Sáb 09.06.2007

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Disimulos

› Por J. M. Pasquini Durán

Nadie que importe en la política nacional quiere ocupar la posición de derecha ideológico-política. Hasta ahora, la justificación más repetida es que izquierda y derecha han perdido el carácter que tenían en el pasado y ya no sirven como categorías de análisis debido a la complejidad del mundo moderno. No sólo es eso: para algunos analistas la calificación excluiría al imputado del régimen democrático. En la edición de ayer de La Nación uno de sus columnistas, luego de señalar que el presidente Kirchner se refiere a Macri como el candidato de “la derecha”, afirma: “Se trata de un planteo apocalíptico y peligroso (...) Y a un adversario al que se demoniza, lo único que le corresponde en teoría es la exclusión, pues no cabe con él la discusión de ideas” (F. Laborda, En el laberinto porteño). De manera que cuando se califica a la izquierda de tal, aplicando la misma lógica, la intención es excluirla para evitar el riesgo de apocalipsis. Por lo tanto, el debate democrático, la democracia misma, sólo sería posible entre centristas. Si se tratara de nombres, en lugar de derecha y de izquierda, podría hablarse de conservadores y revolucionarios, o de retrógrados y progresistas, pero de ninguna manera se puede aceptar que todo da igual o es lo mismo, ya que de alguna manera hay que identificar proyectos que guardan diferencias profundas y sustanciales, que sostienen valores contrapuestos.

El llamado centrismo ganó espacio en el discurso político de la mano del “pensamiento único” de la derecha neoliberal, pero nada menos democrático que la creencia en un único pensamiento. Sin conflicto de valores, explicó en su tiempo Max Weber, la política se reduce a un mero ejercicio del poder, cuando en verdad debe contener, juntos, tanto el polo de los principios como el de los intereses. Es curioso que los partidarios de una sola posición política, el centro, y del pensamiento único, sean los más preocupados por lo que llaman “el hegemonismo populista”, en un reiterado intento por demonizar al adversario, es decir para excluirlo de la democracia, según las razones invocadas por quienes se molestan si a Macri se lo ubica en la derecha política. Ese tipo de razonamiento excluyente permitió que el peronismo estuviera proscripto durante dieciocho años con prohibición legal de mencionar a sus máximos líderes, Perón y Evita, y que en distintos períodos del siglo XX partidos de la izquierda fueran obligados a la clandestinidad para sobrevivir. Es hora de aceptar que el sentido último de la política, siendo el espacio donde confrontan diversas opiniones que tratan de conquistar el poder, tiene como valor propio o fundamento la característica de preservar la condición de la pluralidad.

Rehuir la polémica de ideas puede ser un recurso táctico, incluso para no mostrar la hilacha o para “vender” mejor una imagen de oportunidad, pero no puede ser considerada una actitud virtuosa o, menos aún, un ejercicio de pluralidad democrática. Macri decidió preservar la importante intención de voto que lo llevó a competir por la gobernación metropolitana en lugar de la presidencia nacional mediante la negación de cualquier filiación ideológica o condición social. Tiene ambas, sin embargo: es de derecha y millonario, pero ninguna de las dos lo inhabilita para competir por el poder. Lo intentó en 2003 y le alcanzó para tener influencia decisiva en la Legislatura porteña; esta vez, obtuvo una victoria contundente en la primera vuelta de las elecciones porteñas para jefe de Gobierno y consolidó la mayoría en el Poder Legislativo de la ciudad, ubicándose a más de veinte puntos de distancia de Daniel Filmus, que cuenta con el apoyo de Kirchner.

El triunfo exaltó los ánimos de la derecha y del antiperonismo que estaban casi resignados a la imbatibilidad del kirchnerismo, dado que lo que pasó en Misiones no les alcanzaba, ya que el obispo Piña, cabeza de la coalición que se opuso al reeleccionismo sin fin del gobernador Rovira, no puede ser consignado a la misma tendencia política de Macri. Tampoco Neuquén, ya que no fue Sobisch el ganador sino Jorge Sapag, descendiente directo de los fundadores del Movimiento Popular Neuquino, tradicionales aliados del peronismo. La fórmula Macri-Michetti representaba la Capital, un distrito de resonancia mediática nacional, emblemático por múltiples razones. Para contener triunfalismos desaforados, el ensayista Natalio Botana ayer advirtió que no hay “articulación nacional” para estos avances parciales, que “paradójicamente, adquieren vigencia y valor ciudadano por su empeño en no trascender las fronteras de su distrito o provincia” (“Oposiciones locales”, en La Nación, 8/6/07). Dicho de otro modo: no amenazan el liderazgo nacional de Kirchner.

