Dom 17.12.2006

EL PAíS

Las aguas inflexibles, la leche materna

› Por Mario Wainfeld

“Flexibilidad”, cuentan que pidió textualmente el facilitador español Juan Antonio Yánez Barnuevo. Flexibilidad a Argentina, a Uruguay, a Finlandia para empezar a deshacer el entuerto rioplatense. No es manco para pedir el hombre, ni desprevenido: pidió lo que más falta.

El gobierno uruguayo añadió dosis industriales de inflexibilidad en la semana que se va. Un gesto simbólico como era la reunión entre el gobernador entrerriano Jorge Busti y el intendente de Río Negro Omar Lafluf fue vetado por el presidente Tabaré Vázquez. Desalentó así una gestión irrelevante desde el punto de vista diplomático pero edificante en el terreno simbólico. La medida arancelaria direccionada a Argentina fue otro gesto inamistoso, desalentador.

La columna mercurial de los negociadores argentinos, de por sí muy sensible, trepó kilómetros por la bronca. Y rompió el termómetro cuando Tabaré se ensañó por la decisión de relocalización de la pastera española ENCE. “Debía decir que era parte de la solución –se encona un negociador argentino–, podía hasta aducir que se había resuelto la mitad del problema, proponer que los planteos por impacto ambiental perdían potencia, pero se empacó en descalificar todo.” Para colmo, el presidente oriental alegó que no había sido consultado ni informado, relato poco creíble que fue desbaratado con datos precisos por los representantes de la empresa.

El ministro de Economía Danilo Astori dobló la apuesta recriminando a Lula da Silva lavarse las manos. La escalada, intransigente, no repara en las propias carencias. Si el entredicho se discutiera en el Mercosur, el primer ítem debería ser la violación del tratado del Río Uruguay que cometió el gobierno de Jorge Battle y convalida el del Frente Amplio.

Del otro lado, la inflexibilidad se expresa en la multiplicación de los cortes de ruta. La protesta entrerriana llegó a la Plaza de Mayo, en una concentración que congregó a otras organizaciones ambientalistas y amplió la agenda de reclamos. Es un modo confortante de movilización, que airea la democracia. La exacerbación de los cortes, recusada por el propio Gobierno argentino, enrarece una relación que debería ser mejor.

A medida que pasan los días, aumentan las dificultades para el pacificador. Su creatividad, su paciencia, su flexibilidad deberían tener un mejor contexto.

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Ecuador no prima entre los países más observados o conocidos por los argentinos. La llegada de su presidente electo, Rafael Correa, produjo una (en tal sentido) desproporcionada corriente de simpatía en sus circunstantes del Gobierno nacional. Católico de base en sus inicios, progresista por decisión, formado en universidades de élite de Estados Unidos, alumno de las minoritarias (dentro de ese país) escuelas económicas keynesianas, Correa impresionó bien. Un cuadro político, de gran versación, rodeado por un puñado de futuros ministros de inusual nivel, concuerdan las semblanzas.

En la cancha se verán los pingos y estas canchas suelen ser crueles. Lo que seguro termina de expresar Correa es la secuencia del año 2006 en la que muchos gobiernos de América del Sur, de marcadas afinidades con el argentino, han accedido al poder o lo han conservado. Michelle Bachelet, Evo Morales, Lula da Silva, Hugo Chávez y el mentado Correa expresan una promisoria tendencia difícil de negar. Alan García en Perú fue una excepción, connotada porque, a la distancia, su antagonista Ollanta Humala tampoco parecía un prospecto entusiasmante.

La representatividad alcanzada por Lula y Chávez, dos aliados estratégicos del Gobierno argentino, alcanza cifras impactantes que hablan de ellos y de las inconsistencias de sus opositores, mucho más desbocados que votados.

El venezolano fue ungido en primera vuelta con el 62 por ciento de los votos, en un comicio supervisado por una muchedumbre de observadores internacionales que sólo pudieron dar cuenta de la limpieza del acto. La globalización, a menudo, les juega en contra a muchos de sus apologistas acríticos.

La cifra alcanzada por el líder bolivariano supera la que obtuvo Juan Perón en 1973 y sin duda explicita una coalición social y políticamente más precisa que el “voto de última instancia” que recibió el tres veces presidente argentino.

La magnitud de los éxitos electorales, las proclividades crecientes, hablan de un clima de época que sería bueno alentar pero que, de mínima, sería insensato negar. El eslabón débil de esa cadena es el gobierno boliviano, asediado por una derecha cerril, amén de limitado por sus propias internas. Lula, Kirchner y Chávez tienen en claro que la perduración de Morales es la única chance de Bolivia de insertarse en la región. No hay gobernabilidad sin representación de las mayorías sojuzgadas. En la Casa Rosada y en la Cancillería se observan con resquemor y puntillismo las movidas secesionistas de las regiones más ricas de Bolivia. “Por suerte, Evo tiene plata” se sosiegan, dando cuenta de que el presidente de Bolivia consiguió acumular recursos merced a su férrea política con las petroleras foráneas. En la subcultura kirchnerista, el que tiene caja ha hecho la mitad de la construcción de su consenso. En ese sentido inscribe el Gobierno su acuerdo por el gas boliviano, que estipuló un precio alto, seguramente superior al que terminarán pactando Bolivia y Brasil.

Nadie puede sentarse sobre una carrada de votos, pero nadie tiene derecho a pretender gobernar sin ellos. En esa charada discurre el destino de la región con más desigualdades del globo terráqueo.

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El domingo murió Augusto Pinochet, el tirano más poderoso, más conocido en el mundo de los que arrasaron estos suelos en la segunda mitad del siglo pasado. Fue también el que mejor amarró su continuidad política. Falleció en derrota política, no en absoluta soledad porque lo acompañan minorías intratables, pero sí aislado.

Similar pero diferente fue a Jorge Rafael Videla o a Emilio Massera. Similar pero diferente a la de sus vecinos fue (es) la transición chilena a la democracia. Las comparaciones que prescinden de las contingencias domésticas pueden desbarrancar a la puerilidad. Las simplificaciones son un peligro, demasiado tentador. Asumiendo ese riesgo, valga un apunte: el final del dictador más duro de vencer, del (en ese sentido) peor de todos acontece en un tiempo en que la democracia muestra virtualidades. La voluntad popular en este Sur determina que una mujer, un indígena, un obrero accedan a puestos que ninguna dictadura les hubiera deferido. No es cuestión de emparejar todas esas experiencias ni de negar que muchos de sus protagonistas incurren en contradicciones, agachadas, debilidades. También es un dato que afrontan exigencias inmediatas que ponen en jaque su supervivencia, muchas veces desmesuradas a sus fuerzas y hasta a su voluntad. Pero, con la mirada retrospectiva inducida por la desaparición de una figura tenebrosa que condicionó la vida de generaciones de chilenos, vale la pena el apunte más básico. Un apunte que acaso no esté en la percepción cotidiana de muchos desencantados, incluidos muchos jóvenes. En un diálogo radial con este cronista, el sociólogo chileno Paulo Hidalgo comentó que quienes han vivido sólo en democracia, quienes han sorbido esa “leche materna”, pueden haber perdido la dimensión de lo que significa como piso para la construcción de una sociedad más justa. Quienes hemos atravesado otras épocas, deberíamos dar cuenta de que los tormentosos tiempos actuales son, aunque suene conformista decirlo, avasallantemente mejores.

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