Victoria Donda nació en la ESMA en 1977. Acompañada por la ex detenida-desaparecida que ayudó a su madre a dar a luz, la nieta recuperada vio el pequeño calabozo donde estuvo su madre en la “maternidad” clandestina.
› Por Martín Piqué
Es una sonrisa que sorprende y tranquiliza. Y algo extraña para el entorno que la rodea: un pasillo en penumbras que nubla formas y colores. Pero las sombras no llegan a ocultar ese gesto tímido, a medio camino entre el humor y el dolor. La sonrisa en cuestión no está sola. La rodean ojos, miradas, personas. En silencio, a distancia, dispuestas a contener un quiebre en llanto. “No hay aire acá. Ese es el problema.” Victoria Donda acompaña su afirmación con una risita. Hasta hace unos segundos portaba aquella sonrisa fuera de contexto. Ahora está sentada sobre el piso y acaba de pedir algo dulce. Le dan caramelos y agua mineral. Casi acostada entre el suelo y la pared, Victoria sabe que nadie cree en su comentario ingenuo. Lo adivina en los rostros de quienes la acompañan, en el empeño en evitar la tentación de reírse. El tubo tiñe las paredes de un tono opaco, de hospital. Tiene un mecanismo para ahorrar electricidad. Se apaga al minuto. Con o sin luz, Lydia Vieyra no despega su vista de Victoria. “La tía”, la llama su nueva sobrina. Lydia la mira, la abraza, le habla. Hace unos minutos le repetía al oído un consejo de hermana mayor. “Respirá profundo.” Lydia conoce el edificio de pasillos largos, mármoles, zócalos y marcos de roble. Desde que entró por la puerta de atrás, la que da a la avenida Lugones, se estuvo preparando para subir hasta el tercer piso, a la habitación para las embarazadas. En ese cuartito ayudó a parir a una compañera, Cori. Fue hace treinta años. “Respirá profundo”, dijo entonces. Igual que ahora.
“Siento que ya estuve en este lugar”, dice Victoria. “Estuviste”, confirma Lydia. Las dos están muy juntas, el resto más lejos. Quieren darles intimidad para compartir el momento. La habitación está iluminada a medias. Una cortina de enrollar en batiente deja entrar algo de sol. Afuera es una tarde hermosa. Uno de los acompañantes de Victoria empuja la cortina. Un brillo tenue entra por la ventana en forma oblicua, parte del piso se ilumina como si se hubiera corrido un telón. En ese cuarto de la ESMA nació Victoria en agosto de 1977. Su mamá, María Hilda Pérez, a quien sus amigos y compañeros llamaban Cori, fue asistida por el ginecólogo Luis Magnacco. Médico del Hospital Naval, Magnacco atendía los partos de las embarazadas detenidas. En aquel invierno de hace treinta años, Lydia reconoció enseguida al médico que estaba junto a la petisa Cori. Le habían pedido que ayudara en el parto. Su papá trabajaba en el hospital de la Armada. Siempre se había preguntado cómo podía ser que Magnacco, entonces muy joven, fuera jefe de su padre.
Victoria no se queda mucho tiempo ante el cuartito. Baja las escaleras como una tromba, con la cara arrugada y roja. La sigue Lydia. Sorprendida y de golpe acalorada. Trata de no perderle pisada a Vicky mientras se quita un saco beige con estampados indígenas norteamericanos. Las dos mujeres descienden hasta la planta baja y salen del edificio. Se refugian dentro de la combi que la productora de cine estacionó sobre la galería techada que también es entrada para vehículos. Pasan un rato solas. Conversan en voz baja hasta que Victoria vuelve a aparecer en la puerta, con su vestido verde y su blusa negra. Lleva dos flores. Las cortó de entre las plantas que rodean al ex casino de oficiales.
La ESMA tiene un paisaje cuidado. Del otro lado de Libertador 8305 hay mucho verde, pasto cortado, pinos y cipreses. La nota discordante la da un palo borracho florecido con las ramas salpicadas de rosa. Tantas plantas son un imán para los mosquitos. Victoria entra de nuevo al edificio. Sube la escalera hasta lo que supo ser Capucha. El pabellón derecho del tercer piso, donde los marinos tenían a los detenidos engrillados, desnudos, en cuclillas.
“La primera vez que volví a ver este lugar me pareció mucho más chico”, dice Lydia. La sala tiene forma de L y está en sombras. Lydia tiene un aire muy juvenil, lleva el cabello largo y atado en la nuca con una hebilla de cuero. Difícil no imaginarla como la veinteañera que fatigaba las calles de Tigre y Pacheco. Victoria la escucha desde el pasillo que da a la escalera. Parece que no quisiera alejarse mucho de la pequeña pieza que funcionaba como maternidad. Su tía postiza camina hasta donde termina la L imaginaria. Es la parte del edificio que está más cerca del río. “Acá estaba la Gaby, Norma Arrostito. Era marzo de 1977. La hacían caminar porque tenía mal las piernas”, recuerda Lydia. “Aprovechaba para recitarnos poemas de García Lorca, como ‘La casada infiel’.”
El cumpleaños perdido
“Lo de arriba que sea rápido”, ordena Lydia. Se hace entender. El director del documental baja la mirada y asiente. Es la primera vez que Vicky va a entrar al casino de oficiales de la ESMA, al lugar en el que nació.
