EL PAíS › LA OFENSIVA CONTRA LA CALIDAD DEMOCRATICA
Alguna vez se dijo que los avances en contra de la impunidad eran gratis, que no suscitarían reacciones ni riesgos. Ahora se ve que no es así. La coalición que emerge con las primeras condenas. Sus motivos, de cara al futuro. El mito de la reconciliación. La presencia de la jerarquía de la Iglesia Católica.
› Por Mario Wainfeld:
Opinion
Imaginemos por unos minutos que no se corroboraran las peores hipótesis acerca de la suerte de Jorge Julio López. Al fin y al cabo, un desenlace no trágico se torna cada día como más difícil pero no es imposible. Imaginemos, para desarrollar una argumentación, que el albañil López reapareciera sano y salvo, comprobándose que nadie atentó contra su libertad o su vida. Aun ante esa perspectiva confortante, lo que sí ya pasó (y no puede ser anulado por hechos ulteriores) es que su desaparición catalizó una fenomenal ofensiva contra los avances producidos en los últimos años en materia de derechos humanos. Las amenazas contra otros testigos, magistrados y funcionarios judiciales y periodistas son un hecho. La campaña de reacción psicológica y el regresivo acto del jueves en Plaza San Martín son el ala impresentable de un movimiento más vasto que ha encontrado, en la coyuntura, una oportunidad.
La cultura política argentina ha cambiado. Se han expandido la aceptación de algunos principios de convivencia y los discursos humanistas o los “políticamente correctos”. Nadie puede omitir compungirse por la eventual suerte de López pero es claro que las amenazas, el acto, los editoriales y las ediciones del diario La Nación, los reclamos de “reconciliación” de la jerarquía de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, usan el episodio como pretexto para avanzar en un escenario mucho más vasto. De hecho, privilegian culpar al Gobierno por la desprotección del testigo más que adentrarse en el pequeño detalle de quiénes y por qué pudieron haber cometido un delito feroz.
Como suele ocurrir en esos conglomerados, han sido los más brutales los que tiraron el globo de ensayo, el pedido de amnistía para los criminales de lesa humanidad. El acto congregó a un grupo irrisorio y poco dúctil para generar afinidades. Su tratamiento en algunos medios y el trato epistolar que le prodigó el obispo Jorge Bergoglio sugieren que (aunque preservando distancia física y de estilo) los dinosaurios confesos no están solos.
La desdichada circunstancia de López es un disparador de una ofensiva que tiene como núcleo el cambio de escenario ulterior a la nulidad de las leyes de la impunidad. El mundo cambió, dos criminales han sido condenados tras juicios ejemplares, otros hacen cola. Lo que buscan los integrantes de una coalición que todavía es un magma no es una reconciliación cuyos términos nadie precisa sino la impunidad.
Los alcances de
la reconciliación
Bergoglio repitió la palabra “discordia” desde el púlpito en Luján. Luego envió una excusa ma non troppo que resonó como una adhesión (un clímax de lo que suele llamarse estilo jesuítico) a los organizadores de la movilización del jueves. Su vocero Guillermo Marcó fue más explícito. Dicen que fue desmentido, que presentó su renuncia, pero la desautorización no se emitió de modo audible para los mortales y la renuncia fue rechazada, también de modo tácito. Los prelados tienen todo el derecho del mundo a expresarse en el ágora, pero los usos y costumbres imperantes les confieren un privilegio desmedido, que es sustraer sus actos a los criterios con que se interpretan todos los otros discursos. Sólo un puñado de escogidos retraducen, cual si se tratara de mensajes esotéricos, lo que “realmente” quiere decir mandar una carta amigable a un cónclave de apologistas del terrorismo de Estado, dimitir, rechazar una renuncia. O achacar a un gobierno ser el germen de la discordia en una sociedad que, cabe suponer por exclusión, sería la Arcadia si se excluyera esa interferencia. Según los eruditos, eso es apuntalar la democracia, aunque a los no iniciados les resulte peliagudo anoticiarse.
Sin embargo, el bizantinismo no puede obrar milagros. Las remisiones al “odio” o a “remover el pasado” incurren en la indefinición o la polisemia pero nadie duda de que controvierten la voluntad de seguir investigando, juzgando y (si hay pruebas, y tribunales en varias instancias que las admitan) condenando a algunos centenares de homicidas conspicuos.
Es muy difícil estar a favor del odio, la discordia o la fijación monotemática en el pasado. Digámoslo con una pizca de ironía, nadie debería estarlo full-time. Pero cabe, de una vez, pedir precisiones a los pastores, a los comunicadores que les hacen de claque, sin requerirles jamás aclaraciones ni conferencias de prensa. La exigencia debería ser diáfana: las invocaciones a salirse del pasado deben traducirse al castellano y explicarse en tiempo presente.
