EL PAíS › UNA MIRADA SOBRE LA PRIMERA SEMANA DE EVO
El discurso de asunción de Evo Morales, sin desperdicio. La simbólica reunión con Lagos y una expectativa de empezar a resolver un conflicto secular. Michelle y Evo, diferencias y semejanzas. Repsol mete la cola, acá y allá. Y algo sobre los usos del escepticismo.
Nada hubo de banal ni de ganga en el largo discurso que pronunció Evo Morales cuando asumió la presidencia. A pura política, Morales reafirmó su identidad, recorrió su historia, designó adversarios, señaló a sus enemigos. Les habló a sus compañeros, a sus compatriotas, a los indígenas de otros países, a los blancos del mundo, a la comunidad internacional. Nadie que lo haya escuchado puede ignorar cuáles son sus raíces, sus banderas, sus compromisos. Ni pasar por alto su condición de cuadro político. Ese bagaje no le bastará al presidente boliviano para estar a la altura de los compromisos que hidalgamente asumió, pero sin esos requisitos más le hubiera valido no haber jurado siquiera.
El comienzo del siglo XXI puede alumbrar una nueva Bolivia, por la aparición de la riqueza gasífera y por la irrupción (plena de legitimidad democrática y moral) de su primer mandatario indígena. Tamaña es la tarea reparadora que debe realizar en una sociedad injusta y discriminadora, un gobierno cuyos cuadros adolecen de una flagrante falta de experiencia de gestión.
Bolivia ha sufrido mutilaciones territoriales tremendas, a manos de todos sus países limítrofes. La más grave, no en extensión sino en sus alcances geopolíticos y culturales, es la pérdida de la salida al mar, producto de una derrota militar con Chile, corolario de una de las tantas guerras que perdió Bolivia ante sus vecinos. El tratado que consagró esa situación tiene más de un siglo y la falta de una resolución pacífica de ese entuerto es una deuda que, acaso, haya encontrado el momento de ser saldada.
Uno de los varios gestos plenos de simbolismo que se vieron en Bolivia, no muy relatado por la prensa argentina, fue la visita del presidente chileno Ricardo Lagos a la humilde casa de su flamante par boliviano. La enconada situación entre ambos países, que tienen rotas sus relaciones se había agravado en los últimos años. Un intercambio verbal muy drástico entre Lagos y el ex presidente Carlos Mesa en Monterrey fue un pico de un antagonismo muy marcado.
La invitación al presidente chileno, tanto a la jura como a la “morada” de Evo, fue una señal promisoria. La austeridad franciscana con que vive un líder popular conmovió, cuentan circunstantes del encuentro, a los gobernantes chilenos, oriundos de una izquierda erudita y de matriz militante pero cuyos cuadros hace años están acostumbrados a otros mobiliarios y otros fastos.
En su discurso de asunción Morales rescató las reivindicaciones históricas de Bolivia pero fue muy riguroso en no utilizar las expresiones más agresivas para los chilenos. Y, poniendo el cuerpo a su verbo, se comprometió a asistir a la asunción de Michelle Bachelet, el 11 marzo en Santiago de Chile. Ambos tendrán que vérselas con uno de los conflictos más viejos y odiosos de América del Sur. Y como en tantas otras cosas, es dable suponer que son los que tienen las mejores chances de plasmar avances consistentes o una resolución. Si ellos no lo logran...
La médica emergente de una calificada elite política y el dirigente cocalero llegado desde el llano en un lapso asombrosamente breve corporizan dos novedades cuyas diferencias son notorias, a primera vista. Una ojeada más atenta también revelaría signos comunes.
