Dom 08.07.2007

EL PAíS  › EL ROL DE LA IGLESIA CATOLICA EN REVISION

Que Dios lo perdone

El único pronunciamiento de la Iglesia Católica sobre el juicio al capellán Von Wernich fue para confirmar que sigue integrando sus filas. El reproche penal sólo se dirige a él y a sus actos, pero la revisión política y moral abarca el rol de la Iglesia Católica en aquellos años: el de su Vicariato castrense y el de la cúpula de entonces, pero también el de la estructura actual, argentina y romana, que le permitió fugarse de la Justicia y le dio asilo con un nombre falso en una parroquia de Chile.

› Por Horacio Verbitsky

El único pronunciamiento de la Iglesia Católica sobre el juicio al capellán de la policía de Buenos Aires, Christian von Wernich, fue para confirmar que aún integra sus filas. El proceso penal que comenzó el jueves en La Plata sólo involucra a este sacerdote, que participó en los interrogatorios a personas detenidas-desaparecidas mientras estuvieron alojadas en campos clandestinos de concentración que funcionaron en áreas de acceso restringido en media docena de unidades policiales. Pero el paralelo proceso moral y político comprende también la conducta de la institución eclesiástica a la que sigue perteneciendo.

Esto se refiere al Vicariato castrense del que dependía y a su específica rama policial y a la Conferencia Episcopal Argentina de entonces. Pero también a la estructura episcopal presente, tanto argentina como romana: Von Wernich se fugó de la Justicia con la protección de la Iglesia Católica que, tal como es costumbre con los sacerdotes pedófilos, lo reubicó con otro nombre en una parroquia de Chile, donde fue descubierto y extraditado. Se presentó ante los jueces como sacerdote de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana y vestido con el clergyman que identifica a sus miembros. Todos los corresponsales extranjeros que consultaron con la Conferencia Episcopal se sorprendieron por la negativa a formular cualquier comentario, cosa que sus colegas argentinos consideran natural. El único documento oficial de la Iglesia argentina confirmó que Von Wernich aun integra sus filas. Se trata de un comunicado de la Secretaría General de la Conferencia Episcopal cuyo texto “deja en claro” que es “totalmente inexacto” que el obispo emérito de Viedma Miguel Esteban Hesayne haya sido citado como testigo en el juicio oral y público “que se le sigue al presbítero Christian Federico von Wernich”. Sólo el obispo retirado Oscar Justo Laguna se animó a hablar sobre el tema: dijo que ninguna voz de la Iglesia había defendido a Von Wernich, que debía soportar el proceso como cualquier ciudadano común. Sin embargo, al inaugurar en mayo la Asamblea Plenaria del Episcopado, su presidente, cardenal Jorge Mario Bergoglio, aludió al juicio como parte de una persecución calumniosa a la institución.

Importación no tradicional

Soporte dogmático de todos los golpes de Estado producidos en el siglo XX en el país, la Iglesia Católica argentina desarrolló durante la Guerra Civil Española de 1936-1939 una fuerte identificación con el nacional–catolicismo y el espíritu de Cruzada. A mediados de la década de 1950 fue la fuerza decisiva en el derrocamiento del gobierno popular del presidente Juan Perón y la vía de importación a la Argentina de los métodos de guerra contrarrevolucionaria desarrollados por la organización de militares católicos franceses Cité Catholique durante la guerra colonial de Argelia. Algunos de esos militares y capellanes, como el coronel Jean Gardes y el sacerdote Georges Grasset, huyeron a la Argentina luego de la independencia de Argelia. Grasset llegó en 1961 y estableció aquí lo que llamó una antena de su organización, con el nombre de Ciudad Católica. Gardes, que había sido condenado a muerte en Francia, llegó en 1963 y pudo asentarse en la Argentina gracias a un trato con el servicio de inteligencia de la Armada, representado en la negociación por el capitán de corbeta Federico Lucas Roussillon, que le consiguió los papeles a cambio de que dictara cursos de guerra antisubversiva a los oficiales navales en la Escuela de Mecánica de la Armada.

