Dom 05.02.2006

EL PAíS  › LA CRISIS EN LA IGLESIA ARGENTINA

Debajo de la frazada

El obispo Uriona fue detenido cuando el cardenal Bergoglio estaba en Roma para discutir la designación de obispos. El casus belli es el nombramiento en Rosario de José Luis Mollaghan, en lugar del propuesto Agustín Radrizzani. Precisamente Bergoglio y Radrizzani fueron quienes consagraron obispo a Uriona. Esta coincidencia profundiza la crisis dentro del Episcopado, donde Bergoglio no logra afirmar una hegemonía, y en su relación con Roma. Inminentes novedades sobre Baseotto y el tráfico de bebés.

› Por Horacio Verbitsky

La detención del obispo de Añatuya Adolfo Uriona no pudo producirse en peor momento para el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, cardenal Jorge Mario Bergoglio. El arzobispo de Buenos Aires viajó a Roma con la intención de discutir la política de designación de nuevos obispos por parte de la Santa Sede, que no tiene en cuenta las sugerencias del Episcopado argentino. Entre otros casos, Bergoglio se proponía expresar molestia por la designación como arzobispo de Rosario de José Luis Mollaghan, quien no figuraba entre las propuestas enviadas a Roma. El candidato preferido de la conducción eclesiástica argentina era uno de los vicepresidentes de la Conferencia Episcopal, Agustín Radrizzani. Precisamente Bergoglio y Radrizzani fueron quienes consagraron obispo al marplatense Uriona, el primer miembro de la obra de Don Orione en alcanzar esa jerarquía.

Sin video

El nuevo escándalo sexual en el que aparece involucrado un obispo muy próximo al núcleo de la actual conducción episcopal, como también lo era Juan Carlos Maccarone, no fortalece la posición de Bergoglio en la lucha por el poder interno sino la de su principal adversario dentro del Episcopado, el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, cuyos contactos políticos dentro y fuera del Vaticano son los mismos que hicieron llegar a manos apropiadas la filmación de las relaciones íntimas de Maccarone con un desocupado santiagueño. Esa prueba documental cortó de cuajo cualquier discusión. Maccarone denunció que el video era parte de una extorsión y quedó en evidencia que sectores del poder político y económico provincial se habían servido del episodio para sacarse de encima a un dirigente que por el influjo de la institución que representaba, aglutinó la dispersa oposición contra un estado de cosas oprimente. La Santa Sede lo relevó de inmediato de su responsabilidad y luego de un breve lapso dispuso que saliera del país.

Ahora, en cambio, sólo se trata de la palabra de la presunta abusada, en contra de la del prelado. La mujer dijo que se despertó sobresaltada en el transporte colectivo que la conducía hacia Córdoba, porque su vecino de asiento le había introducido la mano por debajo del short y de la bombacha y le acariciaba el clítoris con movimientos ascendentes y descendentes. Según la versión que la policía cordobesa transmitió al diario La voz del interior, monseñor Uriona explicó que sólo había intentado acomodarle la frazada que la cubría. Sin la contundencia de una filmación, las actuaciones judiciales deberán determinar si las cosas ocurrieron como las denunció de viva voz la mujer, o sólo constituyeron un acto de cuidado paternal, según la defensa del acusado. El fiscal Alejandro Moyano pidió a la empresa transportista la nómina de los pasajeros de ese servicio, para interrogarlos acerca de lo que vieron y oyeron. El conductor del vehículo avisó por teléfono lo que sucedía a bordo y por eso al llegar a Córdoba la policía detuvo de inmediato al presunto abusador, quien recién entonces se dio a conocer como jerarca de la Iglesia. El jefe del distrito 1 de Policía, Osvaldo Folli, dijo que cuando lo llevaron a la comisaría policial, Uriona “se sentó en una silla, se puso a rezar y le pidió perdón a Dios”. El abogado Marcelo Ferrer Vera, enviado en defensa del obispo por la curia cordobesa, explicó que esa actitud se debía al estado de confusión en que se sintió Uriona por los injustos cargos en su contra y negó que implicara admisión de culpabilidad. El vicario general de la diócesis de Añatuya, monseñor Hernán González Cazón dijo que se trataba de una infamia y que la denuncia “es un relato obsceno”. Descartó que Uriona fuera a renunciar a su cargo y deploró que “lo han metido preso como un sinvergüenza”. Añatuya es una ciudad de 12.000 habitantes, cuya principal institución es el Obispado. Uriona es su tercer titular, luego de Jorge Gottau y Baseotto. El obispado posee unos veinte edificios en los que presta importantes servicios sociales y llegó a tener 300 empleados y casi un centenar de vehículos. El río Salado separa a las diócesis de Añatuya y de Santiago del Estero. Añatuya comprende los departamentos más pobres y menos poblados de la provincia, en el Chaco santiagueño. Las Necesidades Básicas Insatisfechas rondan el 70 por ciento, casi el doble que el promedio nacional. El clientelismo es más acentuado allí que en el resto de la provincia.