Aunque las separan veinte años, las dos mujeres se ven cómplices. Van abrazadas por la calle interna de la base naval. La guía y su protegida mitigan los nervios con un atado de Philip Morris. Los demás las siguen a prudente distancia. Las ven abrazarse otra vez: Vicky el brazo en el cuello de Lydia, su compañera la lleva de la cintura. Rodean el edificio y entran por atrás. Allí está el descenso al Dorado, la escalera que llevaba al sótano donde los represores torturaban y amontonaban a los que iban a ser trasladados. Las mujeres entran, miran y salen sin decir nada.
Lydia va adelante. Lleva un pantalón negro y se ríe porque al caminar se le baja solo. El grupo entra por la puerta de atrás. El edificio no muestra cambios desde que el Gobierno lo convirtió en el “Espacio para la Memoria”. La excepción son los cartelitos de la comuna porteña: en gris y verde informan sobre los usos de cada uno de los salones. Lydia y Victoria giran hacia la derecha, pasan por un ventanal. Se detienen frente a un cartel que dice “Los Jorges”. En ese sector funcionaba la Inteligencia. Son varias oficinas a ambos lados de un pasillo. Una pertenecía a Jorge Acosta, otra a Jorge Rádice. De allí el nombre. La oficina 8 es una de las últimas. Durante un tiempo la ocupó Adolfo Donda Tigel.
Victoria y Lydia llegan hasta la puerta de ese cuarto. Se dan un abrazo largo, teatral. Los camarógrafos las están filmando. Adolfo Donda es el tío de sangre de Victoria, el hermano de su padre José María Laureano Donda. José María era montonero, desapareció un año después que su esposa. El eterno abrazo de las mujeres contrasta con el despojo de la oficina.
Del techo cuelga un cable con una bombita apagada, el cielorraso está descascarado. Una moquete verde manchada de humedad. ¿Representa esa habitación desocupada el poder absoluto sobre la vida y la muerte? Tras unos minutos, Victoria se da vuelta y regresa al hall de la planta baja. No se demoran mucho. Antes de que los fotógrafos se den cuenta, las dos mujeres suben rápido las escaleras. Para eso se estaban preparando. “Respirá profundo”, son las palabras que Lydia le ha cuchicheado una y otra vez a su compañera. Vuelven a escucharse.
Algo detiene a Vicky en el tercer piso. Frente a una habitación pequeña. “La redujeron con las reformas que hicieron para la visita de la CIDH”, le cuenta Lydia. No necesita aclarar más. La hija de Cori sabe que su mamá la parió ahí. Lydia señala hacia el pabellón que sigue a la derecha. “Ahí estaba Cori. Al lado estaba la Pichona, una compañera de Mendoza que era la otra embarazada”, dice. “Al lado mío estaba Beatriz Dileo, una escribana sin militancia. Era la ex esposa de un marino y la secuestraron para sacarle los bienes. La trasladaron luego de que firmara una escritura.” Victoria parece no escuchar, Lydia sigue ensimismada: “Se la pasaba con las agujas de tejer. A mí me tejió un pullover”.
Vicky baja las escaleras. Después volverá a subir. Se mete en la combi. Lydia la sigue y le propone tomar un whisky. Se ríen. La botella no aparece. El director promete pizzas y cervezas. “El sábado nos vamos a bailar y a tomar fernet”, invita Vicky. “Antes hay que tomar mucha agua”, sermonea Lydia, divertida y haciéndose la experimentada. Su compañera le sonríe. Lydia la mira. “¡Mirá esta morocha argentina!”, comenta señalando a Victoria. Dice que se parece a su tío boxeador, que vive en Canadá. Se entera de que a Vicky le gusta el boxeo. Alguien busca caramelos pero no quedan más. Los nervios han vaciado la bolsa, único ingrediente del módico catering. “Alguien va a salir rodando”, se escucha. Más risas.
Con el gesto de haber cambiado de aire, Victoria encara de nuevo hacia las escaleras. Otra vez al tercer piso. Lydia le dice que Cori le había contado que su familia quería que si era nena se llamara Dolores. Y que fue un parto agitado: “Yo tenía veinte años y no sabía nada. Sólo decía que respirara profundo y empujara”. Era nomás una nena. “No fuiste la más modosita cuando naciste. Así como sos ahora una negra camorrera, así naciste.” Lydia no termina de hablar y Vicky ya tiene los ojos grandes, más negros que nunca. Se produce un silencio. No es incómodo. Del vacío parece surgir un eco imaginario que repite las últimas palabras.
Lydia se separa unos metros. Como si estuviera buscando inspiración. “Tu mamá estaba preocupada por encontrar algo que permitiera identificarte. Pensaba que te iban a entregar a sus abuelos. Al final encontró unas cintitas azules que te pasó por la oreja.” Vicky ya sabe esa parte de la historia. Fue de lo primero que se enteró cuando supo su verdadera identidad, hace tres años. Pero hay algo que no sabe.
Lydia camina por el salón lleno de tuberías. No está paseando por Capucha sino por sus recuerdos, acaso por sus reproches. Y entonces lo dice: “Siempre me voy a arrepentir por no haber anotado el día en que naciste”. La mujer que la ha seguido por esta travesía emocional de varias horas, buscando su origen en una tarde de otoño, escucha sin decir nada. Sabe que nació en agosto de 1977 pero no la fecha exacta de su cumpleaños.
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