EL PAíS › OPINION
› Por Juan Pablo Ringelheim
“Mirá, hay buenos libreros que leen y buenos libreros que no leen. Yo en mi casa no tengo biblioteca.” Elvio Vitali, dueño de la librería Gandhi, me había esperado en la barra del café. Yo tenía veintidós años. Le habían dicho que un pibe quería laburar ahí, y justo necesitaba un pibe. Le pregunté cuántas horas tendría que trabajar, yo estaba estudiando en la universidad. Empezó a sumarlas con los dedos de la mano: “Nunca aprendí a sumar”. Sin biblioteca en su casa, sin saber sumar, Elvio comandaba la librería más importante de la calle Corrientes. Seis años después me contó el secreto de su oficio: “Yo soy un observador”. Elvio era capaz de semblantear a un inspector, un cliente, un chorro, y a cada integrante de su propia tropa. Luego sintetizaba en un par de palabras el carácter del observado, con precisión milimétrica.
En el noventa y pico, en Gandhi, por tres mangos te podías llevar Crimen y castigo, de Dostoievski. También lo conseguías caro: veinte pesos por Editorial Alianza. El de tres pesos era importado de México, editado por Porrúa. Había una pregunta de rigor que hacían los clientes cuando veían el precio de Porrúa: “¿Es una buena traducción?”. Una vez la hizo una mujer de unos cincuenta años. Elvio intuyó que era profesora de Letras. La mujer preguntó si era buena la traducción. Elvio no dudó: “Con esa editorial estudió Octavio Paz”, inventó, y se fue. La mujer llevó treinta ejemplares, para toda la división. Elvio sabía leer.
No pagaba mal. Cuando le fui a pedir un aumento, Elvio contestó: “Yo sé que acá ustedes se levantan minas”. Era cierto, pero, ¿qué tenía que ver? “Pensá en lo que ahorrás de cafecito y boliche.” Elvio sabía sumar.
Elvio era peronista. Un miércoles a la noche cayó a la librería el entonces hombre de Menem y jefe del Ejército, general Martín Balza. Tres guardaespaldas. Estuvo media hora mirando las mesas y compró cuatro libros. Cuando se iba con su séquito, sonó la alarma. En esos casos debíamos correr hasta la salida, donde estaba el cliente, y pedirle los libros, y chequear si la cajera se había olvidado de desactivar la alarma, o si en la bolsita había un libro no pagado. Eso hice. No logré encontrar el motivo que disparó la alarma, y Balza se fue. Cuando volví al mostrador, Elvio se acercó. Pensé que me iba a putear por haber controlado al jefe del Ejército como si fuera cualquiera. Entonces me preguntó: “¿Le revisaste la valija a Balza?”. Elvio era peronista.
¿Y entonces? Elvio no nos decía “hola” cuando entraba a la librería, decía: “¿Y entonces?”. Como si la charla ya fuese por la mitad y él esperara una conclusión, el remate de un cuento. Escribo estas líneas y puedo escucharlo diciéndome: “¿Y entonces?”. Entonces, Elvio, te digo: Octavio Paz no estudió con la Editorial Porrúa. Pero aquella profesora volvió y nos contó que treinta pibes de la provincia conocieron a Dostoievski.
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