EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
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› Por J. M. Pasquini Durán
Durante la semana que termina, el micro-mundo político-institucional mostró con nitidez el contraste entre sus preocupaciones y las del movimiento popular. Desde el encuentro del lunes en La Pampa del presidente Eduardo Duhalde con los gobernadores del PJ hasta la derogación el jueves de la Ley de Subversión Económica, hubo una maratón de deliberaciones y de intrigas, matizadas con amenazas y extorsiones. ¿Cuál será la recompensa del gobernador radical Pablo Verani por ordenar el retiro de la senadora que hubiera dado al traste con la votación del jueves? El espectáculo de un Congreso encerrado entre vallas policiales externas y la fragmentación interior de los bloques que lo componen mostró, otra vez, la incapacidad del actual sistema de representación para enaltecer a las instituciones democráticas. A cada rato el Presidente repite que las sucesivas ofrendas a los deseos del Fondo Monetario Internacional (FMI) es el precio para reingresar al mundo que puede abrir nuevas oportunidades al progreso nacional.
Debería repasar la práctica de la llamada globalización, que se caracteriza por cerrar los accesos a los países de menor desarrollo porque todo sus esquemas económicos se basan en la reducción de costos, saqueando desde el medio ambiente hasta los derechos elementales de las personas. Incluso en los países ricos los pueblos son sometidos al dilema de elegir la satisfacción de las necesidades materiales a costa de renunciar a sus derechos. Los triunfos electorales de la derecha en Europa y la militarización de Estados Unidos expresan, entre otras cosas, las consecuencias de ese dilema mal resuelto. “Cuando son atacados los derechos de las personas, de los ciudadanos y de los trabajadores, los efectos son inevitables y negativos sobre el resto del sistema”, escribió hace poco el sindicalista italiano Sergio Cofferati, secretario de la CGIL, una de las tres centrales gremiales, y promotor de la movilización de tres millones de ciudadanos en contra de las políticas sociales del gobierno de Berlusconi, a la par de una huelga general como no se veía en ese país desde hace veinte años. Es el mismo Berlusconi al que Duhalde menciona como referencia para validar sus relaciones con el FMI.
Para completar la semana, el ministro Lavagna completó el diseño para una “salida” del corral financiero, cuyos términos serán insuficientes para los depositantes que querían la devolución en efectivo de los fondos incautados y para los banqueros que reniegan de cualquier responsabilidad en el estropicio cometido. Sobre estas endebles bases, el Gobierno piensa refundar un sistema financiero que defraudó a sus clientes y deshonró valores simbólicos del capitalismo, como el derecho a la propiedad privada. Es una aspiración tan abstracta como la de recibir inversiones frescas para la producción después de renovar el acuerdo con el FMI. ¿Quiénes tomarían esos riesgos en un país sin seguridad jurídica, con una casta política que no puede exhibirse en público sin recibir el repudio ciudadano, con partidos mayoritarios durante décadas que hoy están en trance agónico, y un gobierno que tiene los meses contados sin que ninguna fuerza o liderazgo de relevo aparezca en el horizonte con alguna chance de ganar la confianza de la mayoría popular? En estas condiciones, ninguna regla de juego puede ser estable. Hoy en día ni siquiera hay confianza para apostar a que la transición llegará hasta setiembre del año que viene; a lo más, dicen, con suerte y viento a favor llegaría a diciembre. Aunque el pronóstico fuera exagerado, esa convicción generalizada -alimentada por la ambición de un enjambre de proto-candidatos a la sucesión– ya es suficiente para acortar el período de la actual administración.
