Mié 25.06.2008

EL PAíS • SUBNOTA  › LA HISTORIA DE UN CASO EMBLEMáTICO

El fin de la era juarista

› Por Alejandra Dandan

Jounes Bshier ni siquiera podía pronunciar su nombre. Llegó a Buenos Aires, perdido, dos meses después de que le hubieran matado a su hija, golpeando las puertas que en Santiago del Estero no se le abrían. En el bar de la esquina del diario se sentó a intentar explicar algo parecido a un delirio. Una fiesta de sexo y drogas con los hijos del poder de Santiago, que hasta entonces era una de las provincias en las que todavía resistían las figuras gestadas por la dictadura. Qué era cierto y qué no de todo aquel relato; qué era lo que le había pasado a Leyla Bshier todavía era un misterio. Para entonces, su padre ni siquiera vivía con ella. Los pocos datos que hasta ese momento existían eran pocos pero contundentes: los restos deshuesados de dos cadáveres, presuntamente de dos jóvenes mujeres, arrojados a la vera de una picada, un camino abierto por huellas en medio del monte. La Dársena. PáginaI12 publicó en marzo de 2003 esa parte de la historia, la noticia de las muertes, sujeta a las palabras de aquel hombre bajo las cuales aparecían las figuras más poderosas del gobierno. Desde la publicación hasta la primera crisis política que empezó a corroer el cascarón del poderío juarista pasaron varios meses. Varios meses en los que los voceros oficiales del gobierno intentaron mostrar, como pudieron, las muertes como producto de un caso policial sin razones políticas y en el mejor de los casos como producto de un carnicero enfermo. “Qué te vas a preocupar de ese caso, son dos putitas”, le dijo Musa Azar alguna vez a un allegado.

Para entonces, la provincia estaba bajo el comando de Nina Aragonés de Juárez, la mujer de Carlos “El Tata” Juárez, el verdadero nombre detrás del poder. Juárez había sido cinco veces gobernador de Santiago gracias a una red de terror, interpretada por un pelotón de malos espías que se ocupaban de noche y de día de tomar nota, papel y cuaderno en mano, de lo que hacían los habitantes de Santiago. Todos. Amigos y enemigos políticos. Adversarios de ahora pero también de quienes en un futuro podrían serlo. En esas notas, compiladas como diarios personales y archivadas durante años en la sede de la D2 de Santiago, la memoria quedó compactada en expedientes secretos que el poder guardó como las llaves de una fortaleza asentada en la extorsión, que le permitía seguir existiendo.

El crimen de Leyla Bshier y de Patricia Villalba, en ese contexto, fue la fisura que permeó la capa de amianto del régimen. Como había sucedido en Catamarca con María Soledad Morales, los padres de las dos muchachas comenzaron a rodear la casa de gobierno cada viernes con las primeras marchas de silencio. Para entonces, las condiciones de hostilidad eran tales que quienes podían hablar desde un lugar de disidencia se escondían en los claustros oscuros de la universidad, refugiados como los cristianos en las catacumbas. Sólo era posible hallarlos a través de contraseñas especiales que no eran otra cosa que nombres de nombres, más o menos confiables, pero bajo el juramento de no revelar su identidad, de no decir quiénes ni cómo eran, de no descubrirlos. Ellos eran muchas de las voces que en 1993 se habían animado a dar los primeros golpes contra el régimen quemando la casa de gobierno durante el Santiagazo, la convulsión política que se disparó cuando la Nación dejó de mandarle fondos a la provincia y la provincia se endeudó con los empleados públicos durante cuatro meses y desató una brutal crisis económica. Muchos de ellos, además, eran quienes mucho tiempo antes habían estado detenidos en las cárceles de Santiago, primero antes del golpe militar de 1976, cuando Carlos Juárez gobernaba la provincia y luego, con la dictadura. Esos que a esa altura eran sobrevivientes de todo fueron una parte de los que le permitieron al mundo exterior ir entendiendo qué sucedía en Santiago.

El 4 junio de 2003 se disparó la primera crisis política. El comisario Musa Azar aún era jefe de Informaciones del gobierno. La mano derecha de Juárez y quien cada mañana le acercaba las últimas noticias. Cercado por la fuerza que empezaba a ganar en la calle, las voces de las familias de las jóvenes, Musa Azar usó sus influencias sobre el achacado matrimonio para manejar la información como más le placía. Una mañana despertó a Nina Juárez indicándole que la culpa de todos los crímenes era del vicegobernador Darío Moreno y que, por lo tanto, tenía que echarlo. Eso fue lo que sucedió ese día. Mientras Moreno se escapaba velozmente en una camioneta, en su huida arrastraba a la provincia a las cámaras de todo el país, dispuestas a grabar la debacle.

Siempre protegido por los Juárez, Musa Azar hizo de allí en más todo lo que pudo para espantar a las cámaras. Puso abogados de uno y otro lado; payasos que hacían de abogados. Personajes vestidos de Cantinflas aparecían en los tribunales y desaparecían, todos los días con una hipótesis distinta. Las decenas de hipótesis iban del carnicero Llugdar a una banda de narcotraficantes tucumanos o de una banda de chicos malos de un barrio pobre que se habían comido los huesos de Leyla en un festín. Hubo espías frente a los hoteles de la prensa. Personas que se presentaron como agentes especiales de Gendarmería y nos llevaron a dar vueltas y vueltas en auto. Presos detenidos y liberados y una sucesión de jueces.

Carlos Leoni Beltrán era el presidente de la Corte Suprema de Justicia que hasta ese momento se apasionaba con la cría de perros. A partir del caso, a los perros les sumó el consumo compulsivo de películas de detectives norteamericanas. Necesitaba encontrar algo, siempre decía, que pudiese explicar ese crimen; algo capaz de espantar esa sospecha de encubrimiento que sobrevolaba al gobierno.

En el medio, algo sucedió. De a poco, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de Santiago logró acercarse a la mesa del bar de los tribunales para ganar espacio ante las cámaras. Con un escrito mal hecho, sus integrantes lograron decirle al mundo exterior quiénes eran los Juárez y quién Musa Azar.

Pero Musa cayó sólo cuando los Juárez entendieron, ya tarde, que debían deshacerse de él para sobrevivir políticamente. Recién entonces alguien dejó caer su nombre alrededor de otra mesa de bar, en un hotel, luego de dos vasos de whisky. En esa nueva hipótesis, Musa era el dueño del zoológico del terror donde estaban los animales que habían masticado los huesos de una de las jóvenes.

En el mientras tanto, aquellos que habían (habíamos) llegado a Santiago para espantarnos del horror de las muertes también íbamos cambiando. Dejamos de lado la sangrienta trama policial para quedarnos aferrados a esa lógica política que parecía afectarlo todo. El 1º de abril de 2004, el gobierno de Néstor Kirchner intervino Santiago del Estero. Cómo para no recordarlo. Ese mismo día, el juez federal Angel de Jesús Toledo (nobleza obliga) decidió detener a los Juárez. Musa Azar ya estaba preso. Pablo Lanusse se sentó en el escritorio de Nina Juárez como interventor y se topó con el llamador de un timbre y su teléfono con restos de rouge.

La Justicia ahora cierra una etapa de ese proceso. Tal vez, algo ya está cambiado. Pero todavía nadie dijo quién mató a Leyla Bshier.

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