› Por José Pablo Feinmann
Pareciera que la primera encíclica de Benedicto XVI desconcertó a muchos. Los propios hombres del catolicismo se sorprenden al encontrarse con un Papa que se entremete con el tema del amor, del eros. Benedicto (si se me permite esta confianza, esta llaneza de llamarlo así nomás, por su nombre, cosa que no revela, de mi parte, afecto sino un ejercicio inicial y necesario de des-sacralización, dado que aquí, en la Tierra y en su irredenta historia, somos todos iguales, no ante Dios sino ante nosotros mismos) le añade al eros el ágape y con eso intenta suavizar la cuestión, adecentarla ante la sensibilidad siempre crispada de sus seguidores más ortodoxos. La encíclica –según nadie ignora– se llama Deus caritas est (Dios es amor). Esta idea, que proviene del Nuevo Testamento y de un bello texto de San Juan, consiste en entender a Dios, no como el Dios de la Justicia del Antiguo Testamento sino como el Dios del amor. Si algo trae de nuevo la desgarrada y trágica figura del Cristo en la Cruz es buscar la unidad entre los hombres por medio de ese estado del alma. No obstante, este cristianismo de los orígenes, este cristianismo del amor, fue negado por el cristianismo estamental, por el cristianismo del poder, que reemplaza el amor por el dogma, por la autoridad de la Iglesia y hasta por el castigo, por la tortura y el fuego de la purificación inquisitorial.
(Este cristianismo secular y dogmático ya no lee el calvario de Jesús como un acto de amor sino como la tortura esencial, fundante, que permite torturar desde ese sufrimiento.) Es contra este cristianismo que habrá de volverse el iracundo loco de Turín, Nietzsche. “Nietzsche”, escribe Heidegger, “no entiende por cristianismo la vida cristiana que tuvo lugar una vez durante un breve espacio de tiempo antes de la redacción de los Evangelios y de la propaganda misionera de Pablo. El cristianismo es, para Nietzsche, la manifestación histórica, profana y política de la Iglesia y su ansia de poder dentro de la configuración de la humanidad occidental y su cultura moderna” (Heidegger, “La frase de Nietzsche ‘Dios ha muerto’” en Caminos de bosque, Alianza, p. 199). Sería injusto con Nietzsche citar sus terribles frases contra el cristianismo extrayéndolas de su contexto. Para él, ya sea en textos elaborados (pensemos en el Zaratustra) o en aforismos escritos a martillazos (pensemos en las páginas devastadoras de El Anticristo), el cristianismo mata en el hombre sus instintos potentes, aquellos que lo pueden llevar más allá de sí mismo y transitar esa delgada línea entre el animal y el Superhombre. De este modo, escribe: “El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el Superhombre: una cuerda sobre un abismo”. Y también sabe expresar con claridad y belleza la elección de la inmanencia, del amor a la tierra y el odio a toda postulación de un más allá celestial: “Yo amo a quienes no buscan tras las estrellas alguna razón para desaparecer o para inmolarse sino que se ofrendan a la tierra para que algún día ésta sea del Superhombre” (esta cita y la anterior pertenecen al Zaratustra). No creo que Ratzinger (apellido de Benedicto XVI que suele sufrir variantes, según interpretaciones que señalan hechos oscuros y hasta pasmosos de su pasado) pueda rebatir a Nietzsche con facilidad. Si Nietzsche, según bien lo interpreta el Papa, acusa al cristianismo de hacer del sexo un vicio, de convertir, con sus preceptos y prohibiciones, en amargura y culpa lo más hermoso de la vida, es decir, el eros y el instinto que lo estamental siempre mata, es porque visualiza a la Iglesia como un poder terrenal y no celestial. La Iglesia es un Estado entre los Estados y los Estados sofocan en el hombre de la voluntad de poder su ardor por la vida. Todo Estado es antinatural porque destruye en los hombres sus instintos genuinos. Hobbes, Rousseau son enemigos del ideal del hombre superior. Ni hablar el cristianismo y su miel de la compasión y la piedad. “Todo lo que un hombre hace para servicio del Estado repugna a su naturaleza” (La voluntad de poder, fragmento 714). El Estado es fruto del hombre gregario, del hombre medroso, de quien no puede trascenderse en busca de lo superior, del espíritu de lo aristocrático. Nietzsche anticipa la noción freudiana de malestar en la cultura: el hombre que ahoga, maniatándose, sus instintos para ser parte de la comunidad. El instinto del amor incestuoso es incluso el más poderoso que Freud encuentra destruido en el hombre. A este hombre Nietzsche lo reduce a la manada, a la moral de los esclavos. “El cristianismo (escribe, ahora sí, en El Anticristo) no puede tener disculpa (‘) ha proscripto todos los instintos fundamentales (‘) y ha destilado de esos instintos el mal (‘) El cristianismo se ha puesto del lado de todo lo débil, de todo lo bajo, de todo lo fracasado, formando un ideal que se opone a los instintos de conservación de la vida fuerte.”
Cierto es que Benedicto XVI habla del eros, pero no en vano lo devalúa con esa desleída (aunque ingeniosa) compañía del ágape. Este concepto (que significa, antes que “amor al prójimo”, una remisión a la comida en común de los primeros cristianos), busca introducir en el eros la miel tediosa de los conventos. (Esa miel tediosa, todos lo sabemos, pues ha trascendido en los medios y esto no tiene retorno, es una impostura, ya que en varios conventos han soplado tormentas de sexo irreprimible.)
