EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
En estas líneas, Horacio González reflexiona sobre los usos del lenguaje y los medios durante el conflicto agrario y aboga por la emancipación de la palabra pública.
› Por Horacio González *
Los verdaderos conflictos, en su punto más intenso, suponen un doble debate simultáneo: el de las materias directas que son motivo de la divergencia y el de los medios comunicacionales que las expresan. Las luchas no sólo se hacen a través de la lengua que ponen en acción los protagonistas de un antagonismo, sino también sobre el propio uso de esa lengua, sobre la forma en que el lenguaje se debe presentar en un desacuerdo del cual inevitablemente es parte.
En una sociedad con distintas fracturas en la discusión de sus intereses materiales y en las valoraciones simbólicas que los acompañan, no es fácil encontrar una mediación normativa que trabaje por encima de las diferencias planteadas, ofreciendo las garantías del “juez imparcial”. En su último rescoldo, el lenguaje es siempre el de las luchas, porque su origen se halla en ellas, por más que en determinado momento se encuentre estabilizado, en estado interino de universalidad. A poco que se lo exija, abandona su ropaje estable, para asumir las sutiles estratificaciones de un arte de injuriar, con sus no tan remotas raíces de clase, aunque las sabe abrigar de cualquier sospecha de parcialidad.
Por eso, los intentos de realizar un juicio crítico que ponga un horizonte más calificado para examinar el lenguaje por el cual se lucha, no cuenta con demasiada simpatía por parte de las argumentaciones en juego. No se desea contar entre las reflexiones posibles, en el momento del combate, con una hipótesis que interrogue los supuestos de una “neutralidad valorativa” que se asignan a sí mismos algunos de los contendores.
Habría que aclarar de inmediato que estos supuestos no son necesariamente intencionales o premeditados, aunque en general se basan en la certeza de que no es conveniente revisar los oscuros cimientos discursivos que habilitan las luchas. A nadie le gusta creer que sus enjuiciamientos genéricos son un enunciado faccioso. Las sobrecargas interpretativas de los medios de comunicación contemporáneos, los subrayados pastosos o las insinuaciones que surgen de espesas habladurías, surgen así de su tranquila corteza atmosférica. Producen habitualmente parodias circulares como su aparente necesidad objetiva, único rastro de autoexamen que nos brindan.
Pero no pocas veces conforman un juego descalificador de fuertes alcances paródicos que suele trascender el carácter habitualmente irónico de la política. No hay género crítico más atractivo que la parodia, pero no cuando se expone con goce ombliguista y mecanismos de reemplazo infundamentado de juicios graves o irónicos sobre la experiencia dramática del presente. Sarcasmos rápidos, no siempre ingeniosos, arquetipos sacados de una sumaria galería tipológica que no se priva de ser humillante, provienen aturdidamente de buena parte del aparejo interno de las tecnologías de producción de imágenes masivas. Con su tejido de metáforas inadvertidas y sátiras que pueden implicar paradójicamente la merma inevitable de los valores emancipadores del lenguaje, la red televisiva mundial puede instaurar un monolingüismo político que anexe todas las prácticas humanas a un cuño de ilusorias libertades.
Esta discusión es necesario hacerla. Las agrupaciones periodísticas que en general reúnen a los grandes propietarios de medios no suelen prestar atención a la reconstrucción brusca de la vida política que ejercen estas retóricas profundas de la urdimbre mediática. Ciertamente, son herederas de los viejos conceptos del siglo XIX en los que la prensa, en general aliada de las grandes ideas liberales, luchaba contra la censura y llevaba a la cúspide de su genio, en la pluma de Emile Zola, el “yo acuso”. Ha pasado más de un siglo. Los grandes conglomerados empresariales que producen una especial mercancía –el sentido común colectivo y formatos predigeridos de tiempo, de goce y de habla–, por primera vez en la historia pueden realizar una gigantesca transmutación en el sentido de los conocimientos y las profesiones. Por lo tanto, de la política.
Una asombrosa sofisticación tecnológica, revolucionando la idea de la imagen con una nueva temporalidad ficcional, procede sin embargo desde un masivo naturalismo en el uso del lenguaje. Así permite la extraña conjunción entre la irrealidad del tiempo (y su utopía) y un craso realismo cultural (y su chatura moralizante, aunque a veces con pretexto transgresor). ¿Cómo no va a producir efectos incalculables sobre las prácticas heredadas, políticas, jurídicas, artísticas, deportivas, narrativas?
