Dom 17.02.2008

EL PAíS  › MARIA EUGENIA SAMPALLO BARRAGAN, LA PRIMERA EN QUERELLAR A SUS APROPIADORES

“Que sean condenados con la mayor pena”

El martes empieza el juicio oral contra los dos apropiadores y el militar que la entregó. Es el primer caso en llegar a esta instancia en el que una hija de desaparecidos que recuperó su identidad es querellante. “Ellos se ponían en el lugar del salvador. Piensan que lo que hicieron estuvo bien”, dice Eugenia que, además, será testigo.

› Por Victoria Ginzberg

“Socialmente no está aceptado el castigo a los apropiadores. Creo que tiene que ver con algo más general sobre quiénes son las personas adecuadas y quiénes no para criar a los chicos. En algún momento y todavía ahora había que sacarles los hijos a los pobres porque otras clases sociales podían criarlos mejor. En el ’70 eran los militantes los que no tenían que criar a sus hijos. Y la Justicia, cuando trata un caso de apropiación de bebés durante la dictadura, no lo hace como si fuera un caso grave, sino como si estuviera tramitando el robo de un automóvil”, dice María Eugenia Sampallo Barragán. Es hija de desaparecidos, fue secuestrada y recuperó su identidad en 2001. El martes comienza el juicio contra el militar que la entregó y la pareja que la crió como hija propia y le mintió durante 23 años. Ella es querellante en la causa. Es la primera.

El juicio oral y público que empieza el martes en los tribunales de Comodoro Py es el cuarto de ese tipo en el que se ventilan el secuestro y robo de un menor durante el terrorismo de Estado. Hasta ahora los únicos casos que llegaron a esa instancia (los otros procesos fueron escritos) fueron los de Martín D’Elia, Claudia Poblete y Carmen Sanz. En el primero la apropiadora fue condenada a sólo tres años de prisión en suspenso. En el segundo, el militar Ceferino Landa y su mujer recibieron nueve y cinco años y medio. La tercera vez no hubo apropiadores en el banquillo: los represores Miguel Etchecolatz y Jorge Bergés fueron a juicio por el secuestro y recibieron siete años. Esta vez, María Eugenia y su abogado, Tomás Ojea Quintana, pidieron quince años para los tres acusados: Osvaldo Arturo Rivas, María Cristina Gómez Pinto y el militar Enrique José Berthier. El médico Julio César Cáceres Monié (“El Tordo”), que firmó su falsa partida de nacimiento, murió antes de poder ser procesado.

En los anteriores juicios orales, los jóvenes apropiados prefirieron mantener el perfil bajo. Pero María Eugenia se puso al frente de la causa. Fue la primera nieta recuperada por las Abuelas de Plaza de Mayo en hacerlo. La decisión se originó, en parte, por la propia burocracia judicial. Rivas y Berthier habían abierto una contracausa en la que la acusaban a ella y a todos los testigos de mentir. Con el visto bueno de los fiscales del caso, María Eugenia pasó a estar imputada por falso testimonio. Eso la llevó a comprometerse con el devenir de la investigación y a tomar el rol de acusadora de quienes alguna vez creyó sus padres.

No sabe cuándo ni dónde nació. Festeja el cumpleaños el 8 de febrero: “La elegí democráticamente con mi abuela, mi tía y mi hermano. Era el aniversario de casamiento de mi abuela. A propuesta de ella quedó esta fecha... hasta nuevo aviso. Si algún día hay una nueva noticia me lo tendré que cambiar de nuevo”.

Su mamá, Mirta Mabel Barragán, era trabajadora de la fábrica SIAP (Sociedad Industrial de Aparatos de Precisión), delegada de la sección Tableros y militante del Partido Comunista Marxista Leninista. Su papá, Leonardo Rubén Sampallo, trabajaba en el Astillero Río Santiago, era subdelegado de la sección Calderas y también militante del PCML.

