EL PAíS › REFLEXIONES SOBRE GENERO TRAS LA ELECCION DE CRISTINA KIRCHNER
El voto del domingo pasado pone al país en un club todavía pequeño, de los que fueron o son gobernados por mujeres. ¿De qué manera el género condiciona al gobernante? ¿Ventaja, deber o resquicio para los ataques? Dos puntos de vista sobre un tema que recién empieza.
MARTA DILLON
Hay un dicho bastante soez pero no por eso menos común que llama a las mujeres a “aguantar las cachas” como sinónimo de resistir o mejor, de aguantar algún mal momento o bien un exceso de gimnasia. Aguantar las cachas es ni más ni menos que cerrar las piernas, mantener los músculos apretados y así contribuir a que pase el temporal, la sesión de sentadillas, el momento difícil. Las piernas cerradas... Difícilmente se pueda hallar una figura más conservadora para graficar lo que se les exige a las mujeres desde tiempos inmemoriales: que se sienten como señoritas, que junten las rodillas, que la luz entre los muslos sea sólo producto de haberlos torneado finamente. Trasbordar estos conceptos a lo que se espera de una mujer en el gobierno puede resultar una operación arbitraria, sin embargo que sostengan la gobernabilidad –que “aguanten”– es tanto una exigencia como un interrogante que se abre aun cuando la mujer en cuestión no exhiba datos de debilidad o de falta de apoyo popular. No se trataría de una mujer en particular sino de “la mujer”, esa entelequia inexistente que pretende hacer aparecer al género como una unidad, un otro –otras–- uniforme y parejo en relación con la multiplicidad de maneras de ser hombre. Siguiendo este hilo de pensamiento, pareciera que los logros de una tiñen tímidamente al resto y los fracasos en singular se transforman rápidamente en lo que las mujeres no pueden hacer o no deben hacer o hacen de determinada manera. ¿Y cómo gobierna una mujer? Que para el sentido común del largamente arraigado machismo sería lo mismo que preguntarse ¿cómo gobiernan las mujeres? Revisando a vuelo de pájaro la experiencia internacional se podría decir que atentas, sobre todo, a la gobernabilidad, ya que la embestida misógina no viene de la oposición sino que es transversal. Le sucedió a Michelle Bachelet en Chile a pesar de haberse sostenido con poca zozobra en el Ministerio de Defensa cuando su antecesor Ricardo Lagos era presidente y haber dejado claro que no era precisamente débil. Aun así, una vez en el Palacio de La Moneda la gobernabilidad se forjó nombrando a algunos personajes ligados a la derecha que allí permanecen, como su canciller Alejandro Foxley. Es cierto, ella se reúne con los líderes de centroizquierda, pero parece un gesto para la foto –¿la posteridad?– más que un ejercicio práctico de gobierno. De la alemana Angela Merkel no hay mucho que decir, ya que ella llegó al poder asentando sus reales a la derecha del anterior gobierno y habiendo iniciado el camino desde la oposición. Otros nombres de presidentas se pueden recordar –Corazón Aquino, Violeta Chamorro, Benazir Bhutto– y siempre estaremos en el mismo hemisferio político. ¿Será responsabilidad de la izquierda –que la tiene, la tiene– o será que el solo hecho de ser mujer da patadas tan sensibles a los atrios del poder que además sumar progresismo sería demasiado? De todos modos, una mujer no son todas las mujeres. Ni tres ni cinco ni diez son todas las mujeres. Cristina Kirchner no es Bachelet y hasta ahora no la han obligado a hornear galletitas como a Hillary Clinton, que cada tanto debe ocultar su inteligencia si quiere que el electorado norteamericano no le sea esquivo. O lo que es peor, votar a favor de la continuación de la ocupación en Irak so pena de que la consideren débil. ¿Por demócrata? No, por mujer. Cristina K. no tiene definiciones tan escandalosas como las que se dan en el país del norte y hasta cuesta en los márgenes de nuestro sistema político definir izquierda o derecha más allá de determinadas políticas que modificarían la vida privada y por lo tanto también la pública, como puede ser el matrimonio entre personas del mismo sexo, la paridad de género asegurada por ley, la despenalización del aborto –en fin, buena parte de la agenda feminista–, y también la política en relación con la seguridad y los derechos humanos. En este sentido, la venia de la Iglesia Católica a las primeras palabras y gestos de la presidenta no parecen muy auspiciosos, al menos para quienes buscan un Estado laico. Asusta sobre todo porque buena parte de la beligerancia de la Iglesia hacia el Gobierno en el último tiempo fue en respuesta a políticas que de algún modo les quitaban poder a las sotanas sobre el cuerpo de las mujeres, templo exquisito del disciplinamiento católico. Habiendo una mujer ahí, en la punta de la pirámide política, ¿que querrá la Iglesia con esta venia por escrito que acaba de enviar a la presidenta? ¿Afianzar lazos, contribuir a la gobernabilidad? ¿Cuánto habrá que ceder para eso? Néstor Kirchner pudo gobernar sin la Iglesia de su lado, como también gobernó sin grandes represiones al conflicto social –aunque las hubo, sobre todo en las provincias–, incluso se dio el gusto, al principio de