El paso del tiempo ha decantado muchas verdades, el pasado en cuestión se ha investigado como se pudo y muchos hechos han sido corroborados. Algunas cuestiones fundantes no han cambiado. Básicamente, siguen insepultos miles de argentinos desaparecidos a través de un plan sistemático dirigido desde el Estado. Y siguen privados de identidad cientos de jóvenes que fueron secuestrados, apartados de sus familias en una operación cuya truculencia y maldad es difícil de superar. Esos hechos fueron negados tozudamente por sus responsables, o su entidad minimizada por sus justificadores mediante discusiones laterales (“no fueron tantos”, “era un momento difícil”, “las guerras civiles son así”) pero ahora son irrefutables, han tenido reconocimiento en los tribunales, 86 nietos han recuperado su identidad, se siguen buscando cientos.
Las mociones contra el rencor, las prevenciones contra la demasía de la Justicia deberían hacerse cargo de lo que se está pidiendo. Si la reconciliación prosperase ¿deberían cesar en su búsqueda “generadora de odio” los deudos que no tienen dónde honrar a sus muertos, esto es, sin poder repetir tradiciones de toda la humanidad, incluida la Iglesia Católica?
¿Deberían las Abuelas dar un corte a su acción aleccionadora, una de las mayores lecciones morales de la historia nacional? ¿Debería la propia Iglesia retirar su (tardía y culposa) querella en la causa que investiga el asesinato de Enrique Angelelli? Esos avances se consiguieron en un contexto de activismo judicial, no en el de la pasividad que se presenta como superadora.
Mirado desde otro ángulo, ¿no sería justo pedirles como primer peldaño irrenunciable a todos los que conocen lo que pasó, incluidos jefes militares, funcionarios civiles de la dictadura y dignatarios de la Iglesia, que aportaran datos y documentos acerca del destino de los desaparecidos? En ningún plexo ético la reconciliación excluye la asunción de culpa (la confesión es un modo de la verdad), una variante del pedido de perdón y cierta forma de expiación, salvo en las polémicas de estas comarcas, en las que todo el esfuerzo se pide a las víctimas, duplicando su sacrificio.
La mención a la reconciliación, si fuera el caso de incursionar en la semántica, alude a un inexistente pasado de concordia.
Pero no estamos hablando principalmente del pasado, como también se miente por ahí.
Impunidad conjugada
en presente
¿Sería mejor la Argentina si consagrara la impunidad de criminales probados? La impunidad no se coagula en el pasado sino que se proyecta al presente. ¿Con qué vara podría juzgarse a los chorros de la década del ’90 si la pretensa reconciliación borrara las responsabilidades de las atrocidades de la dictadura? ¿Por qué no ir anticipando para ellos los módulos de una futura reconciliación? Los interrogantes no son chicanas, apenas sobredimensionan lo obvio.
Lo que se pone en cuestión no es, exclusivamente, que se investigue a tal o cual o se condene a algunos uniformados. Lo que está en discusión es la sanción social y legal ulterior a los que se colocan por encima de la ley, los que abusan del poder. La lección de las condenas a los represores, después de muchos años, es que el mal no paga y que su persecución debe ser incesante. La reconciliación en danza es una propuesta de derecha, tout court, porque es la consagración de los privilegios y la intocabilidad de los poderosos. Y reaccionaria, en sentido estricto, porque quiere hacer retroceder la historia a estadios superados.
Quienes predican la entrada al mundo globalizado propugnan apartarse de las tendencias dominantes en materia de juzgamiento de los crímenes contra la humanidad. Los adalides de la “seguridad jurídica” son complacientes con una moción que procura desandar años de construcción jurídica nacional y local. La coherencia jamás ha sido la mayor virtud de quienes defienden intereses rancios.
Iglesia, a secas
Es una doble imprecisión, no inocente de sentido, llamar “Iglesia” a secas a la jerarquía de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. En primer lugar, porque muchas otras iglesias conviven en la Argentina y congregan fieles. Por añadidura, en las elaboraciones de los mismos católicos se previene que la “Iglesia” es la comunidad entera, incluyendo a laicos y ordenados, jerarquía y pueblo. La omisión de tales prevenciones tiene su patita ideológica, que es transmitir el rol preeminente de la Iglesia Católica sobre otros credos y de la jerarquía sobre otras instancias. Dos ángulos antidemocráticos, por si hacía falta resaltarlo.
