EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
La corrupción no pierde elecciones en el Cono Sur. En 1995, la mayor parte de la prensa y de la oposición clamaban contra el gobierno debido a reales y presuntos ilícitos, sin embargo ese mismo año el presidente Carlos Menem fue reelecto con más del 50 por ciento de los votos. En 2006, el gobierno de Brasil fue sacudido por escándalos de cohecho que involucraron a legisladores, ministros y miembros del círculo íntimo del presidente Lula, pese a lo cual obtuvo un segundo mandato con el 62 por ciento de los sufragios. No es que los ciudadanos sean indiferentes a que sus representantes reciban sobornos, pero, mucho peor, consideran que esas prácticas están implícitas, son costumbre, en la política y en cualquier otro ejercicio de poder (sindicatos, empresas, policías), de manera que en las opiniones electorales sobre la gestión de los mandatarios influyen más otros rubros que afectan de manera directa sobre las condiciones de vida y de trabajo de las mayorías, por ejemplo, el trabajo, los salarios, el transporte, la vivienda, la salud o la educación. Es improbable, por lo tanto, que el “caso Skanska” impida la continuidad de la actual administración nacional, pese a que ya fue revelado que no se trataba, como se dijo, de un negocio sucio sólo entre privados.
Esa comprobación de la experiencia no permite deducir que la corrupción suceda sin otro costo que el saqueo de fondos públicos. Por el contrario, los daños que ocasiona son múltiples. En primer lugar, impide la reconciliación de la política y del poder con la sociedad, lo que se traduce en rupturas generalizadas de la convivencia, ausencia de diálogo, sensación de injusticia y una crispación latente, que estalla cuando los rubros prioritarios no son satisfechos con criterios de equidad aceptables para la opinión mayoritaria. Estos elementos emergen también de la práctica histórica, a tal punto que calificados analistas de la región piensan que la megacorrupción es el principal factor de inestabilidad institucional, mucho más cuando tiene cobertura de impunidad. Desde ese punto de vista, fue saludable que el Gobierno haya prescindido de los servicios de dos funcionarios sospechados en la causa judicial del momento, sin esperar el resultado final de los tribunales.
Es una reacción diferente a la que estuvo en uso durante las pasadas dos décadas largas de gobiernos elegidos por las urnas, lo que hace una diferencia sustancial, así sea, como suponen algunos críticos, que se trata de una decisión forzada ante lo inevitable o la entrega de dos personajes de relevancia menor a fin de proteger a cuadros más altos del Poder Ejecutivo. Será más auspicioso todavía que el Gobierno ordene las auditorías independientes necesarias para verificar que el ambicioso plan de obras públicas no tenga más focos de contaminación o que la invocación al “estado de necesidad” de algunos proyectos no sirva para justificar sobreprecios, coimas y otros chanchullos de la misma especie. Perdida la virginidad, es preferible ir hasta el final, para que no quede ninguna duda insatisfecha, antes que volver a encerrarse en la presunción de honestidad que nubló la vista y trabó las lenguas de elevados niveles gubernamentales, como si todo el asunto no fuera otra cosa que el intento de manchar la reputación oficial durante la campaña para la renovación presidencial.
Las teorías conspirativas son útiles, valga la redundancia, cuando las conjuras existen, pero pierden eficacia al tratar de aplicarlas a las derivaciones de los procesos sociales. En Santa Cruz a nadie se le escapa que la oposición radical busca desdoblar las elecciones para separar las provinciales del “arrastre” de la nacional a fin de aumentar sus posibilidades, habida cuenta de que en 2005 el candidato de Kirchner obtuvo el 80 por ciento de los votos. En esa búsqueda, claro está, alentaban todo lo que pudiera demostrar que el desgobierno provincial no dejaba otra vía de salida. Aunque no fueran los instigadores directos, la injustificable agresión contra la ministra Alicia Kirchner puede anotarse en el mismo registro. No era esa la intención de los docentes que aprobaron la huelga a principios de marzo, ya que entre ellos, lo mismo que entre los demás empleados estatales, con seguridad había un número considerable de ciudadanos que formaron parte de aquel ochenta por ciento.