Mirta tenía un hijo de tres años –Gustavo– y estaba embarazada de seis meses en diciembre de 1977 cuando fue secuestrada junto con Leonardo. El pequeño Gustavo fue a parar a la comisaría 7ª, de donde lo rescató su papá. A Mirta y Leonardo los llevaron al centro clandestino El Atlético y después al Banco. En febrero de 1978 la mujer fue sacada de ese lugar para parir. Se supo que su bebé nació bien, tal vez en el Hospital Militar. Allí, en las celdas y salas de tortura del Primer Cuerpo de Ejército, se perdió el rastro de Mirta y Leonardo.

Tres meses después, días más o días menos, llegaba una beba a la casa del matrimonio de Osvaldo Arturo Rivas y María Cristina Gómez Pinto. Eran una pareja de clase media –él, empleado en una oficina, ella ama de casa– con un amigo militar: Berthier, que “consiguió” a la niña.

“Ahora sé casi lo mismo que sabía al principio. Que Berthier me entregó, que él no podía tener hijos y que es probable que me haya secuestrado en un primer momento para que fuera su hija. Sé que cuando llegué no era un bebé recién nacido, el 7 de mayo es la fecha que figuraba en la partida –narra María Eugenia, treinta años recién cumplidos, pelo oscuro y ondulado recogido, tez blanca, anteojos y ojos grandes–. Es ese tiempo en el medio... que no se confirmó.”

María Eugenia supo que no era hija de Rivas y Gómez antes de los diez años. En 1989 las Abuelas de Plaza de Mayo recibieron una denuncia que llegaba hasta ella. Se sacó sangre, pero su familia paterna no estaba en el Banco Nacional de Datos Genéticos y la tecnología de los estudios genéticos de esa época no permitió que se consiguiera un resultado de compatibilidad.

María Eugenia preguntaba. Y obtenía respuestas diferentes. Que sus padres habían muerto en un accidente, que era hija de una empleada doméstica, que era hija extramatrimonial de Berthier. “Todas mentiras. Siempre hacían hincapié en el tema del abandono, salvo en esa primera versión del accidente. Ellos se ponían en el lugar del salvador. Es lo que sostuvieron siempre y lo que siguen sosteniendo. A pesar de todo, piensan que lo que hicieron estuvo bien. Que hicieron una obra de bien”, dice.

Se enteró de la verdad en 2001. Hacía dos años que ya no veía ni se hablaba con sus apropiadores. Cortó el vínculo harta del “maltrato”: “Seguramente lo que yo califico como situaciones de maltrato hay quienes las soportarían como si estuvieran tomando el té. Pero para mí la frase ‘los trataron bien’ es un mito”, asegura.

Se acercó a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (Conadi) más para descartar que para confirmar que era hija de desaparecidos. Pero se llevó una sorpresa. Supo que la separación de sus padres había sido forzada y que su familia la había buscado: “Eso fue fuerte... Fue impactante. Tantas versiones haciendo hincapié en el abandono. Fue el contrapeso de todas esas mentiras”.

El martes, cuando empiece el juicio, se leerá la acusación. Después, Eugenia ella será la primera en dar testimonio. Dice que quiere “que los tres sean condenados por el máximo de la pena”. Y que esto no se trata de haber tenido una buena o mala relación con ellos, sino de que cometieron un delito grave, enmarcado en el terrorismo de Estado. “Después de lo que llaman la restitución de identidad, es decir, cuando uno sabe quiénes son sus padres, y tiene de nuevo su nombre y más o menos una fecha y un lugar de nacimiento es como si el asunto se terminara. Pero todo lo que viene después, que tiene que ver con el proceso judicial y que involucra el delito que cometieron los apropiadores queda en el vacío. Es difícil que se acepte que este tipo de personas, ya sean militares o civiles, como éstos, cometieron un delito y que quisieron ser padres basándose en un delito.”

La defensa intentará crear la ilusión de que Rivas y Gómez hicieron “una obra de bien”, porque, por ejemplo, la mandaron a la escuela. “Yo te crié entre pañales de seda. Si no fuera por mí estarías tirada en un zanjón, mocosa caprichosa, hija de guerrillera tenías que ser para ser tan rebelde”, le dijo un día Gómez a Eugenia. Ella era chica y no se acuerda. Un testigo lo declaró en la investigación.

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