Bachelet tiene mucho de continuidad en la saga de la Concertación, pero su surgimiento contiene semillas de cambio. Su condición de mujer, cierta frescura expresiva, un lenguaje mucho más llano que el de Lagos, son simientes de novedad. Es mucho más la presidenta de la gente que la de la dirigencia de su coalición. “Lagos es un estadista que tiene un gran manejo de las cuentas. El efecto de un liderazgo tiene algo de paternalista y ciertamente mucho de desmovilizador”, comenta un circunstante del presidente que se va y de la presidenta que viene. En un sistema político instalado y sereno, la candidatura de Michelle reinstaló actitudes militantes que parecían olvidadas para buena parte de la izquierda chilena. Cuando terminó la votación en la segunda vuelta y a la espera de cómputos consistentes, las transmisiones televisivas chilenas mostraron el escrutinio en algunas mesas (una costumbre que en Argentina no se estila). Las diferencias solían ser similares a las que reflejó el resultado final, claro pero ajustado a favor de la Concertación. Los festejos de los votos marcaban un spread mucho mayor, el aplausómetro para los votos a Michelle multiplicaba al de Sebastián Piñera. Un clima militante, muy renovado generacionalmente, da calidez inaugural a la nueva gobernante de una de las democracias (para bien y para mal) más templadas de este sur. El asedio de una derecha presentable (representada por Piñera) y de otra con arraigo en los sectores más humildes (que aún los tiene el pinochetismo) ha de servirle de acicate. En una democracia estable, una oposición que acecha es un estímulo insuperable para incitar a los oficialismos satisfechos.
El gas no podía estar ausente en el más que amable diálogo que sostuvieron Lagos y Morales. El chileno explicó que su país no tendría problemas en pagar en el futuro el precio internacional del fluido, por cierto si se garantizan condiciones de volumen y de estabilidad. Y que, a la vez, Chile no está acuciado por la necesidad del gas boliviano. Como consecuencia de la crisis energética que afrontó Argentina en 2004, Chile ha resuelto diversificar sus compras. El gas licuado es una de las posibilidades que avanzan, resentida la relación con Argentina. Y la construcción de un puerto de aguas profundas operable en dos o tres años, una consecuencia de esa apertura al mundo.
Un flujo permanente de un país limítrofe es siempre una alternativa deseable, pero en la estrategia chilena no es imprescindible.
Así las cosas, con Bolivia fortalecido con su nuevo recurso económico, la salida al mar es un tema esencialmente político para cuyo progreso los gestos políticos son esenciales. La traza posible se viene estudiando desde 1950. Y mucho más que en cualquier otro momento es factible la cooperación internacional. Bolivia recuperó peso en la escena regional y aun para Estados Unidos la paz que prima en Sudamérica es un objetivo deseable. El subsecretario de Asuntos Hemisféricos Tom Shannon también fue huésped en la vivienda de Evo, exteriorizando una conducta sideralmente distinta a la de anteriores embajadores de su país, que fungieron como émulos trasplantados de Spruille Braden.
El momento más cercano a un arreglo entre Bolivia y Chile fue entre 1975 y 1978, cuando los dictadores Hugo Banzer y Augusto Pinochet arrimaron posiciones e incluso se abrazaron en 1975, en la localidad fronteriza de Charaña. En la prospectiva del tirano chileno primaba la hipótesis de conflicto bélico con la Argentina y la necesidad de cerrarse algún frente. El proyecto no cuajó y sería más que deseable que fueran dos gobernantes ungidos por el voto popular y que encarnan anhelos de renovación de sus pueblos (variables en su magnitud pero innegables) quienes lograran un acuerdo.
Dale gas
Uno de los mandatos asumidos por Morales es la reparación histórica a las mayorías oprimidas de su país. Esa regeneración no puede sino ir de la mano con la integración territorial de Bolivia, su inserción en la región y los primeros pasos de su desarrollo económico, sólo accesibles merced a una sensata y digna política energética. Las virtualidades existen, catalizadas por la existencia de intereses económicos compatibles con los países de la vecindad. Más allá de sus necesidades locales, para Argentina y Brasil no es indiferente que el gas de Bolivia “quede” en el sur o se vaya a otras latitudes. “Los tiempos han cambiado, en otras épocas Argentina hubiera jugado en pos del secesionismo de Tarija y Brasil del de Santa Cruz de la Sierra”, compara, para bien, un diplomático de un tercer país de la región.