su gobierno, de obligar al entonces jefe del Ejército Roberto Bendini a descolgar los cuadros que entronaban a los represores. Esos gestos, esas rupturas antes de este presidente impensadas ¿cómo se verían llevadas a cabo por una mujer? ¿Cuántas chances hay de que se la acuse de loca, histérica u otros epítetos que con tanta facilidad aparecen para juzgar a las mujeres? La pregunta sobre si Cristina podrá gobernar sin tener que moderar su discurso y la herencia de su marido hasta limarla de esas asperezas que tanto irritan a la derecha puede ser fruto del miedo, la paranoia o la falta de experiencia. Pero ahí está, sobrevuela a través de la experiencia de otras mujeres. Hay un dato a favor, sin embargo, y se puede leer también en su discurso inaugural el domingo pasado y fue cuando pidió apoyo a sus “hermanas de género”. Por primera vez la presidenta nombraba esa palabra, “género”, y apelaba a sus iguales. Las hay en sus filas, mujeres que saben de qué se trata tanto la perspectiva de género como las posibles reacciones misóginas y que seguramente podrían colaborar en esa ingrata tarea de aguantar las cachas, no para cerrar las piernas sino para barrenar sobre las olas de los tiempos que vienen. |
SANDRA RUSSO
Las últimas palabras que pronunció la presidenta electa, las que repitió mientras su voz ya se alejaba del micrófono el domingo pasado, después de celebrar el triunfo, aludieron a la conciencia de género. Si hubiese ganado Elisa Carrió, probablemente también habría mencionado la conciencia de género. Estas mujeres, que piensan políticamente de maneras tan opuestas, desde hace mucho tiempo han hecho suya esa bandera, la comparten, como tantas otras mujeres que no tienen entre sí más puntos en común que esa conciencia de pertenecer a un género históricamente tan discriminado. Hace medio siglo no votábamos. La palabra género, que Cristina K. soltó y dejó flotando en el aire, tiene a su vez una historia que incluye batallas argumentales, horas de negociaciones y urgentes consultas diplomáticas. Desde todo el mundo, mujeres que ya tenían conciencia de género peleaban hace una década, en Beijing, para que las Naciones Unidas adoptaran la palabra género en lugar de sexo. Esa era la puerta que permitiría, en una larga cadena de causalidades, cambios políticos, interpersonales y sociales. El Vaticano se oponía, y presentaba una resistencia virulenta, encarnizada. Había muchísimo en juego. “La lucha por el poder es la lucha por el lenguaje.” Esa cita de Barthes nunca fue tan explícita. Y es que con el sexo se viene al mundo, se es hombre o mujer, se vive, se desea de determinada manera, y en nombre del sexo también durante más de dos mil años se trató a las mujeres como seres de outlet. La palabra género, en cambio, se abre como un capullo en su campo semántico, presupone que nada de lo que nos parece femenino o masculino es un atributo “natural”, y que lo femenino y lo masculino, más allá del sexo biológico, son construcciones culturales, es decir: históricas, políticas. Esa fue una de las últimas grandes batallas que perdió la Iglesia Católica, puesto que hasta fieles devotos como Carrió tienen conciencia de género. Se instaló esa conciencia que permitió rápidamente no sólo leyes de cupo, sino miles de conquistas cotidianas. En la Argentina, las tres candidatas presidenciales, Cristina K., Elisa Carrió y Vilma Ripoll, hablando de todo esto, se puede presumir que estarían de acuerdo. La conciencia de género ya es un escalón sobre el que están paradas todas las mujeres que hacen política. Sin embargo, ese consenso entre mujeres que diferencia esta época de aquella en la que nació el peronismo no impedirá, creo, que Cristina K. como presidenta no se ahorre algunos esfuerzos por el solo hecho de ser mujer. Algunas caricaturas con ella hablando en público y Kirchner manejándola como a una marioneta son las primeras pistas de una previsible mala imagen entre los que no la votaron. El prejuicio de convertir a Cristina K. en un títere niega la posibilidad de que un hombre y una mujer dedicados a la política compartan un proyecto. Es un chiste sexista. Un resabio que hace suponer que a una presidenta mujer le soplan lo que tiene que decir al oído. Y tampoco es inocente, porque ancla en una imagen que está en el inconsciente colectivo argentino, aquella de López Rega dictándole en la oreja un discurso a Isabel. De todos modos, aunque Cristina K. no parezca en absoluto una mujer que necesita libretos, aunque efectivamente no lo sea, y en cambio es evidente que los K son casi un organismo que empuja la misma piedra, el prejuicio permanecerá. Y habrá desde la oposición una mirada que estará atenta a las estupideces del botox o las carteras. Ser mujer será un flanco político, porque a fuerza de repetir estupideces sobre alguien, se lo carga de estupidez. Es una simple operación de imagen. Es esperable que al menos las mujeres, sea cual fuere nuestra posición política, sepamos distinguir los argumentos razonables, y cuáles encierran la trampa patriarcal de atacar a una mujer por ser mujer. |
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