EL PAíS › A DOS MESES DEL PRESUNTO HOMICIDIO DE FEBRES
Las fotos que ilustran esta página muestran las escandalosas condiciones en que cumplía su prisión preventiva el prefecto Febrés, quien murió envenenado hace hoy dos meses. Fueron tomadas en la base naval de Azul, estaban en su computadora y forman parte del expediente en el que la jueza Sandra Arroyo Salgado sostiene que lo asesinaron para que no implicara a oficiales de la Armada en el robo de bebés en la ESMA.
› Por Horacio Verbitsky
Las condiciones en que transcurrió la prisión preventiva del prefecto mayor (R) Héctor Febrés, que la jueza federal de San Martín, Sandra Arroyo Salgado, calificó de “escandalosas”, quedaron en evidencia al levantarse el secreto del sumario en la causa por su homicidio, del cual hoy se cumplen dos meses. Las fotografías secuestradas en su computadora muestran al procesado por crímenes de lesa humanidad durante sus vacaciones con su esposa, haciendo la plancha en la piscina de la base naval de Azul, posando como buenos amigos junto al jefe de esa unidad, capitán de fragata Mario Francisco Pérez, montando a caballo y exhibiendo a su perro. La fulminante investigación, que insumió tres semanas de trabajo intenso sin pausas, señala la aberración de una custodia encargada a la misma fuerza de seguridad a la que pertenecía Febrés y que era afectada por la suerte del proceso que se le seguía, dada la noción prevaleciente de camaradería y el propósito de reivindicar la actuación institucional. Pérez era un retirado, en servicio activo por convocatoria especial según el artículo 62 de la ley orgánica del personal militar. Fue jefe de la base entre 2003 y 2005. El Ministerio de Defensa ordenó que fuera sancionado, igual que el capitán de fragata Jorge Humberto Carrara, quien estuvo a cargo de Azul durante otra de las vacaciones de Febrés.
Hay otros escándalos en el caso. Febrés pasó detenido nueve años en prisión preventiva, como otros represores, duración inadmisible de un proceso penal sin elevación a juicio. Según la jueza, los privilegios que se le concedieron eran la contraparte de la vigilancia que se ejercía sobre sus estados de ánimo y que permitieron asesinarlo cuando se disponía a revelar datos sobre la participación de oficiales de la Armada en el tráfico de hijos de detenidos desaparecidos que nacieron en su Escuela de Mecánica. Cuando sólo su situación fue elevada a juicio, Febrés se sintió abandonado por la Armada y escribió notas de las que la jueza infiere un cambio en su estrategia de defensa, ante la inminente condena. Hasta ese momento sostenía, como le dijo a un amigo, que “tengo un seguro de vida que es no hablar”. Entre los objetos de Febrés había un plato de una unidad de inteligencia con los tres monos que significan no ver, no oír, no hablar. El defensor oficial de Febrés, Rodolfo Catinelli declaró que en marzo de 2006 su cliente lo recibió en compañía del jefe de inteligencia de la Prefectura, quien dijo que la elevación a juicio sólo de Febrés era un “globo de ensayo” lanzado por los marinos. Su camarada, el prefecto general Roberto Astiazarán, declaró que le había aconsejado que identificara a todos los marinos que estuvieron con él en la ESMA. El manuscrito que encontró la jueza dice “contar todo”.
Sin embargo, la misma resolución de Arroyo Salgado reproduce declaraciones judiciales de Febrés en 1999 y 2001, en las que ya había declarado que la responsabilidad correspondía a marinos de jerarquía superior a la suya. Incluso identificó a varios de ellos: el almirante Rubén Chamorro, los capitanes de navío Jorge Perrén, Jorge Vildoza y el capitán de navío médico Ricciardi, el capitán de fragata Jorge Acosta y el oficial médico Jorge Magnacco (quien en 2005 fue condenado a diez años de prisión). La jueza da por supuesto que la Prefectura y la Armada siguen actuando en conjunto en el presente, que hay entre ambas comunión de intereses y que la Prefectura tiene “cierto nivel de inferioridad respecto de la Armada”. Este es el punto débil de sus fundamentos, ya que pasa por alto los graves conflictos que en las últimas décadas han enfrentado a ambas fuerzas por el control de la pesca furtiva, las comunicaciones costeras, el ordenamiento de la navegación en canales y puertos, el despacho de buques, la seguridad de la navegación desde el punto de vista náutico, las habilitaciones como piloto de yates y en buceo, las tareas de búsqueda y rescate en ríos y el mar. En 2001 los marinos impulsaron un proyecto de absorción de la Prefectura, que el ministro de Defensa Horacio Jaunarena fundamentó en razones económicas. La Prefectura resistió y el proyecto fue rechazado en el Congreso por una mayoría que no aceptó confundir una vez más funciones de Defensa con otras de Seguridad Interior.
