EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
ORDENES
› Por J. M. Pasquini Durán
Cada vaca europea recibe tres dólares diarios de subsidio, mientras ochocientos millones de personas en el mundo disponen de menos de un dólar por día para sobrevivir. Los gastos bélicos suman 90 millones de dólares por hora, con Estados Unidos a la cabeza del ranking, y comparados con los fondos destinados a la ayuda internacional son casi cuarenta veces más altos cada año. Apenas un par de muestras de los contrastes imperantes por la injusticia en el mundo, causa última de los conflictos y convulsiones en las relaciones sociales. Desde este mirador es posible comprender la insuficiente ayuda recibida por las víctimas del huracán Katrina, ya que muy poco estaba previsto para la solidaridad con los habitantes de los territorios más pobres de la mayor potencia mundial, desamparados desde siempre, aun sin desastres naturales. Hasta la naturaleza embravecida es más cruel con la miseria.
En el planeta de las asimetrías extremas de las riquezas que vuelven desiguales a los seres humanos, aparecen también las perturbaciones por las que atraviesan los gobiernos del sur latinoamericano, en especial los que ascendieron a la cúspide institucional de cada país con la promesa y la esperanza de implantar justicia. Recibieron el legado de una época que fue breve en la dimensión del tiempo histórico pero tan salvaje como un huracán de quinto grado, cuyos efectos son los desastres sociales como la pobreza y marginación de millones de personas pero, además, dejó un pensamiento incrustado en el corazón de sus beneficiarios. Esas ideas sostienen que el “libre mercado” funciona sólo si nadie se mete en el camino, que el Estado sirve para allanarle el camino a la mano invisible del mercado y que la sociedad debe ser pragmática, sin intereses ideales. Pese a las frustraciones derivadas del imperio del “pensamiento único”, sobre todo a finales del siglo XX, algunos de sus conceptos permanecen intactos. En el precoloquio cuyano de IDEA (Instituto para el Desarrollo Empresario Argentino), hablando de los precios comerciales, volvieron a escucharse rotundidades como ésta: “Cuando menos se meta el Estado, mucho mejor”. Pregunta: ¿A cuánto ascendería la tasa actual de inflación abandonada al libre albedrío del mercado?
Las razones para la intervención del Estado son múltiples, pero hay algunas insoslayables y palpitantes. Cuando menos estas dos: 1) el libre juego de la oferta y la demanda no funciona cuando el consumo está distorsionado por la desmesurada presencia en el mercado de la población afectada por la pobreza y el desempleo, y 2) tampoco es factible debido a la alta concentración de la economía que vuelve monopólicos a los formadores de precios. Aparte de la experiencia propia, no hay más que ver el panorama del Uruguay, con la economía detenida por voluntad de los grupos privados hegemónicos desde que el Frente Amplio triunfó en las elecciones presidenciales. El concepto de la globalización no es una mera descripción de la evolución económica en el mundo. En su significado en lengua inglesa, origen del término, implica la voluntad estratégica para organizar al mundo de acuerdo con una visión ideológica determinada. Y por cierto, desde que surgió, después de la caída del Muro de Berlín, ni las finanzas ni el comercio internacionales han sido libres ni las economías centrales están abiertas al flujo incondicional de los negocios, ya que los subsidios agrícolas siguen vigentes en Estados Unidos y Europa pese a la restricciones que implican para los productores de países como Argentina.
De manera que los gobiernos movilizados por la idea del cambio tienen que vencer las resistencias del llamado “libre mercado” y, por otro lado, están presionados por las urgencias de la deuda social que se convierten en conflictos sordos o estrepitosos. El Estado, reclamado por las injusticias, tiene que avanzar sobre líneas de inevitable desequilibrio:así como es imprescindible que contenga la avaricia del mercado, al mismo tiempo debería dejar que fluya, incluso alentar, el alza de los salarios, porque la repartición de la riqueza tiene que regresar a partes iguales entre el capital y el trabajo y, en última instancia, no hay futuro para la entera sociedad mientras la mitad de sus miembros vivan por debajo de la línea de la pobreza, ya sea por falta de empleo o por salarios deprimidos. Está probado, según los especialistas en el tema, que la inseguridad delictiva se potencia no en la pobreza sino en la enormidad de la brecha entre pobres y ricos.
En esa inmensa tarea de recuperación de la equidad, atravesado por las incomodidades de los ortodoxos del “libre mercado”, el conflicto social tendría que ser entendido por las corrientes del progreso como un aliado, aunque en la coyuntura aquí y allá aparezcan signos de contaminación por ímpetus electoralistas. La libertad, combinada con síntomas de reactivación económica, alienta la puja sectorial como una manifestación natural de la marcha hacia el futuro. El Estado y el Gobierno, por supuesto, tienen que garantizar, al mismo tiempo, la libre expresión de la protesta y la contención de las expresiones que lastiman la convivencia de múltiples derechos que albergan en sociedades urbanas complejas. El uso de la fuerza es el último recurso, aunque en las encuestas aparezca el deseo de orden con porcentajes mayoritarios. Esa misma opinión, si la represión atraviesa la frágil frontera que existe entre la contención y el abuso, a la primera sangre será la primera en dar vuelta para reclamarle a las autoridades por los excesos cometidos.
Hay un cierto “orden mágico” que anhela cualquier sociedad y la eficacia del estadista consiste en aportar esa sensación sin usar el garrote, los gases ni las balas, así sean de goma. El orden de la globalización es la guerra, no la solidaridad. Por eso es que nadie pudo apreciar hasta el momento de los supuestos dividendos que implicaba “el fin de la historia” y los refugiados de Nueva Orleans se quejan del perezoso socorro del gobierno federal que encabeza George W. Bush, comandante en jefe de las fuerzas armadas norteamericanas. Irak y Nueva Orleans son emblemas del orden globalizador. Ese tipo de orden horroriza a buena parte de las mismas clases medias y altas que reivindican la seguridad urbana como un bien supremo.
La decisión del gobierno nacional de hacer impresionantes cordones de uniformados para impedir algunos actos rituales de protesta de algunos núcleos minoritarios, como el que prohibió ayer que la marcha de protesta llegara a la Plaza de Mayo, también está contaminado por la temporada electoral, ya que trata de complacer a esas encuestas de opinión sobre el “orden mágico”. Daba la impresión que había tantos escudos y garrotes como manifestantes, lo cual a simple vista resultaba un tanto desmesurado. Cierto es que impidieron que llegaran a Plaza de Mayo, pero habría que recordar que ese espacio por tradición es de dominio público, más aún, le pertenece al movimiento popular. ¿Qué pasará el jueves próximo si los mismos que ayer se movilizaron deciden acompañar a las Madres? ¿Este gobierno, ufano de su compromiso con los derechos humanos, les impedirá el paso? Por eso, que el ministro del Interior no celebre el desenlace de la víspera como un éxito, como no lo es tampoco la decisión de una parte del conglomerado Aníbal Verón de retirarse de las calles en busca de abrir el diálogo con el Presidente. No hay vencedores ni vencidos, sino caminos de tolerancia recíproca y de justicia, en suma, de madurez política en la democracia. Sin magias.