Líneas internas

Las fuentes eclesiásticas próximas a la conducción de Bergoglio sugieren que pudo tratarse de una provocación, debido al compromiso de Uriona con el movimiento de los Sin Tierra de Santiago del Estero. Una afirmación similar provino de ese sector cuando se produjo la defenestración de Maccarone, e incluso hubo movilizaciones en su apoyo. Ambos obispos se habían pronunciado en favor de la reforma constitucional propuesta por los gobiernos que sucedieron a la larga siesta feudal del juarizmo y privilegiaban la relación con los sectores populares y no con los factores tradicionales de poder de la provincia. Maccarone sucedió en Santiago al obispo Gerardo Sueldo, muerto en un choque en la ruta luego de denunciar que el gobierno de Carlos Arturo Juárez grababa sus sermones y sus conversaciones telefónicas, por sus constantes denuncias en contra de los abusos del poder oficial. Del mismo modo murieron en 1976, 1977 y 1984 los obispos Enrique Angelelli, Carlos Horacio Ponce de León y Alberto Pascual Devoto y sobrevivió al impacto en 1982 Vicente Zazpe, todos ellos enrolados en las corrientes postconciliares más nítidas de la Iglesia. Los familiares de Sueldo afirman que fue asesinado y reclaman la reapertura de la causa judicial. A diferencia de Sueldo, Baseotto desalentó cualquier intento de rebelión contra el juarizmo.

Otra designación que molestó al Episcopado argentino fue la de Fabriciano Sigampa como obispo de Resistencia, en reemplazo del jubilado Carmelo Giaquinta. La inquietud de Bergoglio se acentuó al trascender la inminente designación de Monseñor Oscar Domingo Sarlinga, actual Obispo auxiliar de Mercedes-Luján, como sucesor de Rafael Rey en la importante diócesis de Zárate-Campana. Las plegarias de Bergoglio no fueron atendidas: el viernes se concretó la designación de Sarlinga. El alejamiento de Rey se produjo cuando aún le faltaban dos años para cumplir los 75 que tornan obligatoria la presentación de la renuncia. También es inminente el nombramiento de nuevos obispos de Azul y Corrientes en reemplazo de Emilio Bianchi di Cárcano y Domingo Castagna, quienes ya llegaron a los fatídicos 75 años. Al producirse esos reemplazos, los únicos obispos remanentes del Episcopado de tiempos de la dictadura serán el Eparca de los armenios Vartán Waldir Boghossian, de nacionalidad brasileña y de bajísimo perfil en la política eclesiástica, y el obispo de San Isidro Jorge Casaretto, quien apenas tiene 69 años.

A través de voceros oficiosos, Bergoglio acusa por estas operaciones a Esteban Caselli, un ex funcionario de los gobiernos de Carlos Menem y Eduardo Duhalde, designado gentilhombre del Vaticano por su relación especial con el Secretario de Estado, cardenal Angelo Sodano y su sustituto, el obispo argentino Leonardo Sandri. Bergoglio teme que en el próximo consistorio, Sodano y Sandri consigan que el papa Benedicto cree cardenal a Aguer. Bergoglio sindica como conservadores a los elegidos, lo cual por contraste calificaría como progresista a su propio sector. Estas definiciones, tomadas de la política laica, son imprecisas para describir la política religiosa. Por ejemplo, Mollaghan fue designado secretario de la Conferencia Episcopal en 1996, junto con la nueva conducción episcopal que ese año integraron Estanislao Karlic, Emilio Bianchi di Cárcano y Eduardo Mirás, que fue presentada entonces como modelo de renovación progresista, luego de casi medio siglo en el que la conducción rotó entre los integristas Antonio Caggiano y Adolfo Tortolo y los conservadores Raúl Primatesta, Juan Carlos Aramburu y Antonio Quarracino. Más notable aún es el caso de Sigampa. Este presunto conservador era diácono de El Chamical cuando el obispo era Enrique Angelelli, quien lo ordenó sacerdote en 1970. “Cristo vive pisoteado y humillado en la persona de nuestros hermanos llanistas” sostuvo una declaración firmada entonces por Sigampa, que enumeraba las penurias de comunidades que ni siquiera tenían agua y celebraba a Facundo, el Chacho Peñaloza y Rosario Vera Peñalosa, que “se jugaron hasta derramar su sangre por la liberación”. En sentido inverso, la presentación de Maccarone como progresista sólo puede sostenerse con la deliberada omisión de sus posiciones en momentos críticos de la historia eclesiástica argentina. El 30 de julio de 1974, a un mes de la muerte de Juan D. Perón, el entonces obispo de Lomas de Zamora, el tradicionalista Desiderio Collino, pidió a Tortolo que la Comisión Permanente incluyera en su temario la influencia del socialismo marxista sobre sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos y ofreció para exponer sobre la “infiltración del socialismo” al joven teólogo de su diócesis Juan Carlos Maccarone para que los ilustrara sobre esa preocupante situación.

