EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Los juicios contra los verdugos del terrorismo de Estado continuarán, pese a las debilidades del Estado de derecho, porque forman parte de la lógica histórica mientras Argentina permanezca en la zona de las repúblicas democráticas. De no ser así, implicaría una reversión tal del cuadro político general que la nave insignia del actual gobierno sería perforada bajo la línea de flotación, con la consiguiente zozobra. De la gobernabilidad democrática se trata, en definitiva, la puja actual entre los que reclaman olvido y los que buscan verdad y justicia, una tensión que, con altibajos, no cesó durante las últimas dos décadas. Las dramáticas experiencias de Jorge Julio López, desaparecido desde hace cuatro meses, y de Luis Gerez, reciente secuestrado y torturado por una banda clandestina, son episodios espantosos por todo lo que implican pero que no empiezan ni terminan esta historia.
Desde 1983 en adelante, la construcción del Estado de derecho apenas si empezó con las formalidades democráticas y, en rigor, a los sucesivos gobiernos surgidos de las urnas les faltó a veces la voluntad y otras la capacidad para depurar al aparato institucional y de representación en todos los niveles, pese a logros parciales que pueden contabilizarse en los últimos veintitrés años. Tampoco el movimiento cívico por los derechos humanos, de ejemplar constancia, ganó el corazón y la mente de la comunidad nacional hasta donde sería necesario. Consiguió derrotar visiones erradas del pasado –como la teoría de los dos demonios– y convenció a la mayoría popular de que los crímenes horrendos habían sido cometidos y necesitaban ser castigados. Pudo también enderezar algunas inflexiones gubernamentales, como la anulación de las leyes del olvido, aunque subsisten los indultos, y horadó la piedra cuando el actual Gobierno asumió el compromiso de acabar con la impunidad.
Algo esencial está faltando si, a pesar de los progresos realizados, queda espacio para que la derecha comprometida con el pasado pueda sembrar dudas, desacreditar a las víctimas, instalar relatos conspirativos –en esto con la colaboración imprudente de algunas izquierdas– y reinstalar, una y otra vez, la proposición del trueque inmoral: si nadie examina más el pasado, en el futuro no habrá nuevos desaparecidos. Sería al revés, porque los chacales cebados y sin castigo, igual que en el cuento del escorpión y la rana, volverían a depredar porque está en su naturaleza. No obstante, sería necio negar que las campañas publicitarias y, sobre todo, los actos depredatorios impunes –como lo son hasta ahora los de López y Gerez– logran introducir esos argumentos falaces en algunas franjas del imaginario colectivo. En este sentido, la búsqueda de verdad y justicia va a contramano de ciertas leyendas tradicionales del sentido común que aconsejan a las personas olvidar los peores sucesos de la vida para seguir adelante. Recomiendan lo contrario décadas de teoría y práctica de los especialistas en salud mental y las vivencias de otros pueblos que pasaron por traumas semejantes: no se puede avanzar en la vida privada o pública sin resolver, cada quien a su modo, las desgracias vividas, pero en ningún caso la solución consiste en ocultar los esqueletos en el ropero.
Aparte de las falencias gubernamentales y de las metas no alcanzadas por los defensores de los derechos humanos, ¿dónde más yerra el intento de acabar con la impunidad del terrorismo de Estado? La Justicia, por supuesto, viciada por décadas de concupiscencia (apetito desorbitado de placeres deshonestos, según la definición académica) con los núcleos corruptores de los diversos establecimientos del poder. La lista de fallas y ausencias en la organización judicial argentina, según los especialistas, es casi interminable, aunque las opiniones expertas coinciden en que es posible mejorar bastante la performance de los tribunales. Por ahora, la conducta encomiable de la Corte Suprema no ha tenido el efecto bienhechor que se le atribuye al buen ejemplo que viene desde arriba. Tampoco el Consejo de la Magistratura, en su versión anterior o en la actual, impuso el rigor necesario para acelerar la implantación de círculos virtuosos en los tribunales, en particular los de rango medio y alto. Sería indebido no dejar constancia aquí de tantos honorables empleados y funcionarios judiciales que no merecen caer en la volteada, a no ser porque ellos fallan en la tarea de expulsar, al menos denunciar, a los indeseables. En cualquier caso, sería absurdo pensar que sólo mejores tribunales alcanzarían para acabar con la impunidad. Son indispensables, pero insuficientes. Viene a cuento aquí el caso de Pinochet, que murió de viejo, con la inocencia jurídica intacta y para rematar, ahora la Quinta Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago en Chile anuló los cargos que recaían sobre familiares y colaboradores del dictador, los que podrán disfrutar de la fortuna mal habida, estimada en una módica treintena de millones de dólares, hasta donde se pudo saber.