Las autoridades de la Prefectura Zona Delta no trataban a Febrés como a un preso acusado por los más graves delitos, sino como a un superior jerárquico que estaba pasando un mal momento. Incluso comentaban en su presencia cuestiones operativas secretas. En los actos oficiales compartía la mesa principal con el jefe de la unidad, prefecto mayor Rubén Amado Iglesias, quien ahora está procesado como partícipe necesario en el homicidio. En la misma sede se realizó el almuerzo de su promoción, cuyos integrantes asistieron con sus esposas. Celebró allí el bautismo de sus nietos y dio una fiesta para agasajar a su esposa, Stella Maris Guevara, el día en que cumplió sesenta años. Entre sus visitas, que no eran registradas en los libros de la unidad, estaban los sucesivos jefes de la Prefectura, Juan José Beltriti y Carlos Fernández, a quienes ahora la jueza investiga. Cuando su amigo Víctor Hugo Giuliani pidió que lo registraran, Febrés ordenó que lo borraran. “Sos zonzo, vos. Si te anotan nadie viene a visitarme”, le dijo.
No habitaba una celda sino el departamento de dos ambientes con un baño en suite asignado al jefe de Logística de la unidad, que el procesado cerraba con llave desde adentro. Se comunicaba mediante un teléfono celular y dos de línea, pese a que su uso estaba restringido al personal, y por e-mail y chat desde una computadora con servicio de banda ancha. Los presos de la Armada en la causa ESMA perdieron ese privilegio luego de la muerte de Febrés y entienden que viola su derecho de defensa, como si los 60 mil presos en todo el país tuvieran computadora con acceso a internet en sus celdas. La jueza señaló que de esa manera se transgredía la finalidad de la prisión preventiva, que era impedir que eludiera la acción de la justicia o entorpeciera las investigaciones. Después de la muerte, Iglesias y Volpi la retiraron de la habitación y borraron el contenido de su disco duro. Las piezas que se conservan fueron grabadas antes de la desaparición de la máquina por la hija de Febrés. El procesado tenía libre acceso a todas las dependencias del edificio, incluyendo la terraza y la cancha de tenis, en la que jugaba junto con sus teóricos carceleros. Su esposa y sus hijos, el subprefecto Héctor Ariel Febrés y la diseñadora gráfica Sonia Febrés, lo visitaban sin limitaciones de horario ni duración. Se había colocado una segunda cama en el dormitorio, en la que muchas noches se quedaba a dormir su esposa. Durante la semana recibía visitas de sus amigos con quienes almorzaba en el casino de oficiales, servido por mozos de la Prefectura. Además le habían asignado un suboficial chofer, que llevaba a su esposa de compras.
Los sábados por la noche Febrés también recibía al coronel en actividad Eli Justo Tato y al comisario Luis María Díaz y a sus esposas. Los seis cenaban con bebidas alcohólicas y luego jugaban a las cartas hasta la madrugada, en una mesa con ocho sillas. El departamento también tenía horno de microondas y cafetera, televisor y reproductor de DVD. Cuando sus familiares y amigos se retiraban los acompañaba hasta la puerta como un buen anfitrión. A veces la familia o los amigos le traían alimentos que no eran controlados por la inexistente requisa. Otras, pedían delivery a una parrilla y una pizzería cercanas. El empleado que hacía la entrega llegaba hasta la habitación de Febrés sin ser controlado. La jueza considera inconcebible que se hubiera permitido al preso conservar una billetera con dinero, con el que pagaba esos consumos, una tijera, cinco trajes, un impermeable, sus documentos de identidad, su carnet de conducir, una tarjeta de débito, una botella de vermouth, un pomo de adhesivo sintético y enorme cantidad de medicamentos. Cada mañana le llevaban el diario a su habitación, nada de lo cual es permitido por la ley de ejecución de la pena privativa de la libertad y por los reglamentos penitenciarios y de manejo de detenidos de la propia Prefectura. Esas normas limitan la cantidad y duración de las visitas, los días y horas de la semana en que se admiten, y fijan rutinas de control para ellas y para los paquetes que porten. Sólo se permite ver al detenido en presencia del personal de custodia, que debe aguardar en la puerta de acceso del lugar de alojamiento. Cada visita debe anotarse en el Libro de Registros. “Cabe preguntarse si estaba realmente privado de su libertad”, dice la jueza.
El traslado a la base de Azul en tres de los nueve veranos de detención preventiva fue solicitado por su abogado defensor al juez federal Sergio Torres, aduciendo que en la Prefectura no podía seguir su tratamiento para la diabetes. Su señoría concedió la autorización sin la menor verificación ni en la Prefectura ni en la Armada. La resolución de la jueza Arroyo indica que en ninguno de esos alojamientos siguió ninguna dieta especial. En el registro de sanidad no consta que siguiera ningún régimen de medicamentos ni alimenticio, dos rubros que Febrés regulaba por sí mismo. En el expediente judicial por los crímenes de la ESMA no aparece que el juez haya consultado a la Prefectura si Febrés no podía seguir allí su hipotético régimen alimentario, ni a la Armada si estaba en condiciones de alojarlo ni en qué condiciones lo haría. Esto sugiere una connivencia del magistrado con cada una de las fuerzas.