En realidad la disputa entre Bergoglio y Aguer se remonta a los primeros años de la década pasada, cuando ambos se disputaban como obispos auxiliares el favor de Antonio Quarracino, el entonces arzobispo de Buenos Aires. Quarracino prefirió a Bergoglio, quien en 1997 fue nombrado arzobispo coadjutor con derecho a sucesión. Cuando asumió, en febrero de 1998, radió a Aguer, quien debió conformarse con el Arzobispado de La Plata, que asumió en junio de ese mismo año. Pero desde allí, Aguer cubrió las espaldas de los socios laicos de Quarracino, como el banquero Francisco Trusso, procesado por la estafa a los ahorristas del Banco Crédito Provincial de La Plata. Mientras estuvo prófugo de la justicia, Trusso se escondió en la casa de una hermana de Monseñor Sandri y Aguer firmó la fianza que le permitió salir de la clandestinidad.

Del Patronato al Concordato

El patronato regio, por el cual la Santa Sede concedió a la corona española la facultad de crear diócesis y designar a sus titulares en las nuevas tierras conquistadas, fue reivindicado por los gobiernos republicanos. El procedimiento constitucional sancionado en 1853 establecía que el Senado elevaba una terna de sacerdotes de la que el Poder Ejecutivo escogía uno y solicitaba su nombramiento al Papa. Una vez que el Vaticano se pronunciaba, el Senado debía dar su acuerdo a la carta papal de designación y el obispo así consagrado jurar lealtad a la soberanía de la Nación. Esta fórmula permitió un modus vivendi sin demasiados sobresaltos hasta el último cuarto del siglo XIX, dentro de un esquema galicano, por el cual la Iglesia argentina tenía una amplia autonomía respecto de la Santa Sede. Pero el Concilio Vaticano Primero de 1870, que proclamó la infalibilidad del Papa; el giro conservador con que Pío IX respondió a la pérdida de los Estados Pontificios como consecuencia de la unidad de Italia, y las reformas secularizadoras impulsadas en la Argentina por el presidente Julio A. Roca acabaron con esa convivencia. La romanización de la Iglesia implicó un férreo centralismo papal y una actitud confrontativa con la elite liberal. Roca llegó a expulsar al Nuncio Vaticano Luis Matera en 1884 por su activa militancia en contra de las leyes laicas.

Otra gran crisis se produjo en 1923, cuando el presidente Marcelo de Alvear propuso como arzobispo de Buenos Aires a monseñor Miguel de Andrea, pero el papa Pío XI no lo aceptó, sin dar explicaciones. Alvear rechazó la renuncia que le presentó De Andrea e hizo saber al Vaticano que no propondría un nuevo candidato. Luego de tres años de tensión, que incluyeron la expulsión del Nuncio Apostólico Giovanni Beda Cardinale, el propio De Andrea negoció un avenimiento en Roma, por el cual Alvear aceptó proponer en su reemplazo al anciano franciscano José María Bottaro y Hers, como quería Pío XI. Si el gobierno hubiera escogido a cualquier otro candidato, el Papa tenía decidido designar en forma directa al arzobispo de Buenos Aires y a los de otras cuatro diócesis que estaban vacantes.