¿No será que el manoseado huevo de la serpiente anida en el regazo de las fuerzas armadas y de seguridad? No hay duda alguna de que si una semana después de ocurrido, todavía los investigadores no llegaron a ninguna parte ni detuvieron a nadie en el caso Gerez, en muchos casos es porque faltan ganas. No vaya a ser que al final del camino se encuentren con camaradas de armas haciendo un extra. Sin mencionar a los que tienen un pasado que los condena pero que en el presente siguen en filas y, de paso, borrando huellas, escamoteando prontuarios o sentados sobre expedientes a la espera de un final a la Pinochet. ¿Quiere decir, entonces, que las purgas no sirvieron? Ni van a servir, mientras no cambien las culturas corporativas que hacen posible el pacto de silencio que aloja a la impunidad. Por otra parte, hay muchos negocios de la mala vida que sobreviven a los regímenes políticos y en los que hay sociedades de antigua data que reúnen en una misma mesa a políticos, policías y bandoleros de diversas especialidades (juego, prostitución, narcotráfico, contrabando, piratería del asfalto) en un surtido que dejaría a más de uno desnudo y en la calle si existiera, de verdad, una campaña contra el crimen organizado y se quitara la protección política en más de un distrito.
La descripción de elementos de la realidad casi siempre lleva a conclusiones pesimistas o escépticas. ¿Cómo cambiar las redes mafiosas bonaerenses si en el partido del oficialismo recalan políticos que llevan décadas controlando los negocios limpios y sucios de sus circunscripciones? ¿Cómo confiar en los tribunales si desde ayer Madonna Quiroz, el pistolero de San Vicente, recuperó la libertad? Por otra parte, las culturas no se cambian de un día para otro, pero ninguna permanece inmutable en el tiempo. En el país de la mala memoria, ya pocos recuerdan la experiencia de Misiones, pero ahí hubo un claro ejemplo de cambio de cultura en la mayoría popular. Del mismo modo, llegará a las intendencias, a los partidos, al movimiento social, siempre y cuando la Argentina permanezca en el área de las libertades democráticas y que la derecha del olvido no gane la partida. Los cambios verdaderos son la consecuencia de decisiones colectivas que se expresan en procesos dialécticos (hay conceptos que no deberían archivarse antes de tiempo), y revientan en un cuarto oscuro o en la calle, cacerola en mano. En esos procesos, las contradicciones son la sal de la vida, las que se dan por arriba, por abajo y del arriba con el abajo. Es en el gris de los matices, y no en el blanco y negro, donde hay que atisbar la fuerza del destino.
Con la liberación de Gerez el gobierno nacional obtuvo un triunfo, que le hacía falta, y que la oposición sobreactuada trata de desmerecer, algunos sin darse cuenta siquiera de que le hacen el juego a los enemigos de todos, los padrinos de los bandidos impunes. Ahora bien, ese triunfo no estará completo si no descubre a los autores intelectuales y al grupo de tareas que cometió el secuestro o si la suerte de López pasa a formar parte de los misterios sin explicación. Si las autoridades se quedan apoltronadas en la autosatisfacción, la opinión pública convertirá las dudas actuales en desconfianza o incredulidad. Lo único que no puede perder el presidente Kirchner es la credibilidad de las mayorías y para conservarla deberá sacrificar amigos y aliados, si fuera necesario, aun ministros del gabinete, gobernadores o intendentes, fiscales o investigadores, pero la verdad desnuda tiene que ser exhibida con la misma fuerza y convicción que inspiró su último mensaje por cadena nacional. La impunidad no se vence con palabras.
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