EL PAíS › OPINION
› Por Roberto Gargarella * y Gustavo Arballo **
La historia de la función judicial está marcada por la presencia de malentendidos y abusos. En ocasiones, los jueces han tendido a leer la Constitución conforme a principios cambiantes e imprecisos, apoyados en bases jurídicamente frágiles. Esto les ha permitido expandir indebidamente los márgenes de su propio poder (de esto se trató, por ejemplo, el fallo “Marbury vs. Madison” con el que en 1801 naciera el control judicial de constitucionalidad). En otros casos, los jueces han tendido a ocultarse detrás de formalismos legales para evitar confrontaciones con un poder político al que le temían (así nació y creció, por ejemplo, la doctrina de las “cuestiones políticas no judiciables”, que el Poder Judicial invoca recurrentemente para desentenderse del control de decisiones políticas sensibles, casi siempre gravemente restrictivas de derechos). Como resultado de actitudes como las señaladas, la función judicial ha tomado contornos muy difíciles de justificar. Así, de modo habitual, el Poder Judicial ha dejado de cumplir con tareas a las que estaba obligado, a la vez que ha incursionado en otras que no le correspondían, arrogándose poderes que le eran ajenos.
Dentro de este contexto, la decisión que acaba de tomar la Cámara en lo Contencioso Administrativo de Tucumán, considerando inválida parte de la reforma constitucional impulsada por el gobierno de Jorge Alperovich, resulta una novedad llamativa y muy saludable. En una decisión jurídicamente virtuosa y políticamente llena de coraje, la Cámara se ha animado a decirle “no” a parte de las iniciativas reformistas impulsadas por el gobierno tucumano a través de una Convención Constituyente.
La Cámara consideró que la reforma se apartaba en tres puntos del “guión” que se había puesto a consideración del electorado al elegir convencionales. En primer lugar, porque aun cuando la convención se encontraba habilitada para “modificar” el sistema de reforma, ella trascendió ese límite e introdujo un método nuevo, alternativo, que permite a futuro reformar la Constitución a través de enmiendas, sin nuevas convenciones constituyentes. Sin embargo –sostuvo la Cámara–, si la competencia era (sólo) para “modificar” la Constitución, entonces los convencionales no tenían permiso para “agregar” ítems como el mencionado (un nuevo sistema de enmiendas). Por otro lado, la convención debía decidir sobre la organización de un “Consejo Asesor de la Magistratura” y de un “Jurado de Enjuiciamiento”, pero en ambos casos ella propuso versiones tan debilitadas de estos órganos, tan sujetas a la influencia del poder político (sobre todo, por su forma de integración), tan apartadas de los “modelos” conocidos y de los propósitos fijados de lograr sistemas más imparciales de designación y de destitución, que –dedujo la Cámara– los nuevos institutos no iban a poder cumplir con su tarea limitadora de la discrecionalidad del poder político.
La decisión tomada por la Cámara resulta notable, ante todo, por escapar de la impropia dicotomía dentro de la cual tiende a moverse el Poder Judicial, al no intervenir cuando le corresponde (alegando la presencia de inasibles “cuestiones políticas”), o (en el extremo contrario) al arrogarse inequívocamente la facultad de hacerlo, considerando que toda decisión colectiva es una “cuestión judiciable” (reservándose para sí, en los hechos, la “última palabra” institucional). Inesperadamente, la Cámara tucumana ha dejado de lado el mito según el cual el Poder Judicial debe quedarse “mudo” frente a las decisiones de una Convención Constituyente.
Es posible, de todos modos, que la Cámara haya ingresado al lugar correcto por la puerta equivocada. Podría decirse que la puerta es la equivocada porque lo realmente relevante no era –como sostuvo la Cámara, a través de cientos de páginas– la cuestión referida a los márgenes de acción dejados por el legislador al convencional constituyente, ni la reflexión sobre cuál era la “esencia real” de las instituciones que debían crearse. El lugar al que ingresa la Cámara, sin embargo, resulta el correcto porque la Justicia debe, por un lado, aprender a ser más respetuosa de las decisiones colectivas, pero por otro lado (y esto es lo que ha ocurrido en el caso que aquí examinamos), ella debe empezar a controlar los modos en que el poder político toma las decisiones que toma, protegiendo los procedimientos que permiten que esas decisiones se sigan tomando democráticamente. En este sentido, el Poder Judicial debe verificar si se ha escuchado y respondido apropiadamente a todas las voces y críticas relevantes, o si la decisión en cuestión se ha aprobado a partir del silenciamiento de parte de la sociedad. El debe asegurar que la decisión del caso se base en razones públicas, y no en la mera presión de grupos de interés. Debe garantizar que la medida bajo estudio preserve intacta la división de poderes y el básico mecanismo republicano de controles mutuos.
Al revés de lo que se ha hecho habitualmente –asignarles un carácter (falsamente) “político” a cuestiones inescapablemente “jurídicas” (por ejemplo, frente a decisiones conculcatorias de derechos)– una concepción más fértil del Poder Judicial debería llevarlo a hacer exactamente lo contrario: dejar de lado muchas de las tareas que hoy realiza para, en cambio, “juridizar” lo “político” cuando sea necesario (normalmente en casos relacionados con la preservación de los procedimientos democráticos). Esto es decir, el Poder Judicial debe aprender a tomarse en serio las precondiciones deliberativas de la soberanía popular, precondiciones que –cabe decirlo– el sistema presupone como su fundamento más precioso.
* Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constitucional. UBA-Universidad Di Tella.
** Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. Universidad Nacional de La Pampa. www.saberderecho.blogspot.com
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