársena, salió a la calle, a las protestas, a sumarse al puñado de organizaciones sociales que se animaron a sacar a la luz las primeras denuncias contra esa suerte de dictadura establecida durante décadas por el gobierno de la provincia. No era la primera vez que lo hacía y en Santiago se sabía. Como a otros miles de santiagueños, los espías del ex comisario Musa Azar seguían su vida diaria desde muy cerca desde los primeros años ’70. Recortaban párrafos de los diarios donde aparecía su nombre, los pegaban sobre hojas oficio donde se acumulaban explicaciones sobre sus reuniones, encuentros con sus amigos o militancia política, que para los servicios policiales eran grupúsculos de “subversivos” o militantes de izquierda. La historia de esas carpetas la puso en contacto con la Iglesia de Maccarone justo antes de la intervención federal. A comienzos de marzo de 2004, la denuncia de dos abogados permitió un allanamiento en el legendario y misterioso edificio de la D-2 de Investigaciones. En biblioratos y cajones de metal aparecieron más de 30 mil expedientes de espionaje ilegal. Entre ellos estaba el de Silvia, el del obispo y el de 28 sacerdotes. A pedido de Maccarone, Silvia presentó las denuncias con los pedidos de amparo en la Justicia federal.
Esas carpetas, pero especialmente las pruebas de la existencia del espionaje contra las máximas autoridades de la Iglesia, aceleraron la intervención federal. Néstor Kirchner nombró a Lanusse, que el 2 de abril se sentaba por primera vez en el sillón de Nina Juárez con varios puntos importantes en la agenda. Además del espionaje o la restitución de las garantías cívicas y judiciales, Lanusse llegaba para revisar los negocios de los Juárez con las sociedades millonarias de Ick. A Silvia no se le escapó el detalle cuando el interventor la convocó para el puesto de fiscal general de Estado: “Juré por Dios y por el Pueblo de Santiago”, dice ella. “Estaba decidida a llevar adelante la función pública como correspondía. Y eso a Néstor lo tomó por sorpresa: nunca se imaginó que iba a trabajar en contra de él, sobre todo por la relación que tenía con su esposa Sipinka, éramos amigas.”
A poco de andar, la intervención le pidió que evaluara dos decretos. Los seguros de los empleados públicos se habían concedido al grupo Ick sin licitación pública. “Y con unas prórrogas increíbles –explica Silvia–, porque, por ejemplo, la primera vez se los prorrogaron por seis años antes de que termine el primer contrato y antes de que termine el segundo contrato volvieron a prorrogárselos por otros diez años.” El otro decreto apuntaba sobre el canon mensual que recibía el Banco de Santiago del Estero por sus servicios al Estado. Un canon de 450 mil pesos mensuales que luego de la crisis de 2001 se siguió cobrando en dólares. “Pero como era socio de Juárez –dice la ex fiscal general– hacían lo que querían.” Sosa firmó los dictámenes cuando estableció que todo estaba en orden para terminar con los contratos. En esos días la visitó el empresario.
“Llegó cuando estaba trabajando. No pidió audiencia, simplemente se presentó para ver si podía hablar conmigo. Lo hice pasar. Todavía me acuerdo: estaba muy serio, muy frío. Muy duro porque es así: cuando está bien está súper bien, pero cuando está mal aparece así, sin color, muy pálido, con un aspecto bastante impresionante si te ponés a pensar.” En los primeros minutos del encuentro, Ick mencionó dos o tres cuestiones vinculadas a los planteos de la intervención. Mencionó una revocatoria y que había promovido algún trámite judicial ante las medidas que estaba tomando el gobierno. Luego se paró.
“Cuando se levantaba se quedó un momento frente a mí –continúa la mujer–. Desde hacía rato yo veía que tenía un sobre en las manos. Un sobre de papel color marrón, de esos sobres comunes tamaño oficio.” Hasta ese momento no sabía que el sobre era para ella. “El me lo tiró sobre el escritorio y me dijo: eso leelo en tu casa, que es un estudio sobre vos.”
El sobre no contenía nada parecido a las imágenes del tape del obispo Juan Carlos Maccarone, pero usaba el mismo mecanismo. “Me quedé de una pieza —dice Sosa–: no me lo imaginaba.” El sobre contenía efectivamente un estudio hecho por un grupo de abogados de Buenos Aires sobre los bienes gananciales de Silvia, específicamente sobre su jubilación, intentando demostrar que la había obtenido de forma ilegal. Y que por ese motivo le debía a la Anses una suma de 300 mil pesos por los nueve años de una jubilación por 3100 pesos.
“El sabía que me estaba pegando donde más me dolía. Yo no soy una abogada rica, nadie me mantiene. Con ese sueldo vivimos con mis tres hijas. Las había podido mandar a la universidad y era lo único que tenía.” Aunque inicialmente decidió seguir como si nada hubiese pasado, hizo una denuncia pública pocos meses después, cuando supo que los abogados del estudio de Ick habían presentado una demanda en el Juzgado Federal de Santiago, un ámbito fácilmente manejado por el empresario. En junio, Sosa renunció.