EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
El bloque de Diputados oficialista se apresta a votar cuanto antes la derogación del artículo séptimo de la llamada ley Cafiero, con la disciplina que todos le reconocen, que Mauricio Macri (en este caso) le exige y que Elisa Carrió considera un desaire a la República. “Nuestra idea es hacerlo con una ley lo más clara posible, que destrabe el obstáculo legal que impide que la Ciudad Autónoma tenga policía propia”, describe una primera espada del Frente para la Victoria. La ley pensada, si se concreta la moción del Gobierno, será lacónica como un haiku, “de ser posible un solo artículo”. Los proyectos más ambiciosos, como el presentado por la diputada Juliana Marino, quedarán para después.
La Comisión de asuntos municipales aprobará el despacho de la mayoría y el mismo miércoles podría votarse sobre tablas lo que, en jerga política y periodística (esto es, de modo gráfico e impreciso técnicamente) se apoda “media sanción”. El miércoles, vaya una primicia para lectores ávidos, será 8 de agosto. El 15 de agosto el Senado podría sacar la norma tipo minuta, con guarnición de fritas. Es la fecha que reclama Mauricio Macri, desde que se reunió con Néstor Kirchner en la Casa Rosada. Será un avance ir demoliendo ese sistema infausto y capcioso, como casi todo engendro derivado del Pacto de Olivos.
El discurso público del macrismo exige, además de liberar a la Ciudad del yugo normativo, la transferencia de los recursos necesarios. El gobierno replica que ese tema, que afecta fondos del tesoro nacional, debe tener una discusión más vasta. Ambos tienen su parte de razón, la bisectriz es construir ese proceso con seriedad, sin obstruccionismo ni impromptus destinados a los palcos VIP.
Macri debe resolver si acepta bajo protesta el primer paso o si se planta (por unos días, no más) exigiendo algo que no conseguirá de momento. Sus voceros no lo dicen pero es verosímil que, fiel a su imagen pública cooperativa, elija el camino de la transigencia: dejar constancia de que se ha avanzado algo, que falta mucho y comenzar la segunda etapa, más trabajosa. Demostrar tolerancia y ánimo positivo es parte del bagaje que le valió una fastuosa victoria electoral.
La complejidad del traspaso pleno tal vez no sea del todo una mala noticia para él. Su discurso facilista se pondría severamente a prueba si, abruptamente, la Federal quedara bajo su esfera de competencia. Ningún gobernador que maneja su policía ha resuelto el drama de la inseguridad en los grandes centros urbanos, se ve que no es tan sencillo como conseguir el préstamo de Juan Román Riquelme. Quizá se parezca más al entuerto de garantizar que los barrabravas no se enseñoreen por la Bombonera. Una perversión que Macri no ha evitado a pesar de llevar ahí varios años de mandato, sin elecciones intermedias.
En el ínterin Macri deberá cavilar acerca de cómo podría incidir en la construcción de su liderazgo nacional una eventual consulta a porteños destinada a impresionar (o presionar, tout court) a gobiernos y pueblos de otras comarcas. El sentido común aconseja moderar los arrebatos unitarios. Como ocurre en toda buena familia, “el interior” recela de las ínfulas de los porteños. A sus representantes les viene bien, de vez en cuando, demostrar autonomía. O sobreactuarla, si llega el caso.
La remanida admonición de que Macri “quedará como rehén” del Gobierno si no tiene su propia Policía (o si no recibe todo lo que reclama) al toque es una sandez. La embellece el encanto de victimizarse, la desacredita la cruel realidad. La trayectoria de Fernando de la Rúa, que convivió con el menemismo y llegó a Presidente como por tubo, contradice esa hipótesis tremendista, cuanto menos refuta que sea inexorable. Muchos recursos materiales y simbólicos posee el alcalde porteño, si se da maña para manejarlos.
Aunque quizá a Macri le valga seguir obrando como hasta ahora. Rezongar, obtener paso a paso lo que en buena ley corresponde a los porteños. El costado protestón y malcriado le sale muy bien, quizá porque lo viene practicando desde la cuna.
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