Sáb 03.12.2005

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

PODERES

› Por J. M. Pasquini Durán

De acuerdo con su estilo de poner el cuerpo al servicio del objetivo central de cada momento de su gestión, el presidente Néstor Kirchner salió a confrontar con las presiones inflacionarias que amenazan la estabilidad económica, provocan el descontento popular y opacan la calidad del apoyo que recibió en las urnas el 23 de octubre. En esta etapa, sin los recelos entre Roberto Lavagna y Julio De Vido, logró combinar a los ministerios de Economía y Planificación que, por el momento, no tienen otros compartimentos estancos que los funcionales y específicos de cada uno. Hizo más: extendió la responsabilidad por el control de precios a los otros niveles del Estado, gobernaciones e intendencias, y a las organizaciones no gubernamentales. Este tipo de movilización irrita la sensibilidad de los que piensan que se trata de un exabrupto populista, ya que para esas opiniones la participación democrática consistiría sólo en cumplir con las periódicas ceremonias electorales.
No es lo que opina el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), según se desprende de la conferencia anual de ese organismo, en México la semana pasada, que ratificó el informe de mil páginas sobre “La democracia en América latina” publicado hace un año y medio. Ese texto enfatizó lo que llama democracia de ciudadanía por encima de la democracia electoral. “El actor fundamental no es el votante”, señaló Elena Martínez, directora regional del PNUD. “Para tener una democracia sostenible, el centro de atención tiene que ser el ciudadano.”
En contraposición, la línea de pensamiento que hoy predomina en la administración norteamericana sostiene que “no se le puede pedir a la democracia que resuelva los problemas de la pobreza”. Frente a esta tesis, Naciones Unidas advierte que la consolidación de la democracia en América latina obliga a tener en cuenta la dimensión social y también el diálogo democrático, abierto a la comunidad, porque “nuestros poderes legislativos”, observó Martínez, “no siempre cumplen las expectativas de la ciudadanía” (en El País de Madrid, 02/12/05).
Si la pobreza no puede esperar respuestas de la democracia, ¿entonces, de quién? Del libre mercado, dirán algunos, o del mayor flujo de inversiones, garantizan otros, con un discurso repetido durante la década del ’90 y que todavía se escucha en los ámbitos conservadores. Aunque las evidencias que prueban las insuficiencias de tales afirmaciones son abrumadoras, aquí va otra: pese a que la huelga en Aerolíneas Argentinas afectaba al mercado y las inversiones, ¿pudieron estos factores por su cuenta resolver el conflicto? No, hizo falta la mediación gubernamental, con todo el peso disuasivo del Estado, pero sin represión.
En la administración de ese Estado que vuelve a recuperar roles que había perdido en los finales del siglo pasado, el debut de Felisa Miceli en la cartera de Economía fue auspicioso. De la mano del Presidente ingresó de cuerpo entero en un tema que la conmueve desde hace mucho tiempo: la justicia en la distribución del bienestar. En esta oportunidad puntual, se trata de la dimensión social del consumo en un mercado que crece con ímpetu pero distribuye con la pereza de un avaro. Por el momento, los resultados son expectativas abiertas, ya que no sería la primera vez que los acuerdos de precios por arriba no llegan a los bolsillos de los consumidores. Así no fuera éste otro desengaño, de todos modos la ministra está en los umbrales de ese enorme desafío que consiste en vencer el reparto regresivo de las riquezas nacionales. Ahora el Gobierno intenta ponerle límites a la especulación comercial, pero habrá que ver cómo actúa frente a la presión por aumentos salariales y, en un plano más general, por la redistribución de los ingresos sobre bases más equilibradas. No son pocos los que se ilusionan con una reforma tributaria que ponga las cosas en términos más adecuados con la actual disposición de la economía, aunque el debate es tan antiguo como la organización nacional. A principios de la década de 1860, hace siglo y medio, los agentes recaudadores calculaban que “por cada peso que se declara, uno y medio se esconde”. Aun antes, Tomás de Anchorena, en nombre de los terratenientes, abogaba por la solución del ajuste fiscal (disminuir los gastos del Estado) antes que pagar por lo que llamaba “capitales inmovilizados” (la tierra). Hasta el gobernador Rosas dicen que reconocía que “no había nada más cruel e inhumano que obligar a una persona que diera cuenta de sus riquezas privadas”. Los que la conocen a Miceli, experta en finanzas, le atribuyen pensamientos reformistas, pero aun los auspiciantes de los cambios reconocen la envergadura de semejante empresa.
Un informe del Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo de la Argentina (Cefidar) de julio de este año apunta: “Una concepción económica miope, pretendidamente ‘ortodoxa’ e incuestionable, sostenía que sólo desgravando y liberando de modo extremo al capital se generaría el ahorro local y las inversiones que el país requería. El resultado fue, en definitiva, el inverso al objetivo declarado: el capital local fugó, sistemáticamente, y fue reemplazado en buena medida por flujos desde el exterior, que nos legó una inmensa deuda externa y una extrema desnacionalización de la economía”. Y concluye: “Estas circunstancias, consolidadas durante un largo período de tiempo, acarrean –por ello mismo– dificultades extraordinarias a sortear para concretar las reformas necesarias. El desafío parece requerir la acumulación de un gran poder político-social (y también una eficaz inserción internacional del país en un escenario externo favorable)”. Dice más en el último párrafo de 175 páginas: “Esta tarea resulta impostergable y debería ser encarada con vigor y tenacidad aun cuando las chances de éxito, en caso de que se verificasen las condiciones locales necesarias, no estarán en definitiva desvinculadas del rumbo que tomen los acontecimientos globales” (La cuestión tributaria en Argentina, J. Gaggero y F. Grasso, 07/05).
Así que para acometer una reforma tributaria más equitativa harían falta “la acumulación de un gran poder político-social” y la debida inserción internacional, dos condiciones que al parecer forman parte de las convicciones presidenciales. Los frecuentadores de la Casa Rosada suelen afirmar que Kirchner piensa que esa acumulación todavía no está consolidada lo suficiente para desafiar el poder combinado de los núcleos concentrados de la economía, su influencia mediática y las alianzas con las organismos internacionales de crédito (FMI y Banco Mundial a la cabeza). Por eso, según parece, la energía principal de las políticas públicas para producir un aumento de los ingresos en el ancho espacio de la pobreza estará puesta en mejorar la calidad y cantidad de accesos a la educación y a la salud, dos caminos, además de empleos y salarios, para mejorar la calidad de vida de los que sufren tanta pésima vida.
Cierto es que ya ahora el tamaño de la influencia alcanzada por el Presidente escandaliza opiniones como la de la señora Carrió, que utiliza comparaciones con Hitler y Mussolini, para no mencionar a Perón que sonaría muy gorila, que no resisten los rigores académicos, o del veterano liberal Natalio Botana, alarmado por “la voluntad del Poder Ejecutivo de poner en juego sus recursos con el propósito de organizar un partido alternativo (algunos, con toda razón, podrían denominarlo movimiento) que haga las veces de bisagra entre pasado y presente” (“Cabo de tormentas”, La Nación, 01/12/05). ¿A qué se teme más: al retorno del pasado (peronista) o a su remoción por otro proyecto? En todo caso, valdría la pena considerar, sin prejuicios, en especial sin viejos prejuicios, las características de la propuesta en sus múltiples facetas, incluso en sus contradicciones y peligros, en sus desacordes y armonías, como un trampolín para impulsar iniciativas superadoras. Mientras tanto, aquello que sirve al bienestar general, ante todo a los que menos tienen, ¿por qué desecharlo?

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