Mezquinar la respuesta adecuada y rápida, con el mismo grado de razonabilidad que cargaba la demanda gremial sobre la recomposición del salario mínimo y la convocatoria a paritarias, congeladas durante casi dos décadas mientras en el ámbito nacional el Gobierno se enorgullecía por restablecer el Consejo del Salario y el funcionamiento de las negociaciones entre sindicatos y empresas, no sirvió para descalificar la intencionalidad de los opositores políticos, sino para irritar a un número creciente de comprovincianos del Presidente y para abrirle un espacio relevante al obispo Romanín. Exigir la rendición incondicional del movimiento reivindicativo para iniciar negociaciones, una condición que no se exige en Gualeguaychú a los que cortan las rutas y puentes pese al daño que ocasionan a las relaciones bilaterales con Uruguay, fue otro extravío de la conducta apropiada que incentivó las crispaciones. El envío de gendarmes con el argumento de custodiar los inmuebles escolares elevó la cuota de riesgo de un desborde a cargo de un pequeño grupo de provocadores, sobre todo después de la tragedia de Neuquén, para un gobierno que pudo manejar en paz el movimiento piquetero bonaerense y hasta sumarlos, en buena medida, hacia actividades productivas o reclutar funcionarios propios entre los dirigentes de la base social. Al fin, la sensatez reinstaló el problema sobre los carriles que nunca debió abandonar, aunque todavía no terminaron las deliberaciones, de haberse aplicado desde el comienzo la mirada perspicaz que permitiera distinguir los diferentes propósitos de los diversos protagonistas.
Durante esta semana, el presidente Kirchner se refirió a este tema con tono irritado, lo cual sería comprensible ya que a ningún gobernante le gusta retroceder o perder la iniciativa política, pero otra vez algunas de sus referencias estuvieron ligadas a una comparación que, en frío, sabe que no resisten la prueba de la historia. “Nadie decía nada allá por los años ’90, ’91”, refirió el martes último desde su conocido atril, pero es sabido que mientras más dificultades deben afrontar los más débiles, menor es su capacidad de reacción. Aquellos eran años de hiperinflación y luego de una engañosa estabilidad antiinflacionaria llamada convertibilidad que terminó explotando en 2001/02. ¿Es posible comparar esa época con la recuperación actual? Sí, puede ser ingrato, pero es una verdad mundial que mientras mejor se encuentra, la sociedad aumenta sus expectativas y con ellas el monto de sus demandas.
En la misma ocasión, Kirchner afirmó: “Cuando paraban los trenes, cuando remataron los trenes en la Argentina durante la década del ’90, ¿dónde estaban las editoriales que decían por favor, cuiden el capital y el patrimonio argentino?”. Esta es una afirmación injusta para todos los que en esos años lucharon contra las políticas conservadoras, también desde el periodismo independiente, por ejemplo la política editorial de este diario desde su fundación hace veinte años. A veces parece que el Presidente leyera un solo diario y reaccionara en consecuencia. Sus comentarios estaban ligados a la violencia que sucedió en la estación Constitución, después de que fuera suspendido el servicio de trenes eléctricos hacia el sur bonaerense.
Las protestas de los usuarios que, como siempre, no recibieron ninguna explicación ni disculpas de la empresa Trenes Metropolitanos terminaron en un estallido de furia. Atribuir, como hizo algún ministro, el episodio a los activistas de Quebracho o de cualquier otro grupo del mismo carácter es casi tan arbitrario como pensar que los servicios de transportes de pasajeros no maltratan a diario a los usuarios, obligándolos a viajar en condiciones insoportables, mientras embolsan jugosos subsidios que le compensan los ingresos a cambio de mantener las tarifas en términos accesibles para los que menos tienen. A manera de referencia: al flamante gobierno conservador de Francia no se le ocurrió atribuir a una maquinación de Al Qaida la reacción violenta de los jóvenes de los suburbios parisinos que incendiaron más de 700 automóviles en varios días de furia, después de conocer el escrutinio que consagró a Nicolas Sarkozy. Aquí, los jóvenes bonaerenses han aprendido a confrontar con la policía en las canchas de fútbol, a la salida de los recitales de rock, durante los allanamientos masivos en las barriadas de emergencia o como víctimas del “gatillo fácil”, sin necesidad de ser activistas de ningún grupo político o ideológico. La unanimidad de opiniones no es una aspiración propia de demócratas, por más mayoría de votos que lo respalden.
Con mucho dolor, generaciones de izquierda aprendieron que silenciar las críticas “para no favorecer al enemigo” facilitaron la descomposición de sus sueños o permitieron que errores trágicos devoraran a sus más fervorosos militantes del cambio. También hubo que comprender que no todo lo que viene desde las bases es acertado o justo sólo por su origen. Movimientos como el sindicalismo de base de los subtes son un paso adelante hacia la necesaria renovación de las añejas y burocratizadas organizaciones sociales, pero también esos renovadores tendrán que ampliar la lealtad que hoy dedican a sus propias reivindicaciones a un nuevo concepto de servicio público que tenga en cuenta a los usuarios, trabajadores en su mayoría. De lo contrario, corren el riesgo de comportarse como lo hacen las empresas de transporte a las que no les importa la humanidad que habita sus formaciones cada día y a toda hora. Otro tanto puede pasarles a los docentes, si no permiten que los alumnos vuelvan al aula de una buena vez. En sociedades fragmentadas, las crispaciones, aun las más legítimas, pueden terminar confrontando a los que, en verdad, deberían integrarse para impulsar juntos a los gobiernos que buscan el cambio y para empujar a los que se resisten.
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