Dom 08.07.2007

EL PAíS • SUBNOTA

Un santo argentino

› Por Horacio Verbitsky

Benedicto XVI declaró beato a Ceferino Namuncurá, porque una mujer con cáncer de útero imploró su intercesión y se curó sin que la ciencia pudiera explicar cómo ni por qué. Un segundo milagro lo haría santo. Ni la información eclesiástica ni los artículos de prensa sobre la decisión mencionaron las relaciones de la Santa Sede con la oligarquía argentina ni el proceso social y económico que llevó al indiecito bueno de las tolderías de la Patagonia hasta Roma y luego de su muerte, a los altares.

En 1934, año del Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Buenos Aires, la Santa Sede agradeció “la generosidad del salesiano Adolfo Tornquist”, que permitió erigir “con dinero argentino” el Instituto Pío XI de Roma. Dos años antes el rector de la Universidad Pontificia Gregoriana rindió homenaje de gratitud a “los hijos de la noble Nación Argentina” que “ocupan el primer lugar sobre todos los demás benefactores”. Ambos reconocimientos fueron comunicados a la Cancillería por el embajador Carlos de Estrada. La fortuna familiar del munífico sacerdote Tornquist provenía de la guerra al indio del último cuarto del siglo XIX, precursora de la guerra sucia militar contra la sociedad argentina del siglo XX. Con una y otra se consolidaron grupos de poder decisivos y nuevas formas de inserción en el mercado mundial.

Los capellanes católicos que acompañaron a las tropas partieron en el mismo tren que el ministro de guerra Julio Roca y su Estado Mayor. El salesiano Santiago Costamagna confió sus preocupaciones al creador de la sociedad de San Francisco de Sales, Juan Bosco, por el uso de medios tan poco evangélicos como las armas: “Es necesario adaptarse por amor o por la fuerza. En esta circunstancia la cruz tiene que ir detrás la espada. ¡Paciencia!”.

Demasiada paciencia: Costamagna envió esta carta después de conocerse que un regimiento comandado por uno de los hermanos de Roca fusiló a más de medio centenar de indígenas, en lo que el diario La Nación calificó como “crimen de lesa humanidad”. Los estudios de la antropóloga Diana Lenton sobre partes militares y diarios de la época también dan cuenta de la violación sistemática como arma de guerra, la prostitución forzada como botín de los soldados, la entrega de las mujeres y los niños como sirvientes a las principales familias porteñas.

Uno de los capellanes salesianos que llegaron al Río Negro para catequizar a los vencidos consignó: “La miseria en que los encontré es algo impresionante”. Una foto tomada en 1879 en el Fortín Puan simboliza el ambiguo rol de la Iglesia. De un lado posan en sus uniformes (que en la placa se ven grises) Roca y sus coroneles y del otro, solitario y el único con vestimentas blancas, el cacique Pichi Huinca. Entre ambos, de riguroso negro eclesiástico, el obispo Mariano Espinosa y el presbítero Costamagna. En 1883, el salesiano Domingo Milanesio y su colega Giuseppe Fagnano denunciaron los “agravios a las garantías de los vencidos”, pero sólo en cartas que enviaban a Italia, mientras en el país actuaban como parte de un “bloque civilizador” unido.

Según Roca los ahora desolados campos se convertirían en pueblos florecientes en los que millones de hombres vivirían ricos y felices. Ricos y felices vivieron menos de dos mil personas, entre ellas altos jefes o proveedores del Ejército, como el propio Roca y sus hermanos Ataliva y Rudecindo, y el ingeniero belga Ernesto Tornquist. Las tierras así despobladas se repartían “en concesiones fabulosas de treinta y más leguas” que caían bajo “la garra de favoritos audaces”, que formarían el núcleo de la oligarquía, como cuenta en sus memorias el comandante Manuel Prado. Esto condicionó el desenvolvimiento posterior de la sociedad y la economía, porque la tierra también quedó fuera del alcance de los inmigrantes atraídos por el programa de Sarmiento y Alberdi. No hubo colonización agrícola de pequeñas propiedades que producen para el mercado interno como en Estados Unidos, sino gran latifundio de exportación hacia el mercado mundial. Tornquist participó en cada etapa de ese programa: su empresa de transporte Villalonga condujo de ida las provisiones para los soldados expedicionarios que conquistaron esas tierras y llevó de vuelta a los indígenas ranqueles como mano de obra esclava a los ingenios azucareros de la oligarquía de Tucumán. También construyó el ferrocarril de Tucumán a Rosario y financió la construcción del puerto de Rosario, para exportar el azúcar producido en esas condiciones. Cuando Roca fue presidente le brindó tres ministros de Hacienda que eran gerentes de sus empresas.

La Administración Tornquist, instalada en uno de los pueblos que se fundaron durante la campaña, recibió la asistencia espiritual de los salesianos. El sacerdote Domingo Milanesio celebraba misa, predicaba, confesaba, administraba los sacramentos y catequizaba en la sala más amplia de la sede empresarial. El propio Roca asistió a la bendición de una capilla construida por Ernesto Tornquist, uno de cuyos descendientes ingresó a la orden de Don Bosco. Milanesio había sido el mediador de la rendición del cacique Manuel Namuncurá a Roca, quien le concedió ocho hectáreas de tierra y el grado de coronel. Su hijo Ceferino inició una carrera religiosa en Viedma y en Buenos Aires, bajo la orientación del salesiano Juan Carlos Cagliero, con quien luego viajó a Roma. Su propósito era proseguir sus estudios y tratarse de la tuberculosis, una de las enfermedades contagiadas a los pueblos originarios por soldados y misioneros.

Allí fue recibido por Pío IX, que le regaló una medalla. Todos los relatos hagiográficos destacan la complacencia del Pontífice al escuchar al humilde aborigen expresarse en italiano. Ceferino agonizó sin quejarse y murió en 1905, a los 18 años. Sus restos fueron repatriados en 1924 por gestión del salesiano Adolfo Tornquist, hijo de Adolfo y donante para la construcción de algunos de “los más suntuosos edificios modernos de Roma”, según el admirativo comentario del embajador Estrada. Cuando llegaron al puerto de Buenos Aires, los despojos de Namuncurá fueron conducidos de regreso a la Patagonia por la empresa familiar de los Tornquist, el Expreso Villalonga. Modelo de sumisión, el probable primer santo argentino es recordado por la Iglesia como “el lirio de las pampas”.

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