Sin embargo, en tiempos de agudo conflicto social, no debería ser inevitable la sobrentendida profanación del significado abierto de los procesos históricos y el uso encubierto de usos idiomáticos que provienen de arcaicos actos de escarnio social. Son niveles no declarados –no por ello intencionales– de la producción de signos sociales con su abrumadora tela de araña conversacional que nunca dice nada. Puede ausentarse así el debate con que toda sociedad debe visualizar sin compulsión la elaboración de sus signos de desacuerdo. Aun no habiendo propósitos de ultraje –aunque en las prácticas del habla siempre hay un remoto proyecto de dominación–, surgen improvisos semánticos de tremenda hostilidad, de alcances y consecuencias ulteriores desconocidas para todos.
Es imprescindible un conocimiento real sobre estos efectos y mutaciones en esta etapa del ingenio comunicacional humano. Debe provenir de instituciones transversales de la sociedad que invoquen el legado retórico de todas las épocas y sepan evadirse del comodín injusto hacia la propia historia del periodismo, respecto de que éste sería “mero reflejo”. El rostro efectivo de estas metainstituciones emancipadoras, que deben ser instituciones de autorreflexión social, es necesario construirlo novedosamente en la propia esfera pública. Ella debe repensar y exhibir sus propios procedimientos invitando a hacer lo propio a todas las instituciones de producción de significados simbólicos. Hacer política, crecientemente, será exponer con sensibilidad renovada situaciones como éstas.
Quién debe coordinar estos actos de la nueva deliberación social es una discusión aún no despejada. Pero es necesario reconocer que declaraciones como la que recientemente produjo la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA se acercan al ideal autorreflexivo que exige la compleja esfera mediática contemporánea. La promesa de su vínculo con horizontes de deliberación libertaria (pues éste es el sentido último de las acciones colectivas) no puede ser desconocido, y poder recordarlo y actualizarlo es propio de la sabiduría cultural de un momento histórico. El sentido de la universidad, cada vez más, debe ser invocarlo y recordarlo, si se anima a ponerse a la altura de la construcción de nuevas democracias.
¿Quién puede molestarse por el mutuo examen de las estilísticas de relato que permiten las tecnologías de difusión masiva? Hecho con las armas intelectuales más encumbradas, puede equivaler a los efectos del Discurso del método del siglo XVII o a la Fenomenología del espíritu del siglo XIX. Así, nuevos recursos de encaminamiento técnico de las estructuras dialogales de la sociedad, como la pantalla dividida, cuando va más allá de un propósito de pedagogía en simultaneidad, deben ser cuidados al extremo como un nuevo ejercicio ético, y no como la inducción a un pobrísimo pensamiento binario.
Del mismo modo, deben considerarse a la luz de la ampliación democrática del horizonte colectivo de saberes las decisiones en la isla de edición o en las salas de montaje, cuando son ajenas a necesidades artísticas o de una mayor sabiduría técnica, pues demasiadas veces son ensamblajes que suplantan la decisión de millones de ciudadanos con respecto a cómo quieren articular la infinita heterogeneidad de los hechos.
Si el primer plano televisivo conserva todavía marcas folletinescas, el del cine desde sus comienzos reveló grandes emocionalidades artísticas. Si el montaje televisivo no supera en mucho la ruta paródica, el del cine recorrió casi un camino filosófico, paralelo al de las grandes obras literarias. Esto revela que aún es necesario avanzar mucho más en la ética de las imágenes y su relación con los conocimientos renovadores. Las decisiones de cámara, la fragmentación dialógica de la pantalla, el manual básico de coberturas, el arte de la pregunta, el propio caricaturismo –escena libertaria básica que en la Argentina tiene el ilustre antecedente de El Mosquito– son recursos de profunda y saludable ambigüedad, de los que siempre podrá dudarse, legítimamente, si captan climas sociales difusos de los que es necesario dar cuenta, o si inducen sin proponérselo a abismos políticos potenciales.
Debido a esto la “objetividad” es una más de las verosimilitudes en juego, así como la “narración” puede ser la última instancia de la objetividad. Como un acto político colectivo, de carácter intelectual y moral, debe ser elaborada una objetividad que se constituya en pacto profundo entre el acontecimiento y su capacidad de transformarse en un lenguaje de conocimiento. No se deberían presuponer hechos al margen del lenguaje ni debería propagandizarse un lenguaje ilusoriamente generado por su mero peso narrativo.
El contraejemplo de esta promesa de una nueva conciencia sobre las imágenes colectivas es el artículo del corresponsal del diario El País de España, del 9 de abril, en el que con desconocimientos llamativos de la situación argentina, se acarrean al desgaire todos los lugares comunes de un boletín de guerra, que de ser cierto nos colocaría en un nuevo momento de inadmisibles penumbras. La cuestión excede a la responsabilidad de un periodista. Es urgente verla como la necesidad de una nueva objetividad crítica, y como el llamado compartido a un evento emancipador de la palabra pública en los medios de comunicación.
* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.
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