EL PAíS › OPINION
› Por Alejandro Bonvecchi Y
Marcos Novaro *
La coalición electoral implícita que llevó al kirchnerismo al poder en 2003 y que durante cuatro años él buscó por distintos medios hacer efectiva, no fue la que acaba de darle la victoria a Cristina Fernández de Kirchner (CFK). Esa coalición deseada suponía la convergencia del núcleo duro del voto peronista (asalariados y no asalariados de los menores niveles de ingreso) y una porción sustancial (la progresista) de las clases medias urbanas: una nueva variante del camino que en su momento transitaran, con éxito cambiante, tanto Alfonsín como Menem, e incluso la Alianza. El conteo electoral que acaba de concluir revela que, con la parcial excepción de la ciudad de Mendoza, CFK cosechó el voto más uniforme y masivamente pobre de todos los presidentes electos desde 1983, poniendo en aprietos a la transversalidad centroizquierdista. El propio resultado local en Mendoza aporta en este sentido, al haber enajenado a la concertación plural lo que podía quedarle de sustento territorial y partidario.
De esta paradójica victoria pueden darse tanto razones positivas como negativas. Entre las primeras, que el crecimiento económico y la disminución de la pobreza y el desempleo –al beneficiar proporcionalmente más a los sectores bajos– hayan bastado para formar una cuasi mayoría presidencial y una amplia mayoría parlamentaria. Entre las segundas, los traspiés electorales y políticos en que el Gobierno incurrió desde 2005 y que lo fueron distanciando de los sectores medios. Con una lectura antojadiza del resultado de aquellas elecciones legislativas (donde obtuvo el 38 por ciento de los votos y perdió algunos diputados), y quizás un más realista temor ante la persistente fortaleza de los barones peronistas del conurbano y el interior, Kirchner se lanzó entonces a consolidar su dominio sobre el sistema político a través de la reforma de la Magistratura, los poderes presupuestarios especiales, los decretos de necesidad y urgencia con sanción tácita, el despido de Lavagna y la concentración en sus manos del manejo de la economía. Pero el rechazo público y el reagrupamiento opositor generado por aquellas reformas institucionales, el rebrote inflacionario y la solución hallada en la intervención del Indec, la crisis energética y, como punto culminante, la serie de traspiés en distritos todavía competitivos, fueron mostrando el abismo que cada paso orientado a dominar al peronismo y fortalecer su poder institucional abría en la relación con los sectores progresistas e independientes de clase media que inicialmente lo habían acompañado.
Ante esta evidencia, el Presidente debió recostarse más y más en los jefes peronistas a quienes en principio había despreciado. Pero lo hizo sin abandonar el sueño de la coalición transversal. De modo que consumió dos largos años estimulando y subsidiando el consumo de clase media, ignorando que ésta sacaría oportuno provecho de ello y luego votaría pensando en el trato a la prensa, la inseguridad, la manipulación de los índices y otros asuntos espirituales, no materiales. No por ser “gorilas”, acusación que resulta no sólo inoportuna, al estar motivada en el despecho por el esfuerzo de seducción desatendido, sino técnicamente desacertada: no es que, como en los años ’50, estos sectores se sientan amenazados por el peronismo, al contrario, saben muy bien que él los salvó, sólo que creen que lo hizo porque se lo merecían, y que se merecen mucho más.
En todo caso, lo que exige explicación no es tanto esa actitud, racionalmente maximizadora, como la insistencia kirchnerista. Una de las claves al respecto tal vez resida precisamente en el trauma generado en la tradición peronista por la crisis de confianza desatada en los sectores medios hacia Perón entre su primero y segundo gobierno: en su afán revisionista, pareciera que los Kirchner creyeron poder evitar se repitiera la deriva que siguió a la renuncia por parte del fundador del movimiento a su promesa nacional y popular y a compatibilizar ad eternum crecimiento y distribución, pero no advirtieron lo mucho que se acercaron a repetir la historia, en la ilusión, muy propia del general, de que la realidad es infinitamente maleable.
Como sea, una vez que la coalición electoral efectiva ha revelado ser tan fiel a la tradición, cabe preguntarse qué impacto tendrá en el curso de la gestión que se inicia, en su relación con el partido. ¿Cesarán los subsidios pro clase media a los servicios públicos domiciliarios y se aplicarán aumentos selectivos a hogares de mayores ingresos con tarifa social para los más pobres? ¿Se procurará, pacto social con empresarios y sindicatos mediante, retrasar el salario real para contener la inflación y bajar costos? Si la coalición con las clases medias urbanas probó ser inviable, o al menos electoralmente poco rentable, afectarlas podría considerarse aceptable. Pero en tal caso, el valor de la cooperación de las organizaciones sindicales y de los jefes territoriales peronistas crecería y, con ello, el costo que el Gobierno debería pagar por ella.
Así regresa un dilema trágicamente familiar de la Argentina inflacionaria: la política necesaria para beneficiar a la propia coalición en el largo plazo –disminuir el salario real hoy para hacer sostenible un nivel más elevado en el futuro– es inconsistente con sus intereses de corto plazo –maximizar el salario nominal en el presente–. El riesgo inherente a la coalición electoral peronista de 2007 es que, como otras veces en que la inflación disimuló los costos de las decisiones, opte por cobrarle hoy mismo al Gobierno en lugar de aceptarle un pagaré. En tal caso, el kirchnerismo tendrá oportunidad de probarle a la sociedad, y a sí mismo, si con la fuerza de su paradójica victoria puede no sólo romper los huevos, sino también hacer la tortilla.
* Politólogo (UTDT) y sociólogo (UBA-Conicet), respectivamente.
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