Hablemos, hecha la prevención, de la jerarquía de la Iglesia Católica que se autopropone como vanguardia en la lucha por la consabida reconciliación en estos días de fronda. Es imposible escindir esa nueva cruzada del clima cultural y de opinión que enfrenta la jerarquía: la extendida aceptación (en la opinión pública y en el sistema político) de las leyes de educación sexual, los avances en el debate sobre la desincriminación del aborto, la propagación de tendencias laicistas y republicanas. Suponer que la cúpula eclesiástica tiene un punto de vista cerrado en estos puntos y una excelsa postura democrática en lo tocante a la revisión del pasado es un esfuerzo de imaginación. Tanto como proponer como custodios de la calidad democrática a quienes defienden a capa y espada a un obispo que propone tirar al mar a los que discrepan con él.
La oposición eclesial a la lucha contra la impunidad, cabe reconocerlo, no ha conocido desmayos en los últimos 30 años. En los primeros, hubo de por medio una feroz interna que arrasó con la vida de muchos católicos comprometidos, incluidos sacerdotes y un obispo. Muchos otros católicos dignos pagaron con el exilio o el destierro interno haber dado testimonio de sus convicciones. En esa feroz batida, la jerarquía omitió hasta bien entrados los ’80 piezas oratorias como las que hoy prodiga casi a diario. Por caso, jamás juzgó necesario excusarse por no asistir a las rondas de las Madres de Plaza de Mayo.
Con modos más incruentos que en los ’70 y los ’80 (al fin y al cabo son otras épocas) las rencillas internas se siguen dirimiendo, aunque desde hace dos décadas los católicos comprometidos con el mensaje del Concilio Vaticano II se encuentran mucho más acorralados que los integrantes del movimiento del tercer mundo tres décadas atrás. La aceptación de la renuncia del obispo de Iguazú Joaquín Piña, para ser reemplazado por Marcelo Martorell, un aliado del cardenal Raúl Primatesta y un amigo asumido de Alfredo Yabrán, es una referencia precisa acerca de cómo andan las cosas. Carlos José Ñáñez, el arzobispo de Córdoba que había raleado a Martorell a un destino menor (“una capillita” describe un calificado funcionario del Gobierno) acorde a su curriculum vitae, se anotició del ascenso fulmíneo de su pupilo por los diarios. Piña también, tanto que incurrió en el traspié de negar la jugada (que ya se había consumado) en declaraciones periodísticas.
Los baqueanos de las controversias eclesiásticas describen a Bergoglio “haciendo política” en dos frentes: contra el Gobierno y a la defensiva respecto de la burocracia vaticana. Cabría ser más rigurosos y subrayar que la Iglesia es la punta de lanza contra variados avances sociales y políticos, en los que el Gobierno ha participado en proporciones variadas.
Lo gratuito cuesta caro
La política de derechos humanos es una simiente institucional profunda que deja el gobierno de Kirchner. Está llamada, como toda política de fondo, a trascender su mandato y los ulteriores no solamente en lo que hace a la perduración de una Corte Suprema de calidad, proba y confiable.
Cuando el Presidente produjo cambios relevantes y francamente inesperados, brotó una curiosa crítica desde distintos sectores. Se adujo que esas acciones eran “gratis”, acumulaban consensos sin costos a la vista. El argumento contradecía los saberes acumulados por otros gobiernos, incluidos la Alianza UCR-Frepaso: hacer ola en esta materia generaba quebraderos de cabeza poco redituables pues sólo concitaba interés de minorías militantes. No estaba escrito que la aprobación ciudadana fuera tan vasta, en eso Kirchner (como Raúl Alfonsín 20 años atrás) se puso a la cabeza de la media de la sociedad y la indujo a un salto de calidad.
Ahora se comprueba que desafiar al poder no era gratis, una simpleza en la que incurrieron propios y ajenos. Los procesos no son un incordio para envejecidos militares o policías, también ponen en remojo las barbas de quienes fueron sus aliados. Y de los que aspiran a eliminar virtuales instancias democráticas que sopesen sus demasías y sus abusos de poder. Esa nómina es, en términos de agenda actual, mucho más VIP que la de unos cuantos oficiales retirados.
Las reacciones, pues, no son casuales ni desdeñables en su magnitud. El Gobierno está en su mira pero sus objetivos van más allá, a lo que son reivindicaciones logradas por luchas muy previas a la asunción de Kirchner.
Las respuestas que se vienen intentando a tamaña amenaza siguen, a ojos de este cronista, pecando de parciales. La movilización del viernes a Plaza de Mayo fue, por la cantidad de asistentes y por su pluralismo, la mejor, lo que es auspicioso.
Pero un ataque contra los precarios logros de la democracia (que existe y es firme, aunque López aparezca indemne) sigue exigiendo una sociedad movilizada en su conjunto, una respuesta masiva, plural, que trascienda a los grupos militantes, así sean los más congruentes y comprometidos.
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