María Eugenia Sampallo Barragán, hija de desaparecidos, declaró ayer cara a cara frente a su apropiador Osvaldo Arturo Rivas, a quien acusó por haberle robado su identidad. Detalló cómo le mintieron.
› Por Laura Vales
Durante dos horas y bajo la mirada de su apropiador, María Eugenia Sampallo Barragán le contó ayer a un tribunal oral cómo fueron los años de su infancia y adolescencia, en los que vivió con otro nombre, sin saber que era hija de desaparecidos. Este es el primer juicio que una joven apropiada realiza contra el matrimonio que la crió como si fuera propia. María Eugenia, a quien le dijeron que había sido “adoptada”, recordó las versiones que oía cuando les preguntaba a sus apropiadores qué había pasado con sus padres: le dijeron que habían muerto en un accidente, más tarde que su mamá era una mujer que hacía la limpieza y la regaló, o que era una azafata que vivía en Europa y había quedado embarazada en la Argentina de una historia extramatrimonial.
En la audiencia, María Eugenia estuvo acompañada por su familia biológica: su abuela, dos tías y un hermano, a quienes reencontró cuando recuperó su identidad en 2001. Fue la primer testigo del día; en la sala de los tribunales federales de Comodoro Py –la misma donde se realizó el juicio por la AMIA– se ocuparon todos los asientos destinados al público. El tribunal tuvo que habilitar el piso alto, destinado a la prensa, para la gente que había quedado afuera. La joven entró poco antes de las 11. De pantalón rojo y saco negro, parecía menor a los 30 años que cumplió días atrás. Se sentó en el sitio de los testigos y prestó juramento.
–¿Lugar y fecha de nacimiento?
–No lo sé.
Osvaldo Arturo Rivas, el hombre que la crió como propia, estaba sentado en diagonal. Fue el único de los acusados del caso que fue a la audiencia, ya que los otros dos –su ex pareja María Cristina Gómez Pinto y el militar Enrique José Berthier, quien la entregó al matrimonio cuando era un bebé de tres meses– se excusaron de asistir.
La joven es la primera nieta recuperada por las Abuelas de Plaza de Mayo que se presenta como querellante en un juicio por apropiación. Lo decidió luego de que Rivas y Berthier, tras ser procesados, abrieran una contracausa en la que acusaron a ella y a todos los testigos de mentir. Ayer relató cómo había tenido la primera noticia de que no era hija de Rivas y Gómez –así los llamó cada vez que tuvo que referirse a ellos, siempre por sus apellidos–. “Tenía cinco años. Una amiga de Gómez, que era docente y psicóloga, vino a la casa donde vivíamos y me llevó a mi habitación. Comenzó a contarme la historia de un matrimonio que había tenido una hija, y que en un viaje en auto había sufrido un accidente. En ese accidente el matrimonio había muerto, pero había sobrevivido el bebé. La conclusión era que el bebé era yo, y que Gómez y Rivas me habían adoptado.”
Esa fue la primera versión, de la que no consiguió saber más de parte de Gómez y Rivas. “No podían responderme nada, decían que no sabían.” Con el tiempo, y ante su insistencia, le dieron otra versión. “Consistía en que yo era hija de una empleada doméstica que había trabajado en la casa de los padres de Rivas, que me había dado por cuestiones económicas.” Más tarde, por lo general en medio de discusiones cada vez más frecuentes con su apropiadora, Gómez daría una tercera versión. Así la recordó María Eugenia: “Yo era hija de una azafata que vivía en Europa. Esta azafata había venido a la Argentina y había quedado embarazada de una relación extramatrimonial”. Entre esas historias cambiantes apareció una con un dato concreto: le dijeron que la habían tirado y que Berthiel, el militar amigo de la familia, los había llamado para avisarles que había un bebé abandonado en el Hospital Militar.
María Eugenia sabe ahora que es la hija de dos desaparecidos, Mirta Mabel Barragán y Leonardo Sampallo. Su mamá trabajaba en una fábrica, la Sociedad Industrial de Aparatos de Precisión (SIAP), era delegada gremial y militaba en el Partido Comunista Marxista Leninista. Su papá trabajaba en el astillero Río Santiago, era subdelegado y también militante del PCML.
Mirta estaba embarazada de seis meses cuando la secuestraron junto a su hijo Gustavo, de tres años, y a su pareja Leonardo. El niño fue a parar a una comisaría de donde lo rescató su papá, y durante mucho tiempo, ya con sus familiares, habló del hermanito que su mamá estaba esperando. Eso resultó clave para que la familia supiera que tal vez había un niño o una niña nacido en cautiverio.
De Mirta y Leonardo hoy se sabe que estuvieron en el centro clandestino El Atlético y luego en El Banco. Mirta fue sacada de allí en febrero del ’78 para dar a luz; es posible que María Eugenia haya nacido en el Hospital Militar. Luego no se sabe nada más de sus padres. El matrimonio Gómez-Rivas recibió a la niña tres meses después, por una gestión del militar Berthier, amigo de la apropiadora.
En 1989, las Abuelas recibieron una denuncia y empezaron a seguir su rastro. Llegaron incluso a ubicar la casa de los apropiadores. María Eugenia iba en esa época a la escuela primaria y recuerda que Gómez le dijo que había “unas viejas” que querían “separarlas”. La Justicia intervino y en esos días le tomaron una primera muestra de sangre, pero en el Banco de Datos Genéticos no había una muestra de su familia paterna y los análisis no consiguieron un resultado de compatibilidad.
De las muchas cosas que contó ayer apareció la imagen de una niña que creció más en la casa de los vecinos que en la propia. Gómez, que se separó de Rivas, tuvo con ella una mala relación. En las discusiones, recordó, solía achacarle “ser una desagradecida”. “Si no fuera por mí, hubieras terminado en un zanjón”, le decía, con una frase cuya sordidez sería cabalmente comprendida por ella sólo con el correr de los años. La convivencia era tan mala que después de varios intentos de encontrar una casa que le fuera menos hostil, cuando terminó el secundario la joven empezó a trabajar y pronto se fue a vivir con unas amigas. “Al irme de esa casa no me llevé ninguna foto de mi pasado con ellos, era algo que prefería no recordar”, dijo en la audiencia. En aquellos años había visto con frecuencia a Berthier, que siguió siendo amigo de la familia. Un día se animó a encararlo y a preguntarle por su historia. El militar le dijo que había sido un bebé abandonado en el Hospital Militar, pero que él no había intervenido. Y le ofreció comprarle un departamento. María Eugenia dijo que se sentía cada vez más desconcertada.
Ya mayor de edad, pidió un segundo análisis de ADN, casi sin expectativas, “para descartar que fuera hija de desaparecidos, porque como el primer estudio no había dado resultados, había sacado de la lista esa posibilidad”. Pero esta vez sí encontraron su filiación. Ahora vive en La Plata, ciudad a la que se mudó para estar más cerca de su abuela, su hermano y sus tías. Como integrante de la querella, ha pedido que se condene con quince años de prisión a sus apropiadores. De los tres acusados, sólo Berthier está detenido, ya que Rivas y Gómez accedieron a una excarcelación. Rivas escuchó su testimonio en silencio; estaba de espaldas a los asientos del público, por lo que no se le veía la cara. Aunque había citados más testigos, se retiró cuando ella terminó de dar su testimonio.
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