La Iglesia apoyó la reforma constitucional peronista en el entendimiento de que la Convención Reformadora sancionaría la propuesta eclesiástica de suprimir las facultades del Presidente y el Congreso en ejercicio del Patronato y eliminar la referencia a la soberanía del pueblo del artículo 33, reemplazándola por “el reconocimiento del origen divino del poder”. Pero la Constitución promulgada en 1949 defraudó esas expectativas y mantuvo sin cambios el Patronato. La Iglesia recién pudo avanzar en la dirección buscada después del golpe militar que derrocó a Perón. En 1957 la Santa Sede firmó con la dictadura del general Pedro Eugenio Aramburu y el almirante Isaac Francisco Rojas la creación del Vicariato General Castrense. En enero de 1958, Pío XII compuso una oración para que la rezaran los militares argentinos, a quienes definía como soldados cristianos: “Velamos a fin de que no sea alterado el imperio de la ley y de la justicia, y aseguramos el orden y la paz que son indispensables para que la Patria viva tranquila”. Dirigida a las Fuerzas Armadas que un año antes habían fusilado a opositores en defensa de un gobierno de facto, la oración convalidaba el rol policial que en las dos décadas siguientes devastaría a las Fuerzas Armadas y, a través de ellas, a la Nación Argentina.

Aramburu derogó por decreto la Constitución Justicialista de 1949 y convocó a una convención reformadora de la de 1853. Una vez más la Iglesia apoyó la enmienda, entusiasmada por la oportunidad de eliminar del texto constitucional todos los principios laicos o de neutralidad religiosa, suprimir el derecho del Patronato y consagrar la enseñanza religiosa. En pos de estas reivindicaciones sectoriales, la Iglesia reconoció a un gobierno de facto las facultades de impulsar una reforma para la cual la propia Constitución exigía la voluntad del Congreso, que Aramburu y Rojas habían cerrado por un acto de fuerza. La convención reformadora sólo llegó a sancionar los derechos del trabajador en el artículo 14bis antes de disolverse.

El presidente civil Arturo Frondizi suprimió el exequátur de la Corte Suprema para los obispos electos, cuyo juramento de lealtad pasó a tomarse entre las paredes del despacho presidencial, apenas con la asistencia de unos pocos ministros. También se tornaron secretas las sesiones en las que el Senado discutía las calidades de los integrantes de cada terna episcopal. Frondizi iba a convocar en 1962 a un plebiscito para reformar la Constitución y suprimir el Patronato, para lo cual el embajador Santiago de Estrada había obtenido el acuerdo del Vaticano. No fue un exorcismo suficiente porque cinco semanas antes de la fecha prevista para el anuncio Frondizi fue derrocado. Otro tanto le ocurrió al gobierno del débil presidente radical Arturo Illia, quien consideraba que el Patronato podía modificarse sin reformar la Constitución. Como gesto de buena voluntad Illia había eximido en 1964 a los obispos y arzobispos del juramento de obediencia a la Constitución y las leyes. Pero Illia fue derrocado por el general Juan Carlos Onganía dos días antes de cerrar el acuerdo con el Vaticano. El Concordato recién fue firmado por Onganía en 1966. Desde entonces la creación de diócesis y la designación de obispos corresponde a la Santa Sede, con el único requisito de la comunicación confidencial previa para que el gobierno diga si tiene objeciones políticas generales al candidato. Se comprende entonces que los conflictos que en tiempos del Patronato se producían entre la Santa Sede y los gobiernos nacionales se hayan desplazado ahora al interior de la Iglesia. Desde la firma del Concordato, todos los años el Nuncio solicita a la Conferencia Episcopal sugerencias para la designación de nuevos obispos. De esa nómina general se extraen luego ternas para cubrir las sedes vacantes. El Nuncio las envía a Roma y el Papa decide. Sólo tiene que efectuar una consulta confidencial con el gobierno, que puede objetar al candidato por las razones de política general que contempla el Concordato. El reiterado desconocimiento de las candidaturas sugeridas desde Buenos Aires precipitó la crisis y puso en entredicho el liderazgo de Bergoglio sobre la Iglesia argentina. Durante todo el siglo XX el Episcopado sólo tuvo dos jefes indiscutidos: Caggiano, entre 1955 y 1976 y Primatesta, desde entonces hasta hace pocos años. Hubo otros presidentes, como el primer cardenal argentino Santiago Copello, pero ninguno de ellos tuvo el poder absoluto. En la oscuridad del ómnibus que en la madrugada del jueves cruzó la ciudad de Río Cuarto en dirección a Córdoba, comenzó a dirimirse si Bergoglio será un jefe indiscutido como Caggiano y Primatesta, o una estrella fugaz al estilo de Aramburu, Quarracino, Estanislao Karlic o Eduardo Miras.

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