La Biblia del grupo es el libro El marxismo-leninismo, de su fundador, Jean Ousset, que incluye una recopilación de encíclicas papales condenatorias del comunismo y una doctrina de la guerra contrarrevolucionaria. La primera edición fuera de Francia se publicó en la Argentina en 1961. El traductor al castellano fue el jefe de inteligencia del Ejército argentino, el coronel Juan Francisco Guevara, y el prólogo fue escrito por el presidente de la Conferencia Episcopal y al mismo tiempo vicario general castrense, cardenal Antonio Caggiano. Para el líder de Cité Catholique enemigo es todo aquel que procure subvertir el orden cristiano, la ley natural o el plan del Creador, lo cual explica el amplio espectro de organizaciones y personas que cayeron bajo la atención de sus discípulos. Como dice Caggiano en el prólogo, hay que prepararse para una “lucha a muerte” que califica de “eminentemente ideológica” contra enemigos que todavía “no han presionado las armas”. Esta frase es otra constatación rotunda de los alcances del plan de masacre, elaborado antes de que surgiera la primera organización guerrillera en el país.

Ciudad Católica publicó aquí la revista Verbo. Muchos de sus artículos eran traducción de los editados en la versión francesa, Verbe. Pero en algunos casos, como la serie Moral, derecho y guerra revolucionaria, el trasplante incluyó la mera sustitución de nombres en un texto idéntico: donde el original decía Argelia, la copia lo reemplazaba por Tucumán. En Francia se publicaron en 1959 firmados por Cornelius, en la Argentina en 1975, por Centurión. Con citas de San Agustín, Santo Tomás, San Ignacio, Pío X, Pío XI, Pío XII y el Catecismo del Concilio de Trento, desarrollan la doctrina de la guerra justa contra quienes procuran “la Revolución o Subversión del orden natural” y afirman que “ser subversivo es el crimen más grave. Merece entonces de por sí una pena más grave que cualquier otro crimen”. El general Ramón Camps, de quien dependía Von Wernich, era integrante de ese grupo.

La anunciación

Cuando Caggiano se jubiló, tanto la presidencia del Episcopado como el Vicariato General Castrense pasaron a manos de otro miembro de la misma línea integrista, el arzobispo de Paraná Adolfo Tortolo, que ocupó el primer cargo hasta 1976 y el segundo hasta su muerte, en 1981. Es decir que en las dos décadas previas al golpe la prédica jerárquica y la asistencia espiritual a las fuerzas armadas y de seguridad estuvieron monopolizadas por esa tendencia que había sido desplazada en la Iglesia universal desde fines de la Segunda Guerra Mundial por posiciones más respetuosas de la libertad y de la democracia. Tortolo fue comisionado por los jefes de las Fuerzas Armadas para solicitar la renuncia de la presidenta Isabel Martínez. La viuda de Perón se negó, con lo cual comenzaron los preparativos para el golpe militar. En los últimos días de 1975, el presidente del Episcopado anunció su inminencia, no en una capilla de campaña sino en un hotel de cinco estrellas, y su auditorio no estaba integrado por militares sino por hombres de negocios. El prelado citó al poeta franquista José María Pemán y comparó la crisis argentina con la que imperaba en España en vísperas de la Guerra Civil. Sostuvo que Dios permite el mal en vista a los bienes que produce, exaltó las fuerzas latentes y las reservas profundas que surgen en la adversidad para hacer sentir su oculto y misterioso poder y anunció que se avecinaba un proceso de purificación.

Las fuerzas latentes hicieron sentir su oculto y misterioso poder tres meses después. En la noche del 23 de marzo de 1976, los jefes del Ejército y de la Fuerza Aérea, Jorge Videla y Ramón Agosti, visitaron a Tortolo y Bonamín en la sede del Vicariato Castrense. De allí marcharon a tomar el poder. Al salir se cruzaron con un sobrino de Bonamín y su nuera. Luis Bonamín, sobrino nieto del jefe de los capellanes, había sido secuestrado y asesinado por la policía de Rosario y la muchacha, de veinte años, necesitaba ayuda para salir del país, que el provicario le negó. La semana siguiente, Tortolo se declaró en coincidencia con el flamante dictador: “Los principios que rigen la conducta del general Videla son los de la moral cristiana. Como militar es de primera, como católico es extraordinariamente sincero y leal a su fe”. También dijo que ante la subversión debían tomarse “medidas duras o violentas”.

Una muerte cristiana

La semana pasada el tribunal supremo de justicia de España fijó en 1084 años de cárcel la condena contra el capitán de corbeta Adolfo Scilingo, según quien el método de eliminación de los detenidos-desaparecidos, arrojados al mar con vida desde aviones navales, fue consultado por la Marina con la jerarquía eclesiástica, “para buscar que fuese una forma cristiana y poco violenta” de muerte. Así lo informó en la base naval de Puerto Belgrano el comandante de Operaciones Navales, vicealmirante Luis Mendía. Al regresar del primer vuelo, Scilingo se sintió perturbado y recurrió al capellán de la Escuela de Mecánica de la Armada, que le reiteró que era “una muerte cristiana y que en la Biblia está prevista la eliminación del yuyo del trigal”.

