Hoy se cumplen cuarenta años del tiroteo en la confitería La Real en el que resultaron muertos el dirigente de la UOM Rosendo García y dos militantes de la resistencia peronista. El hecho fue narrado por Rodolfo Walsh en ¿Quién mató a Rosendo? Aquí, la historia de Domingo Blajaquis, uno de los asesinados menos conocidos y, a decir de Walsh, “un auténtico héroe de su clase”.
› Por Enrique Arrosagaray
“... El Viejo estaba mordiendo una porción de pizza cuando la bala se le metió en el pecho, por el costado”, asegura Francisco Alonso tocándose debajo de su axila derecha. Alonso estaba sentado en la otra punta de la misma mesa, a un metro, cuando se apagaba el 13 de mayo de 1966. “Ese tiro –agrega Alonso–, como todos los otros, vino de la mesa en donde estaba el Lobo Vandor con su troupe. Quedó sentado el Viejo, sangrando, muriendo.”
Cuatro horas antes, el “Viejo” Domingo Blajaquis había salido de una sociedad de fomento de Gerli con dos o tres amigos y marcharon al centro de Avellaneda, a una reunión de solidaridad con un gremio del Norte que estaba en lucha. Luego llegaron a la esquina de la plaza en donde se encontraron con Raimundo Villaflor, obrero de la Conen, una fábrica de jabones, quien a las diez de la noche había terminado su turno iniciado a las dos de la tarde. Cruzaron la avenida y entraron a la confitería La Real, que era también pizzería, café y lo que venga.
Francisco Granato –31 años, alto, pelo oscuro– invitó con la pizza porque había cobrado unos pesos extra. Era obrero en la planta del Docke de la Shell. Pero exigió esquivarle al vino tinto porque no andaba bien del estómago, pidieron blanco. En la mesa estaban Domingo Blajaquis, los hermanos Villaflor, Horacito –creemos que es Miguel Gomar–, Juan Zalazar y los mencionados Granato y Alonso.
A seis o siete metros –en el mismo salón–, varios sindicalistas y políticos tomaban whisky y charlaban. Augusto Vandor, Rosendo García, Petracca, Valdez, Saffi, el Beto Imbelloni, Gerardi, Armando Cabo, etcétera.
La trifulca comenzó a los minutos por miradas desafiantes y porque a Horacito lo apretaron en el baño unos hombres de Vandor. Los primeros puñetazos fueron entre Raimundo Villaflor y Rosendo García, y entre Rolando Villaflor y el Beto Imbelloni. Sonaron varios disparos desde la mesa de Vandor seguramente porque los invadió ese cóctel tan peligroso compuesto por el alcohol, el miedo y el odio. Un disparo partió la espalda de Rosendo García. Otros dos se metieron en los cuerpos de Blajaquis y de Juan Zalazar –38 años, cinco hijos, vivía en Wilde, casado con Juana Fernández–. Otros balazos marcaron mesas, mármoles y columna. Una más terminó en un glúteo de Saffi.
Los diarios hablaron de los hechos porque hubo tres muertos y uno de ellos de prestigio. Rosendo García era secretario nacional adjunto de la poderosa UOM y se perfilaba en esos días hacia la candidatura a gobernador de la provincia de Buenos Aires por el justicialismo.
De Blajaquis casi no habló nadie más que Rodolfo Walsh, con emoción profunda, pero en el marco represivo de la dictadura de Juan Carlos Onganía.
Domingo Blajaquis era el jefe del “grupo Avellaneda” de Acción Revolucionaria Peronista (ARP), un núcleo que tuvo pocos años de vida, orientado hasta la médula por John William Cooke. Su perfil político era de raíces peronistas pero con gran adhesión a la Revolución Cubana. Todos los integrantes de aquella mesa en La Real reconocían el liderazgo de Blajaquis.
Hijo de Crispina Díaz y de Juan, Blajaquis nació el 19 de julio de 1919, como coletazo de la Patagonia Trágica.
Era un tipo alto y corpulento, con una frente que le penetraba el cuero cabelludo, cara redonda, bigotes, lentes intocables y, cuentan, una constante predisposición a charlar, a explicar, a contar. Le decían “El Químico” porque estudió esa ciencia, porque como obrero curtidor sabía de ácidos, y por fabricante de “caños”. También le decían “El Griego” por su apellido heleno, y además le decían “El Viejo” porque en ese otoño que olía a golpe de Estado tenía 46 años, contra una o dos décadas menos que sus compañeros de mesa. “Yo no le conocí mujeres al Griego, pero era jodón, divertido”, dice Alonso, intentando no hacer un bronce de su amigo. “Y al mismo tiempo era estudioso, ¡nos hacía estudiar!. Y si no entendíamos, teníamos que preguntarle y nos explicaba mil veces hasta entender. El Negro Raimundo era igual.”
Nos contaba hace tiempo Luis Avellino, dueño de un pequeño taller metalúrgico en Gerli, que fue él quien vinculó a Blajaquis con el peronismo. Porque El Griego era del PC hasta fines del 55, cuando opinó que ante los bombardeos a la Plaza de Mayo había que formar milicias; lo expulsaron o se fue. Un cimbronazo para su formación marxista. A partir de allí fue como una bisagra: precisó de dos superficies para sentirse útil. Una superficie, los trabajadores peronistas; la otra, la teoría marxista. Fue parte de la resistencia peronista contra “la Libertadora” y contra las ambigüedades democráticas posteriores.
Una de sus crisis la padeció en su propio trabajo: los obreros estaban en conflicto y tiraron algún producto químico en los engranajes de una máquina; Blajaquis reaccionó contra ellos y lo trataron de alcahuete del patrón. En su intimidad sabía que lo defendía porque colaboraba financieramente con su partido.
Un rato después de los disparos en La Real, Blajaquis murió en el Hospital Fiorito, producto de una “herida de bala en tórax”, tal como firmó el doctor José Rodríguez Giménez. Eran las 0.40 del 14 de mayo. Los tres asesinatos están impunes.
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