Dom 04.11.2007

EL PAíS  › OPINION

Gorilas

› Por Horacio González *

En estos días se ha escuchado la palabra gorila, como si se evocase ese lejano aullido que por las madrugadas sobresalta a los vecinos del Jardín Zoológico. Mejor seguir durmiendo, el sinsabor llega en sordina y nos tranquiliza saber de dónde proviene. Pero cuando en no pocas conversaciones actuales ha resurgido ese mismo epíteto –esa invocación o gracejo que les hace un guiño a los entendidos–, es momento de preguntarnos por la vieja encrucijada de la historia argentina. ¿Qué son los gorilas? ¿Es posible definirlos? ¿Se puede seguir usando ese concepto en la política nacional?

En su surgimiento, la idea pareció apropiada. En la vasta zoología totémica de la política argentina –el Peludo, el Zorro, la Yegua, el León (herbívoro), etc.–, se juega el turbio desprecio o la apología pródiga. Decir gorilas y gorilismo era una crítica dirigida a quienes renunciaban a la reflexión aun pensando. Lo hacían en nombre de una obstinación oscura, de un arranque de furia que les impedía comprender. Paradójicamente, la acusación de gorilas era un llamado a la razón. Sólo que quien reclamaba comprensión pedía también que se plegara a múltiples exigencias que los perezosos o los egoístas no estaban en condiciones de practicar.

Palabra compleja de la teoría política del denuesto, gorila es un vocablo altamente especializado, de gran jerarquía epistemológica pero con fuerte capacidad de entrevero. Era una acusación surgida de los débiles, que reclamaban esfuerzos especiales para que se entienda qué hacían ellos en la historia y qué deseaban decir. Si los débiles y desaventajados subían por una vez a un carro brioso de la historia, podía suponerse que lo hacían en medio del apresuramiento, la vehemencia y las dignas equivocaciones. Las críticas que recibían debían considerarse entonces como desmesuras ociosas de los que descartaban un orden conceptual más depurado para interpretar los defectos o desvíos creativos de la historia. Podían ser intelectuales o sutiles caballeros munidos de literaturas y ensalmos, pero al no saber ubicarse frente al “aluvión”, también debían ser objeto de un llamado de alerta. Eran gorilas a pesar de sus sapiencias, o quizá gravemente por ellas, en el caso en que no llevaran a echar luz sobre la imperfecta pero batalladora vida, popular. ¿Qué sapiencias eran entonces? Difícil, casi irresoluble dilema, porque también podía ser esa imputación de gorila la forma de no oír una crítica justa. Se proclamaba que el gorilismo era una captación disminuida de la realidad por obra de una ceguera emotiva y moral. Al revés, las criaturas despreciadas que irrumpían en la historia como si fueran festivos campesinos medievales luego de siglos de sumisión debían contar con un hándicap que compensase a un nivel adecuado el juicio sobre sus realizaciones. Si ello no existiese, era una demostración de que un universalismo cultural de apariencia indiscutible podía mostrar su estrecha raíz de clase, así como una herencia intelectual bien planteada, incluso de izquierda, al renegar de un necesario buceo en el “subsuelo sublevado” de la sociedad, podía servir a la reacción. Afirmar en esas situaciones que había gorilismo implicaba mostrar que la política bajaba un eslabón en la escala del conocimiento para envolver con una fría mortaja a quienes se sentían, por el contrario, en la cúspide del esprit de finesse.

Así, los que rechazaban la reflexión –aunque fueran hombres ilustrados, doctos y refinados– se excluían del esfuerzo cultural profundo que era el de entender al pueblo, mereciendo el mote de gorilas. Ese destino albergaba por un lado a los que infligían un daño al propio pensamiento, aun siendo hombres cultos, y por otro lado, a los que imitaban estilos de clases elegidas y poseedoras, aun siendo progresistas en muchos aspectos literales de su vida.

Ahora bien, este armazón tan arduo en materia de identidades y conocimiento, que tiene la apariencia de una colorida espontaneidad, parece asomar de nuevo. No es aconsejable que tal cosa ocurra en estos tiempos. Ya Jauretche había adelgazado al máximo y pulido de manera extraordinaria el concepto, al traducirlo por “medio pelo”, esas culturas del prestigio un tanto vacuo y tilingamente amasadas. Pero algo pasó. En las recientes elecciones volvieron viejas tesis de sospechoso aroma autocrático. ¿Liberar con las clases prestigiosas el voto popular enclaustrado en enormes parajes alienados? Más o menos así se lo dijo. El país entero ha sido ofendido cuando se reclama un sujeto liberador encarnado en las clases medias y altas, “urbanizadas”. Si tales regiones sociales existieran tan nítidamente, ellas deberían rechazar ese insultante mesianismo, por lo demás impracticable. Aflora pues la realidad de los bastiones urbanos que refugiarían in extremis la dignidad republicana, condottieri, al rescate del “voto cautivo”.

Peligrosa escisión, jacobinismo de derecha que conviene ver con preocupación antes que solazarse con él y darle cristalización teórica. Todo parecería preparado para una formidable regresión cultural, frotada por los síntomas emboscados y por qué no luctuosos, que tantas veces albergó la historia reciente. Pero retejer otra vez los hilos de un sentido nacional y democrático, sin repliegues hacia los cómodos diccionarios antepasados, exige salirnos de los costumbristas tributos que ciegan una comprensión más rigurosa de lo que, en la edad mediática, es hoy el enjambre de sectores y segmentos culturales. Los ámbitos socialmente más encumbrados especializaron su lenguaje con extensos pactos, con calladas metáforas de exclusión y con léxicos de una ilustración que esconde deficiencias vitales en su autosuficiencia. O peor, considerando su propia banalidad como autoafirmación espirituosa. Criticarlos supone una tarea de nuevo tipo, con vocablos originales y disposición despojada de las rutinas cíclicas del antiguo alambique nacional.

Al mismo tiempo, la vida popular debe retomar la reflexión sobre su dormido papel pedagógico ante las demás clases sociales. Debe acudir al espíritu que desde el siglo XIX, y aun antes, la ve como sede de una desprotegida prole, creada por el trabajo y los oficios productivos seriados, que debe superar su propia resignación, aun cuando esté desposeída o deficientemente representada. Debe extraer de ello motivos democráticos que se expandan más allá de ella misma. Debe enraizarse en temas de justicia y equitatividad social que, al reclamarlos en particular para ella, se extiendan en verdad para todos. Debe mostrar que sigue siendo un sujeto que resurge vivamente de lo que parecerían formas dóciles de acatamiento, señalando a los demás sectores culturales –cuyo consumo de símbolos no tiene la libertad que alardean– el camino posible de una emancipación.

A las clases populares no las salvarán otros emblemas que no sean los de ellas mismas. Y a la par que obtengan representantes cada vez más sensibles, podrán generar el verdadero lenguaje de una digna confrontación que busque con firmeza sus propios nombres y los nombres que auxiliarán a las otras experiencias sociales a repensarse a sí mismas. Podrá recibir nuevas injurias, pero si se abstiene socráticamente de lanzar las ya agotadas, ayudará sin escarnio a reflexionar a los presumidos y tinterillos que hacen sonar las profecías de libertad como enigmáticas amenazas. Estos últimos se creerán modernos pero serán arcaicos frente a las formas activas de conocimiento social, político y artístico. Y los arcaicos –a los que se creía prisioneros de las urnas tradicionalistas– serán modernos en cuanto superen la tentación del epíteto fácil y encuentren su tesoro perdido, su sereno vanguardismo.

* Sociólogo.

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