EL PAíS › EL ROL MILITAR EN UNA SOCIEDAD DEMOCRATICA
Es tan impresionante que la Armada siguiera espiando al margen de la ley como que la denuncia haya provenido de uno de la unidad que lo hacía, nacido poco antes del golpe de 1976. La reestructuración que propone Godoy requiere del control y la supervisión de las autoridades. La idea de Fuerzas Armadas tutelares de la civilidad reaparece una y otra vez también en el Ejército y exige un permanente escrutinio político para que, aun con las mejores intenciones, no se reiteren viejos errores.
El descubrimiento de que a treinta años del golpe militar que ensombreció al país la Armada seguía realizando las tareas de espionaje político y social prohibidas por las leyes de Defensa Nacional, Seguridad Interior e Inteligencia, contiene mensajes contradictorios para la sociedad. Hoy como ayer, la responsabilidad penal por los actos delictivos realizados mediante un uso clandestino de las estructuras estatales recae sobre el personal militar que conocía la ilegalidad de su comportamiento. Pero sería un engaño autocomplaciente ignorar su componente estructural y la responsabilidad política y ética de los anteriores ministros de Defensa. Por acción u omisión ellos lo hicieron posible. Es un involuntario acto de justicia poética que la denuncia haya provenido de un funcionario destinado en la base donde por primera vez se ensayaron los métodos del terrorismo de Estado, cuando ese hombre aún no había nacido.
La propuesta del Jefe de Estado Mayor de la Armada, Jorge Godoy, de desactivar cuatro o cinco de sus once secciones de inteligencia y entregar toda la base aeronaval de Trelew para la erección de un museo de la memoria muestra el impacto que el descubrimiento tuvo en la Armada. Lo que se estaba discutiendo era la cesión para esos fines del aeropuerto viejo, como consta en los partes de inteligencia descubiertos. Ahora Godoy propuso al Gobierno nacional entregar la base entera. Acepten o no los gobiernos nacional y provincial el ofrecimiento, la superación de la crisis requiere ir a fondo en la reestructuración de la inteligencia naval, en línea con la legislación vigente. Algunos pasos significativos en ese sentido fueron dados por el Ejército durante la gestión de Martín Balza pero los hechos prueban que no fueron suficientes. Además de las decisiones que proponga el almirante Godoy, es preciso el control del poder político. Al ponderar lo sucedido tampoco puede minimizarse la actitud de quien, desde el interior de la pirámide castrense, se resistió a cumplir las órdenes ilegítimas y, corriendo los mayores riesgos, los denunció ante sectores de la sociedad civil atentos ante cada resabio de las conductas de aquel pasado de prepotencia y horror. Es tan penoso comprobar la persistencia de esas prácticas como alentadora la constatación de que despunta en las nuevas generaciones castrenses una inédita capacidad de indignación y respuesta. Las autoridades oficiales mostraron una resolución ausente en gobiernos anteriores, de obrar sin contemplaciones.
Terreno común
La ley de Defensa Nacional fue sancionada en 1988, durante la presidencia de Raúl Alfonsín. Su artículo 4 dice que “se deberá tener permanentemente en cuenta la diferencia fundamental que separa a la defensa nacional de la seguridad interior”, que debería ser reglada por una ley especial. Sin embargo, al año siguiente, luego del ataque armado de un grupo marginal a un regimiento del Ejército, el mismo gobierno encomendó a las Fuerzas Armadas tareas de inteligencia y seguridad interna. Recién en 1992 fue posible promulgar la ley de Seguridad Interior, cuando ya gobernaba Carlos Menem. Sólo contempla tres situaciones en las que las Fuerzas Armadas podrían intervenir en la seguridad interior:
- dentro de la propia “jurisdicción militar” en caso de una agresión armada (artículos 28 y 29).
- prestando apoyo logístico a las operaciones de seguridad interior, a pedido del Comité de Crisis y por disposición del Ministerio de Defensa (artículo 27).
- con unidades de combate, y previa declaración por el Congreso del estado de sitio, ante algún hecho excepcional que desborde al sistema de seguridad interior policial. Aun así, este empleo subsidiario de las Fuerzas Armadas se considerará “excepcional” y no incidirá en la “doctrina, organización, equipamiento y capacitación de las Fuerzas Armadas” (artículos 31 y 32). Es decir, no se trata del médico que debe operar, sino de los bomberos que vienen a rescatar a médico y paciente si se incendia el hospital. Dos semanas antes de su último viaje oficial helitransportado, en diciembre de 2001, Fernando De la Rúa promulgó la ley de inteligencia nacional, que se articula con las dos anteriores. En su artículo 4 establece que ningún organismo de inteligencia podrá “obtener información, producir inteligencia o almacenar datos sobre personas, por el solo hecho de su raza, fe religiosa, acciones privadas, u opinión política, o de adhesión o pertenencia a organizaciones partidarias, sociales, sindicales, comunitarias, cooperativas, asistenciales, culturales o laborales, así como por la actividad lícita que desarrollen en cualquier esfera de acción”. Estas tres leyes fueron expresión de un consenso suprapartidario, elaborado a lo largo de muchos años y reflejo de niveles de conciencia de una sociedad que aprendió de su propia experiencia y procura que no pueda repetirse.
