Mié 22.08.2007

EL PAíS

“Estamos con los que no están o con los que se fueron quedando”

Los ex presos políticos y sus familiares visitaron la cárcel de Rawson. Colocaron una placa y recorrieron las celdas. “Abuelo, te saqué una foto saliendo”, le dijo ayer a uno de ellos su nieta.

› Por Werner Pertot
desde Rawson

La bandera argentina ondeaba, inmensa, frente a las puertas de la cárcel de Rawson. Pero algo era diferente. Era una bandera celeste y blanca, pero en un costado tenía la estrella roja del PRT-ERP y en el otro la estrella federal de Montoneros. Y en el cielo se leía: “Verdad, memoria y justicia”. Era el estandarte que plantaron los más de 300 ex presos políticos de la dictadura que desembarcaron en las puertas de la prisión que intentó destruirlos durante años. Hija de dos de ellos, Raquel la miró por un momento cuando salió del penal. “Es un lugar muy reducido, pequeño. Pero de acá salió el amor de mis viejos, de acá salimos mi hermano y yo.” Y es que sus padres se enamoraron allí: eran Rosa María Pargas y Alberto Camps, uno de los tres sobrevivientes de la masacre de Trelew, de la que se cumplen hoy 35 años. Ambos están desaparecidos.

Durante los largos meses previos a la fuga de agosto de 1972, las presas y los presos políticos de esa cárcel solían organizar payadas entre un piso y el otro. Como las mujeres estaban en un piso arriba de los hombres y había unas claraboyas, los presos formaron una sólida pirámide humana para que Alberto Camps pudiera llegar con la mano a alcanzar la de Rosa María Pargas. Ayer su hija volvió a ese lugar, junto con José Haidar, hijo de Ricardo René “El Turco” Haidar, otro de los sobrevivientes de la masacre, que también fue asesinado por la última dictadura.

Ante la ley

Un concierto de abrazos estalló en un hotel en el que los ex presos comenzaron a llegar en oleadas desde distintos puntos del país. Todas las conversaciones empezaban con la frase “¿Te acordás de...?” y allá iba otra anécdota tumbera entre mates de todos los gustos y colores y empanadas a montones. También estaba allí Alicia Bonet –esposa de Pedro Bonet–, con sus hijos y nietos, y Eduardo, el hermano de Humberto Toschi, otro de los fusilados aquel 22 de agosto.

De allí partieron en micros, riendo, haciendo chistes y recordando historias como viejos compañeros de colimba. Un día de sol brillante los acompañaba. Un día peronista, a decir de algunos. En el micro se hizo un silencio breve cuando llegaron frente a la cárcel, con sus paredes blancas y sus ocho pabellones con forma de panóptico. Las garitas de entrada anunciaban que estaba “prohibido avanzar”. En grupos de treinta, avanzaron hacia su interior de a poco (el ingreso al penal es gradual y se atraviesan círculos, como el descenso al infierno de Dante).

–No se te ocurra poner las manos atrás –bromeó el Zoilo, uno de los ex presos. Se refería a una de las disposiciones de los grises en la dictadura, que obligaban a los presos a caminar con las manos atrás y la cabeza gacha.

–Che, viene lento esto –comentaba Ramón Torres Molina, otro ex detenido.

–Pasa que antes te ayudaban a entrar más rápido con un par de patadas en el culo –aportó el Zoilo, que recordaba su propio ingreso. Finalmente cruzaron el perímetro.

En la sombra

El patio que se extiende detrás del primer muro descubre un campo con pinos y un césped estrictamente cortado. Algunos presos recordaban que hicieron la base de madera que sostenía la bandera argentina. Keyla, la nieta del Zoilo, correteaba con su campera rosa por el pequeño jardín y sacaba fotos a los penitenciarios que circulaban por la pasarela, sobre el segundo muro donde patrullaban los grises. Hasta que, con un ruido sordo, un candado se abrió y se corrió una reja. Y se abrió la puerta de entrada, de un considerable espesor. Y adiós al sol.

Adentro se extendía un largo pasillo con un piso derruido y grandes luces rojas a los costados, como en un submarino. La sensación de ahogo era la misma. Los ex presos traspasaron unas tras otras las puertas de rejas que hay cada unos pocos metros. A los costados, los pabellones poblados con presos estaban saturados de guardiacárceles que miraban, marciales, con cierta inocultable severidad.

Otra puerta doble de metal se abrió con un ruido sordo y los ex presos entraron al pabellón 6, que está en remodelación. Comentaron que faltaban las mesas largas y las estufas que estaban en su época, pero las celdas seguían siendo igual de pequeñas: no miden más de dos metros por uno. Allí los tenían de a dos en las peores épocas. “Yo estaba más o menos por acá”, comentó Gustavo Westerkamp desde la puerta de su ex celda.

El Zoilo, que había entrado con sus hijos y sus nietos, les relataba algunas de las historias que se vivieron allí. Otros ex presos lo imitaban con sus familias, con un inocultable orgullo (“a esto sobrevivimos”). Salieron al patio. Otra vez el sol. Y el viento, aunque escaso. Un par de palomas salieron espantadas. “Yo me imaginaba cómo se vería todo desde el ojo de las gaviotas, porque no lo podía ver”, recordó Carlos. Cruzaron los muros con alambres de púa del patio y salieron hacia los talleres de trabajo.

Un numeroso grupo de penitenciarios los esperaba allí, observando. Haciendo acto de presencia. “Acá nos traían previa requisa completa”, explicó el Zoilo a su familia, mientras entraban en la carpintería. Los hijos de los presos no se perdían una palabra.

–Che, yo hice el baño, ¿todavía estará? –preguntó uno de los presos.

–Eh, no sé. Hoy me estoy enterando de cada cosa –dijo el penitenciario treintañero, que sujetaba todavía el cigarrillo. Un portón enorme se movió con dificultad para dejarlos escapar por otra salida. Apenas puso un pie afuera, el Zoilo vio que su nieta se acercaba con la cámara. “Abuelo –le dijo–, te saqué una foto saliendo.”

La ronda

Familiares de desaparecidos, de los presos, de los fusilados en Trelew, los ex presos, amigos, funcionarios, todos se reunieron en una ronda en torno de la placa que colocaron frente a la cárcel. “En esta unidad penal entre los años 1970 y 1983 miles de militantes populares resistieron las políticas de exterminio de las dictaduras militares”, se lee sobre el mármol. “En la esquina había una casa, que se abrió para que los familiares pudieran comer o dejar un paquete para los presos”, recordó otra ex presa, Carlota Marambio, que más tarde descubrió otra placa en reconocimiento a la solidaridad de los vecinos.

“Volvimos. Hoy, por nuestra propia voluntad. Nuestros padres, hijos y hermanos están acá, a nuestro lado y muy cerca. No están detrás de un vidrio como nos obligaban entonces”, leyeron dos hijos de los ex presos, Agustín Mogordoy y Victoria Egea, el discurso que habían consensuado los ex detenidos. “Estamos juntos también con los que no están, o con los que se fueron quedando a consecuencia de lo que aquí vivieron”, recordaron. Y cerraron con un reclamo que no parece ajeno a ningún aniversario: “Aparición con vida de Julio López”.

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