El Papa (o Benedicto XVI o Joseph Ratzinger, teólogo de 79 años) insiste en señalar que el sexo se ha transformado en mercancía. Pastor obstinado, lo que él propone es un eros que pueda remontarnos en éxtasis hacia lo divino, “llevarnos más allá de nosotros mismos”. Habría aquí cierta semejanza con Nietzsche. En la idea de trascendencia, digo. Pero Nietzsche postula una trascendencia de la voluntad de poder, empujada por el eros, dentro del devenir de la vida. El hombre superior, contrariamente al hombre gregario que se realiza en el Estado o en la Iglesia, no anhela lo divino celestial sino la trascendencia en busca del Superhombre. Ratzinger (y atención aquí) encuentra su mejor momento cuando señala que el eros, degradado a puro sexo, se convierte en mercancía. ¡Qué palabra peligrosa, Benedicto! Pero sigamos. El puro sexo “se convierte en mercancía, en simple objeto que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía”. Que las relaciones entre hombres, bajo el capitalismo, son relaciones entre cosas es una vieja verdad que un gran filósofo estableció hace tiempo, en el siglo XIX. Ratzinger podrá decir que el “sueño marxista” ha muerto. (¿Qué sueño no murió? ¿Qué sueños tendremos derecho a soñar otra vez? He aquí el enigma de nuestro tiempo.) Sin embargo, el Papa ha coincidido con Karl Marx, quien, en su célebre parágrafo sobre el carácter fetichista de la mercancía y su secreto (El Capital, tomo primero, p. 87), establece que las relaciones entre hombres, al transformarse en relaciones mediadas por las mercancías, se “ponen de manifiesto como lo que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales trabadas entre las personas mismas sino (‘) como relaciones propias de cosas” (p. 89). Este texto genial del pensamiento humano se prolonga en los análisis de la coseidad en Lukács y de lo óntico en Heidegger, quien, se dice, tenía Historia y conciencia de clase de Lukács sobre su escritorio cuando escribía Ser y Tiempo. ¿Tendría Ratzinger sobre su escritorio El Capital al escribir sobre las relaciones del eros transformadas en mercancías? ¿Se ha desvanecido el sueño marxista o, al menos, Marx sigue tan vigente hoy como en 1848 o en 1867?
Dado a las confesiones, deseoso de sincerarse (aunque no en todo, ya veremos), Ratzinger concede que su encíclica tiene como fin oponerse a la tendencia actual de ignorar a Dios. ¿Y si fuera Dios quien nos ignora a nosotros? Woody Allen, ese metafísico neoyorquino, dice que Dios no juega a los dados con el Universo, como afirma Einstein, sino a las escondidas. El tema del silencio de Dios atormenta a los hombres religiosos y motivó más de una buena película de Ingmar Bergman. Ratzinger, también, dice “quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros”. Y otra vez Woody Allen es quien responde: “Habría que hacerle un juicio a Dios por lo mal que ha hecho su trabajo” (en Todos dicen te quiero, Every One Says I Love You, 1996).
Ahora sí: el tema incómodo. Su relación con el nazismo oscureció la vida de Heidegger. Se le exigió una autocrítica que nunca realizó. ¿Tan inocente es la participación de Benedicto XVI en las Juventudes hitlerianas? ¿Sólo le basta decir que era muy joven para liberarse de esa mancha ilevantable? ¿No debería enfrentar con decisión y razones (si las tiene) ese tenebroso tránsito por el Infierno? Escribo estas líneas a pocas horas de haber cenado con un crítico de literatura italiano. Ahí, en Italia, más precisamente en Roma, está Benedicto. El crítico italiano se me transforma en una fuente de primer orden. Me dice: “Le dicen, al Papa, no Ratzinger sino Natzinger”. Le dicen “il pastore tedesco”. Se cuenta, de él, el siguiente (estremecedor, durísimo) “chiste”. Alguien, defendiendo a Ratzinger, dice: “¿Cómo va a ser nazi el Papa, si su padre murió en Auschwitz?”. “¿En serio?” “Sí, se cayó de una Torre de Vigilancia.” Este Ratzinger juvenil, hitlerista, habrá conocido otros textos de Nietzsche que los nacionalsocialistas no necesitaron malinterpretar para hacerlos propios. El Ratzinger juvenil habrá, sin duda, conocido los más tenebrosos pasajes de “La genealogía de la moral” y los habrá aceptado o tolerado sin pesar alguno: “Resulta imposible no reconocer, a la base de todas estas razas nobles, al animal de rapiña, la magnífica bestia rubia, que vagabundea codiciosa de botín y de victoria”. O también habrá leído, Ratzinger, apenas unas líneas más abajo, el texto en que Nietzsche plantea al alemán como el terror de los europeos, ese terror “inextinguible con que durante siglos contempló Europa el furor de la rubia bestia germánica” (parágrafo 11, p. 55, Alianza).
¿No hará falta otra encíclica? ¿No tendrá este teólogo una explicación para esa mancha voraz de su pasado? ¿No podrá quitarnos el temor de algún rescoldo quemando su presente, de alguna brasa no extinguida?
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