Poco después del golpe, mientras Tortolo presidía la Asamblea Plenaria del Episcopado, Bonamín imploró la bendición de Dios para los nuevos generales y sus sables e insignias y los llamó “soldados del Evangelio”. En el informe Nunca Más, la CONADEP mencionó a cinco capellanes colaboradores con la dictadura, entre ellos Von Wernich, pero dejó en penumbras el comportamiento del Episcopado. Dos años después, el pedagogo Emilio Mignone, ministro de Educación de Domingo Mercante en la provincia de Buenos Aires durante el primer gobierno de Perón y viceministro de Juan Carlos Onganía en la década siguiente, avanzó en su libro clásico Iglesia y dictadura sobre la complicidad institucional del Episcopado. Según Mignone, padre de una desaparecida, Tortolo defendió la tortura ante sus pares con argumentos de teólogos y pontífices medievales. Mignone menciona a una docena de capellanes de las Fuerzas Armadas y de seguridad, confesores de prisioneros que iban a ser fusilados en la clandestinidad; justificadores del secuestro, tortura y asesinato de otros sacerdotes; teorizadores de que torturar sólo era pecado después de las primeras 48 horas; denunciadores de obispos o sacerdotes como punta de lanza de la infiltración comunista en la Iglesia y/o asistentes a sesiones de torturas. Además consigna un dato personal impresionante: por los seminaristas de Paraná que cuidaron a Tortolo durante el largo deterioro de su mente, Mignone supo que deliraba a los gritos que su madre estaba desaparecida.

El Ejército asignaba un rol de gran importancia a los capellanes a efectos de “fortalecer la mística espiritual y contrarrestar la acción del enemigo. Así lo explica el documento secreto con el que el jefe del Cuerpo I de Ejército, general Carlos Suárez Mason, planificaba sus operaciones: “El objetivo de identificar al hombre con la Patria y el Hogar deberá hacerse sobre la base de una acendrada educación cristiana: DIOS” (mayúsculas, subrayado y sintaxis, del original).

La cruzada

A la muerte de Tortolo el diario fundamentalista de Bahía Blanca La Nueva Provincia sostuvo que al gobierno debía interesarle su sucesión por Bonamín para evitar objeciones morales al comportamiento de las Fuerzas Armadas en la guerra antisubversiva, que se libró “bajo una inspiración, según una doctrina y desde una óptica, en última instancia religiosa”. Gracias a la conducción enérgica y unitaria de los capellanes destinados a cada unidad, los soldados se convencieron de la legitimidad de la lucha y la necesidad de la victoria. El mérito de Bonamín fue “haber diseñado los grandes lineamientos apostólicos de esta formación con que se templó a los soldados, transformando su campaña en una cruzada. Fue acompañado por capellanes que no se dejaron tentar por el humanismo modernista” y “atenuaron las tensiones del combate y de la vigilia y la justicia de la muerte propia y ajena”. La lucha contra la guerrilla era una “causa cristiana y nacional” en la que se expresaban los ideales comunes entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas. Por eso “es llegado el momento de que la Espada defienda a la Cruz que defendió a la Espada”.

A principios de 1983, cuando la dictadura se caía a pedazos y el Episcopado hacía los mayores esfuerzos por rescatarla y negociar con los partidos políticos una salida que preservara a las Fuerzas Armadas de las consecuencias de sus actos, el encargado de las relaciones políticas del Episcopado, Oscar Justo Laguna, informó a la Asamblea Plenaria obispal que en la reunión mantenida con el último dictador, el general Benito Bignone “defendió la tortura y dijo que se lo habían enseñado sus capellanes castrenses”. Laguna le respondió que la tortura es intrínsecamente mala, como establecieron Pablo VI y Juan Pablo II. También le dijo que la Iglesia “tiene principios éticos sobre la reconciliación”, pero los obispos “no somos técnicos. Eso compete a los políticos”. Casi un cuarto de siglo después, con el juicio a Von Wernich que empezó el jueves y el que comenzará el martes contra los principales jefes del Servicio de Informaciones del Ejército, el sistema político se hace cargo de esa responsabilidad que durante tanto tiempo eludió.

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