Con sello y firma
Las prescripciones de esas tres leyes son inequívocas. Por eso es llamativo que tanto las solicitudes de información, emitidas por el Comando de Operaciones Navales, como las respuestas de la sección de inteligencia de la Fuerza Aeronaval 3, con sede en la base vicealmirante Marcos Zar, se hayan cursado a través de los canales institucionales establecidos, con las firmas y sellos correspondientes, que revestían de legitimidad burocrática una serie de actos espurios. Este funcionamiento es reminiscente del que hace un cuarto de siglo describieron los presidentes fundadores del CELS, Augusto Conte y Emilio Mignone como de “paralelismo global”. El documento redactado por Conte y corregido por Mignone describía con precisión ese uso ilegal de la estructura burocrática, que entonces se dedicaba al secuestro, tortura y asesinato de personas, y ahora a obtener y almacenar datos sobre personas y organizaciones definidas como adversarias o enemigas de la Armada, en función de hipótesis de conflicto no explicitadas pero imaginables con sólo recordar la experiencia del pasado. Los integrantes de la unidad descubierta tenían previsto hasta un plan de evacuación del material, en caso de imprevistos.
Según el funcionario naval denunciante, la guardia de la unidad tenía instrucciones de demorar el ingreso “a personas denominadas indeseables, resguardándose en medidas de contrainteligencia y/o normas de carácter secreto, militar”. Añade que el suboficial mayor Alfredo Luis Andrade, quien llegó a Trelew desde la Dirección de Inteligencia Naval, con sede en el edificio Libertad, transmitió a sus compañeros las previsiones en contra de allanamientos que allí se adoptaban. El capitán de corbeta Gustavo René Monzani se jactaba de las buenas relaciones del jefe de la base, capitán de navío Horacio Giaquinta con el juez federal de Rawson, Jorge Pfleger, quien “asiste a cada invitación de la base y, más allá del protocolo tiene muy buena relación con nosotros”. Monzani decía que no le importaban las leyes civiles, sino las órdenes de sus superiores y la reglamentación militar. Es posible que el conocimiento de esas reflexiones que lo implicaban en el esquema de encubrimiento haya acicateado al juez, quien llegó a la base sin previo aviso. Entre los materiales que secuestró estaba su propia ficha, acompañada por la foto que le tomaron en una de esas ceremonias protocolares a las que lo invitaban para estrechar relaciones. La misma decepción sufrió el ex secretario de Defensa, Jaime Garreta, al comprobar que la línea conciliatoria que impulsó durante la gestión del ministro José Pampuro no lo puso a salvo de los investigadores navales, que hurgaron en su biografía desde la primera vez que fue detenido por participar en un acto estudiantil, cuando apenas tenía 16 años. Garreta recibió en Puerto Rico, donde participaba de un encuentro académico, un llamado telefónico de Godoy, quien le ofreció sus disculpas y atribuyó lo sucedido a una cultura institucional difícil de desarraigar y no a un propósito deliberado. Garreta no está muy convencido de ello. Otros partes de inteligencia se referían a la policía de Comodoro Rivadavia y sus relaciones con el gobierno provincial; a la subprefectura del puerto de Rawson, que sería elevada a nivel de Prefectura, con detalle de sus jefes y de su dotación de personal; al Ejército, que en mayo de 1999 dispuso el pase a disponibilidad de “personal en actividad que cumplía funciones de obtención de información”; a la Delegación Trelew de la SIDE. El juez Pfleger secuestró un listado completo de los docentes, los no docentes y los estudiantes de la carrera de derecho. También encontró informes minuciosos sobre organizaciones y personas piqueteras y ambientalistas. Una de las cosas que más asombra a los investigadores que tienen acceso al material secuestrado es la ausencia de material referido a inteligencia operacional, táctica o estratégica. No sólo hacían lo que tenían prohibido, sino que era lo único que hacían. Es cierto que la información que recolectaban y almacenaban no se destaca por su calidad, pero eso no vuelve el hecho menos grave. Lo que la ley penaliza es el espionaje sobre la población, no la estupidez.
Los dilemas de Godoy
Ya en febrero del año pasado, cuando el presidente Néstor Kir- chner dejó saber la decisión de desalojar la ESMA, Godoy planteó que la Armada estaba de acuerdo y no deseaba que pareciera una imposición. Quería acompañar al presidente el 24 de marzo. Desde el gobierno le respondieron que ya era tarde, que en el aniversario del golpe la única palabra oficial sería la del presidente. Pero le sugirieron que aún tendría una oportunidad el 3 de marzo, el día de la muerte del almirante Guillermo Brown, una de las dos conmemoraciones del calendario naval. Godoy no la desperdició y ése día se refirió a las aberraciones que ocurrieron en la ESMA durante la dictadura militar. Tomó distancia de Massera pero también de Rojas, el jefe naval de la revolución fusiladora de 1955. Un año después, se torna evidente que no basta con los discursos autocríticos. Una demostración de ello es que la más alta autoridad naval implicada en el espionaje ilegal es el contraalmirante Eduardo Luis Avilés, quien fue relevado por Godoy. Avilés es uno de los dos hombres que más hicieron para convencer al propio Godoy y a otros almirantes remisos de la necesidad y conveniencia de aquel pronunciamiento del 3 de marzo de 2005. Godoy pidió que el Gobierno le ratificara la confianza, porque sin ello no podría emprender la dura tarea que tiene por delante. La impecable respuesta fue que la confianza tiene que ganársela y que uno de los saldos de este episodio debe ser la localización y entrega de los viejos archivos que la Armada sigue usando, como se comprueba con algunos de los materiales descubiertos en Trelew. Avilés, Godoy, el resto del almirantazgo, los capitanes de navío más antiguos, son el final de una transición, los últimos oficiales actuales que estaban en actividad cuando se produjo el golpe y comenzaron los crímenes de la dictadura. En pocos años más habrá pasado a retiro el último de aquellos contemporáneos del horror, en todas las Fuerzas Armadas y de seguridad. Hará falta que transcurran algunos meses para extraer conclusiones sobre el episodio y sus consecuencias y saber si a partir de este descubrimiento se avanza con las reformas imprescindibles. Pero las condiciones están dadas para aprovechar una inmejorable oportunidad.
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