Claro que Brasil y Argentina tienen intereses diferentes y distinta vinculación con Bolivia. Brasil es un gran adquirente de su gas. Argentina compra una cantidad mucho menor. Petrobras es un bastión del Estado brasileño en Bolivia. Argentina, en su banal versión del neoconservadurismo, entregó su empresa estatal de energía, algo que jamás se pensó en Brasilia. Chile tampoco incursionó en ese despropósito respecto del cobre.
Observadores y técnicos avezados consideran improbable que Repsol o Petrobras se retiren de Bolivia. El costo hundido que implican las instalaciones es enorme y propicia más quedarse aceptando chubascos que ahuecar el ala. En ese sentido, el (tonante) anuncio de la petrolera española de esta semana debe leerse como un necesario sinceramiento ante sus accionistas, como una toma de posición ineludible de cara a negociaciones largas y peliagudas antes que como una ruptura definitiva.
Para el gobierno argentino, la teleconferencia de Antonio Brufau fue una enorme sorpresa. El primer recelo oficial fue que Repsol anunciara recortar sus inversiones de cara a los siete años de concesión que tiene por delante. Cuando los españoles negaron esa especie, cierta tranquilidad cundió en el Gobierno, que parece dar crédito a la versión que asegura que, amén de un blanqueo, la movida incluye un ajuste de cuentas entre la actual administración de Repsol y la precedente. La primacía de ese criterio explica el estentóreo (e inusual para sus hábitos) silencio del Gobierno ante una jugada tan brutal de una corporación de fuste. Jugada que revela, para empezar, poca seriedad de sus estimaciones previas. Habrá que ver si esa línea continúa. Coyunturalmente, el secretario de Energía, Daniel Cameron, suspendió las breves vacaciones que le habían sido dispensadas y habilitó una frondosa agenda a partir de mañana mismo.
Destellos y oportunidades
Todos somos parientes de nuestros contemporáneos de otras familias, acaso más que de nuestros ancestros. Solemos desconocerlo, con la visión distorsionada por la excitación del día a día. Pero la simultaneidad de los fenómenos, que también obra como interinfluencia, amén de demostrar que el cambio es necesario y requerido por los pueblos, tal vez sugiera que es posible.
Ninguna dictadura hubiera llevado a una mujer o a un indígena a la presidencia. Esos encomiables precedentes tampoco acontecieron en tiempos de insurgencia revolucionaria. Evo y Michelle llegaron en el marco de las democracias representativas cuyos tiempos a veces parecen dilatarse demasiado y cuyas rutinas a veces aburren. Pero tamaños cambios acontecieron en paz, acunados por mayorías impactantes, nimbados de gran legitimidad, apuntalados por Parlamentos amigables. Una nueva gobernabilidad cunde por aquí, para estupor de “los mercados” y del Departamento de Estado cuyos respectivos voceros callan o tartamudean como pocas veces lo han hecho antes.
La política tiene el formidable don de generar escenarios novedosos, de alterar inercias, de hacer verosímil lo que era increíble o accesible lo que no era ni virtual.
Puede sonar contracorriente este discurrir en tiempos en los que el escepticismo es una moda o un hijo bastardo de un realismo mal entendido. Es sencillo (para intelectuales desolados o taxistas ramplones) presuponer que todo lo que pasa está inhabilitado desde el vamos. Que Evo será, indefectiblemente, un converso como Carlos Menem o el Cholo Toledo. Es claro que eso puede ocurrir, con las variantes del caso. Pero es también claro que algunos cambios han ocurrido en las conciencias, en la economía, en las urnas. Y que la política, en este caso de la mano de la movilización popular, ha habilitado una ventana de oportunidad. El futuro, entonces, no está signado ni para bien ni para mal. Dependerá de la destreza y dignidad de los líderes. Y de que los pueblos (tal como reclamó Evo) hagan su parte, acompañándolos cuando aciertan y empujándolos cuando planten retranca.
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