En su indagatoria el prefecto Iglesias dijo que durante su desempeño como jefe de la Zona Delta ni Torres ni los jueces del Tribunal Oral Federal 5, Guillermo Gordo, Héctor Farías y Daniel Obligado, concurrieron a controlar las condiciones de alojamiento del detenido ni le impartieron órdenes al respecto. En julio del año pasado un marinero asignado a la Zona Delta informó acerca de las condiciones de detención de Febrés, pero el secretario de derechos humanos de la Nación, Eduardo Duhalde, retuvo durante cien días esa denuncia, y no comunicó su contenido al ministerio del Interior, del que dependía la fuerza de seguridad implicada. Recién al comenzar el juicio oral a Febrés se acordó de presentarla. La secretaría de derechos humanos arguye que Duhalde carecía de facultades para investigar. Esto no explica por qué demoró más de tres meses en comunicar los hechos a quien sí las tenía y por qué no pidió al ministro Aníbal Fernández que promoviera actuaciones administrativas para constatar la verdadera situación en la Prefectura. El juez Torres, que había instruido el sumario de la ESMA, se limitó a pedir informes al jefe de la unidad de Prefectura, quien le respondió que se cumplían todas las normas vigentes y se dejaba debido registro de cada novedad. La jueza Arroyo consignó en su resolución que nada de ello era cierto. Tanto las víctimas de los delitos de Febrés como el ministerio de Defensa habían solicitado que fuera trasladado a una unidad penitenciaria sin las prerrogativas y fueros especiales que la Constitución prohíbe, pero los jueces no hicieron lugar, sin fundamentarlo. Aníbal Fernández prohibió el alojamiento de detenidos en unidades policiales, por lo que es presumible que hubiera hecho lo mismo de haber sido puesto en conocimiento de la situación por Duhalde.
Diversos organismos de derechos humanos, encabezados por Adolfo Pérez Esquivel pidieron a raíz de ello el juicio político de los cuatro jueces. En cambio no hay un procedimiento de remoción establecido para un secretario como Duhalde, si su decoro no le impone alejarse. Cuando el Consejo de la Magistratura trate la situación de los jueces, Duhalde deberá explicar por qué retuvo la denuncia del marinero durante tantos meses. Hasta ahora el único funcionario jerárquico sancionado fue el entonces jefe de la fuerza de seguridad, prefecto general Carlos Fernández, quien debió renunciar y que ahora es investigado por la jueza.
Si bien aclara que está en una etapa preliminar de la investigación, la jueza descartó que Febrés se hubiera suicidado. Sin embargo, en el expediente constan varias referencias del entonces procesado a la posibilidad de quitarse la vida y el temor de dos amigos a que lo hiciera. Ningún peritaje psicológico fue solicitado para discernirlo. Sólo consta en el expediente el testimonio del sacerdote Diego Zupán, amigo y confesor de Febrés, quien no cree que se haya suicidado, dada su formación basada “en los pilares Dios, Patria y Hogar”. La jueza computa a favor de su interpretación todos los pasos dados luego de la muerte para borrar pistas por Iglesias y por el encargado directo de la custodia de Febrés, el prefecto Angel Mario Volpi, también procesado por homicidio. Pero esa conducta también sería coherente con la hipótesis del suicidio, dado que la muerte de Febrés amenazaba con revelar todas las irregularidades del cumplimiento de su prisión preventiva, como de hecho ocurrió. Menos macabro, tampoco el suicidio hubiera sido posible en un contexto distinto, sin el descontrol reinante. Al procesar a la esposa y los hijos por encubrimiento, la jueza afirma que ayudaron a borrar rastros para no comprometer a Iglesias y Volpi, con quienes se sentían en deuda por los beneficios que les brindaron durante nueve años. Pero el argumento soporta mal el cotejo con la hipótesis del homicidio. Es difícil imaginar a dos hijos y una esposa protegiendo a los asesinos del pater familias. El avance del proceso determinará si lo mataron o se quitó la vida. En cualquier caso, la rigurosa investigación de Arroyo marca un punto de inflexión para las demás causas por graves violaciones a los derechos humanos. Jueces, funcionarios del gobierno y responsables de las Fuerzas Armadas y de seguridad deberán asumir de una vez que sus autores ya no pueden ser tratados con estos irritantes privilegios que, al mismo tiempo, comprometen su seguridad y obstaculizan la realización de justicia.
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