EL PAíS • SUBNOTA
Conocí a Juan Jaime Cesio hace casi cuarenta años. Desde entonces se oponía a la ocupación del poder por parte de las Fuerzas Armadas y al uso del Ejército en tareas represivas. Muchos militares de entonces formularon conceptos similares, pero Cesio es el único al que se los escuché antes de que lo pasaran a retiro, cuando aún tenía la marca de la gorra sobre la frente. Como secretario general del Ejército fue el redactor de dos discursos que pronunció el general Jorge Carcagno, en mayo y setiembre de 1973. Se abre la etapa “del imperio de la Constitución” y “el reconocimiento de que el pueblo es el único depositario de la soberanía”, dijo cuatro días después de que Héctor Cámpora asumiera la presidencia. Así el Ejército “honrará sus armas y contribuirá a la unión de los argentinos; de todos por igual, sin distinción de credo político o de postura ideológica”. Entre el legado de virtudes recibidas mencionó “el respeto por la persona humana” y admitió que pudieran existir convicciones distintas y “tan válidas como las nuestras”. Tres meses después, durante la Conferencia de Ejércitos de Caracas, denunció a las transnacionales y el endeudamiento externo como los principales enemigos de los pueblos de la región, contradiciendo el discurso de la Seguridad Nacional que impulsaban Estados Unidos, Brasil y la Nicaragua de Somoza. Tampoco se trata de canonizar a Cesio, que no lo necesita. Durante su gestión también se cometió uno de los errores políticos de esos años: el Operativo Dorrego, de acción cívica en zonas de inundación, en el que participaron tanto el Ejército como la Juventud Peronista. Sus consecuencias fueron nefastas. La confusión de roles castrenses fortaleció al sector liberal que se apoderó de la conducción del Ejército y dos años después del país, para desatar el aquelarre. Los jefes respectivos del Operativo Dorrego fueron el desaparecedor Albano Harguindeguy y el desaparecido Norberto Habbeger. En plena dictadura, Cesio tuvo el coraje de denunciar la comisión de “delitos aberrantes, como el secuestro, la tortura y el asesinato de miles de personas”. El Ejército lo descalificó porprivilegiar “su condición de ciudadano sobre la de militar”. En su descargo, dijo que no había agraviado a las Fuerzas Armadas, ya que el terrorismo de Estado había sido llevado a la práctica por “bandas militares que usurparon el poder público”. Alfonsín, Menem, De la Rúa, Duhalde y los generales que durante 23 años condujeron el Ejército, convalidaron ese castigo. Recién Kirchner lo reparó, con palabras precisas, al devolverle el grado y proponer su ascenso a general: “Que en la Argentina no pueda ya decirse que el héroe es condenado y el dictador, con las manos manchadas de sangre, resulta juez. No hemos perdido la capacidad de distinguir el bien del mal, lo que es honorable y lo que no lo es”. El traslado al Colegio Militar en Palomar del acto en que el presidente pronunció un contundente mensaje a las Fuerzas Armadas postergó la presentación en sociedad de una innovación simbólica dispuesta por la ministra de Defensa Nilda Garré: el reemplazo de placas autocelebratorias del Ejército por obras pictóricas sobre la historia política argentina. El edificio Libertador fue la sede histórica del Ejército. Desde que Menem decidió que se mudaran también allí las oficinas del Estado Mayor Conjunto y del ministerio de Defensa, los sucesivos ministros se comportaron como huéspedes del Ejército que los acogía en su sede. De ahí la sorpresa de las autoridades castrenses.
–Fueron los anteriores jefes del Ejército –arguyó uno de los actuales jefes del Ejército cuando Garré ordenó eliminar las grandes placas de bronce conmemorativas.
–Ésta es la sede del ministerio de Defensa –fue la seca respuesta. Entre los nombres de las placas había responsables de golpes militares y de crímenes contra la humanidad. Una de las reproducciones gigantescas que las reemplazan es más discutible. Garré dispuso colocar el abrazo de San Martín con el jefe chileno Bernardo O’Higgins, como simbólico relevo de los represores por los Libertadores de América. Pero la otra, escogida por el general Roberto Bendini, conmemora la rendición de los incursores ingleses sobre Buenos Aires en la primera década del siglo XIX ante Santiago de Liniers, quien actuó como funcionario de la corona de España. Esa lealtad también lo llevó a desconocer al primer gobierno patrio de 1810, que ordenó fusilarlo. La disparatada página web del Ejército celebra incluso la participación de Liniers, a quien llama Conde, en expediciones punitivas de la fuerza colonial francesa sobre la población de Argelia. La elección de este cuadro omite el rol del pueblo de Buenos Aires en el rechazo a la invasión inglesa. También refuerza el mito castrense del Ejército como “partero de la Patria” que dio sustento al autoasignado rol de tutela de la ciudadanía, expresado en los golpes militares del siglo XX. El mal denominado nacionalismo militar que Bendini predica cada vez que recorre el país perforando pozos de agua y vacunando chicos no es menos anacrónico que el peor llamado liberalismo de los Videla y Viola. Más aún, la historia muestra que siempre ha sido el más eficaz contribuyente a su desencadenamiento.
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