Mientras el canibalismo político actúa para colmar las aspiraciones del FMI, la protesta popular del último miércoles, promovida por la CTA y unarco de entidades y voluntarios que representan a los damnificados de la política del ajuste permanente, volvió a enarbolar la exigencia reiterada de cambios de rumbo. Desde las clases medias indignadas, los productores rurales, los empleados públicos, los defensores de los derechos humanos, hasta los piqueteros, los desempleados y los indigentes, mostraron la decisión de resistir la continuidad de estas opciones sin solidaridad ni cooperación y la necesidad de reformar desde la raíz las estructuras político-institucionales. El movimiento asume características novedosas en la manera de realizar la protesta que le permite dar cuenta de una realidad que no es sólo de Argentina, sino mundial. En diálogo epistolar con el sindicalista Cofferati, un dirigente de una entidad civil de base dejaba constancia de esos cambios también en la próspera Italia: “Las transformaciones productivas, la globalización de la economía y los mercados, la proliferación del trabajo autónomo, la menor incidencia cuantitativa del trabajo dependiente, sobre todo en fábrica, han determinado una ruptura de precedentes modelos, culturas y valores de referencia; los ideales sociales ya no derivan por entero de la propia ubicación laboral, sino de la ubicación territorial, que está conectada directamente en la temática de la ciudadanía” (La strategia dei diritti, L. Ciotti/S. Cofferati, en MicroMega, 2/02).
La comprensión del valor territorial como espacio de confluencia para la lucha es un mérito, entre otros, de la iniciativa de la CTA, amplificado ahora por la presencia de las asambleas vecinales activas que si bien han reducido el número permanente de participantes, continúan latiendo como elementos de referencia para cada barrio y van esparciendo experiencias de resistencia cívica. En lugar de transformarse en “profesionales de la solidaridad”, encuentran diferentes modos de afrontar las aspiraciones y las necesidades del vecindario, dando lugar a nuevas modalidades de relación intersectoriales y, en algunos casos todavía limitados, interclasistas. Son movimientos cívicos dispares, heterogéneos, que no tienen todas las respuestas, ni mucho menos, para las incertidumbres actuales, pero intentan la búsqueda. Es más de lo que hacen los profesionales de la política, aunque éstos sigan pisando fuerte en el caso de elecciones precipitadas. A pesar de las limitaciones del movimiento popular, su presencia ha sido bastante como para alarmar a los núcleos conservadores en la economía y en la política.
Por un lado, un puñado de empresarios de grupos económicos concentrados se reunieron en una flamante asociación (AEA), un grupo de presión o lobby destinado a influir en las decisiones del Gobierno y en el curso de los acontecimientos políticos. Al mismo tiempo, Ricardo López Murphy inició su campaña mediática para represtigiar al “modelo” neoliberal, mediante el trámite de acusar por traición a los sucesivos gobiernos de la democracia, preocupado porque en la sociedad cunde y se afirma la impresión del fracaso de ese esquema que este ministro fugaz quiere reimplantar en el país, si es posible a través de las urnas. En la cresta de la ola conservadora también trata de cabalgar Carlos Menem, proponiéndose como el hombre de confianza de la familia Bush, dispuesto a recuperar la banda y el bastón por el medio que sea posible. O sea, no le hace asco a nada. La misma disposición de Rodríguez Saá que viene por la revancha, aunque en la línea del populismo nacionalista que pregonó durante su breve mandato. El peronismo tiene varios aspirantes, pero ninguno con predicamento para alinear a los otros y los radicales tendrán que dar las gracias si sobreviven sin disolverse. El progresismo tiene candidatos pero sus bases todavía son más movimiento inorgánico que partidos o coaliciones premeditadas. Ese paisaje raquítico es el que prolonga la vida del actual gobierno de transición, además de los escollos legales que supone cumplir una de las consignas más populares (“Que se vayan todos”), poniendo en juego la totalidad de los cargos electivos en el país. Por lo mismo,Duhalde puede usar como argumento más convincente la amenaza de su renuncia.
Cada día que pasa, sin embargo, pesan menos las voluntades personales que el imperio de la realidad: la pérdida de salarios y de empleos, la inflación, el desabastecimiento, la especulación, la precariedad de los servicios, todos los elementos de la depresión que devoran a diario “la libra de carne” humana y toneladas de aspiraciones. Las leyes que entretienen a los políticos han dejado de tener importancia para la sociedad, porque sus efectos son estériles. Así pasa, por ejemplo, con la que limita la capacidad empresaria para reducir la planta de personal: en los seis meses de vigencia, acaba de prorrogarse por otro período igual, la desocupación siguió aumentando y los perjudicados no cobraron doble indemnización y, a veces, quedaron en la calle con sueldos y otras bonificaciones encerrados en la caja de la empresa. El abuso y la arbitrariedad serán la única ley hasta que la sociedad no se reencuentre a sí misma en una voluntad convergente. ¿Faltará mucho?