Por razones semejantes, hubo voces en el oficialismo que aconsejaban a Filmus “bajarse” de la segunda vuelta para no exponer al Presidente a otra derrota simbólica, a cuatro meses de los comicios del 28 de octubre. Aparte de sumar y restar –en política dos más dos no siempre son cuatro– no le faltaron argumentos de variado espesor a los defensores de la retirada estratégica, si bien derrotados pero con la satisfacción de haber descolocado en la competencia a Elisa Carrió. Kirchner escuchó pero no hizo caso. Prefirió la opción que más le gusta a su temperamento, “no darse por vencido ni aún vencido”, tal vez arrogante pero con sus propias razones. Había que cumplir con la letra constitucional que ordena el ballottage para acallar las voces que se hubieran levantado, en la hipótesis de la retirada, para acusarlo por falta de respeto a las instituciones. Luego, la econometría electoral calculó que aun perdiendo podría superar la marca habitual del peronismo porteño y que la polarización le daba la oportunidad de gestionar una convergencia multipartidaria que podría mantenerse para la presidencial de octubre. En cualquier caso, percibió ventajas que compensarían los efectos de una eventual segunda derrota.

Si Macri tuvo que disimular su filiación ideológica, hay que suponer que el electorado porteño, salvo bolsones determinados, no se corrió hacia la derecha con su voto porque el candidato ganador tuvo que ir a su encuentro. Tampoco es dable atribuir la victoria a la cantidad o calidad de sus promesas de gestión, ya que los ciudadanos porteños no se distinguen por la credulidad fácil, ni por la fidelidad al voto de hoy. Aunque las razones de la votación son muchas y diversas, teniendo que elegir alguna como la principal, es posible que haya sido un mensaje colectivo de descontento dirigido a los gobernantes, en primer lugar los de la ciudad, pero también a los nacionales. Asuntos como la seguridad, los transportes, la Justicia y la calidad de los servicios públicos, están en la órbita de la Nación, mientras que el tránsito, la basura, los hospitales y las escuelas son de jurisdicción metropolitana. Los porteños están disconformes con unos y con otros, que hacen a la deficiente calidad de vida en una ciudad injusta, en la que la polarización de ricos y pobres se muestra en el auge de la construcción de lujo y en el aumento de barriadas precarias.

En tiempos electorales, es difícil hablarles a los políticos de nada que no tenga efectos inmediatos para la atracción de votos, pero aparte de la agenda mediática que instalan los candidatos, que se resumen en los asuntos mencionados, hay otras cuestiones que preocupan a la vida cotidiana, no sólo de los porteños. El desabastecimiento de productos de alto consumo, lo mismo que el alza de precios en las marcas que prefieren las clases medias, el valor de los alquileres, las dificultades con la luz, el gas, el gasoil, todo potenciado por mensajes contrapuestos que no terminan de convencer en ningún sentido. La titular de Economía, Felisa Miceli asegura que algunos precios están descontrolados, pero el ciudadano de a pie no logra percibir que haya una campaña oficial efectiva para mantener bajo control a las mercaderías, no sólo de segundas o terceras marcas, ni a los mercaderes. La confianza antiinflacionaria está siendo perforada por los argumentos de los que hablan de inflación sofocada, pero no porque sus voceros sean más creíbles que los oficiales, sino porque en las góndolas los precios aumentan y los bolsillos indican costos superiores a cualquier estadística. A veces, los comentarios de la calle registran la impresión de que el Gobierno está demasiado entretenido con el juego electoral y descuida lo que antes era evidente, los reflejos listos para actuar sobre los sentimientos y sensaciones populares.

Por supuesto, no se trata de renegar del camino recorrido ni de ignorar que los problemas se multiplican en el final de mandato, más todavía por la indefinición sobre quién se hará cargo de la continuidad, una adivinanza que ya perdió el buen humor como esos chistes que de tanto repetirlos pierden la gracia. Que lo decidan en el momento que la ley de las urnas lo determine, pero mientras tanto que se cumpla la palabra empeñada: primero gobernar, después competir. Por supuesto que hay intereses afectados que aprovechan las circunstancias para auspiciar campañas intimidantes (por poco, hasta la niebla es atribuida a la imprevisión oficial), pero el Presidente dejó de confrontar con ellos para ocuparse de los adversarios en la búsqueda de votos. Para un político el equilibrio es difícil, puesto que tiene que atender varios frentes en simultáneo, como hacían los viejos maestros de ajedrez, pero es la tarea que eligieron y es de esperar que cumplan en favor del bien común.

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