Mar 12.08.2008

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINIóN

Competencia y corrupción

› Por Juan Pablo Boholavsky *

Nuevamente la práctica estatal demuestra la estrecha vinculación que existe entre un adecuado funcionamiento de la competencia en una economía de mercado y la corrupción. Las recientes notas relacionadas con las denuncias que el Ministerio de Defensa presentó contra varios altos oficiales del Ejército, por haber presuntamente defraudado al Tesoro público, validan ese razonamiento.

Aparentemente estos oficiales planificaban las licitaciones y orquestaban las presentaciones de los oferentes de manera que el proceso de selección de contratistas fuera no sólo una excusa, sino también un blindaje administrativo y hasta legal para esas defraudaciones. ¿Quién podría cuestionar algo si los contratos se otorgaron por licitación o concurso públicos? Los funcionarios presuntamente corruptos fueron descubiertos y puestos sobre la luz legal. Esa denuncia no es un accidente sino que responde a una política consistente en materia de transparencia de ese ministerio.

En estas líneas quiero mirar detrás de las cortinas del Derecho Penal, llegar al problema económico que alimenta a esos delitos. Las maniobras de corrupción exigen varios presupuestos. Uno de ellos es que los empresarios del rubro del cual el Estado necesita determinados productos o servicios no compitan (realmente) en el marco de las licitaciones públicas. Esto sucede, básicamente, en dos casos. El primero, en los mercados altamente concentrados, puesto que facilitan los acuerdos entre competidores. Esos competidores se “distribuyen mercados” a través de la asignación previa de las licitaciones en las cuales cada empresa obtendrá el contrato que necesita el Estado licitante.

El segundo caso se presenta cuando los competidores tienen una información demasiado limitada y costosa acerca de las compras del Estado. El acceso a la información se convierte en un privilegio en sí mismo, y así la puja competitiva se limita a penetrar en los cajones de los funcionarios.

Cuando la competencia no es real, los costos pueden ser acordados previamente y el Estado termina pagando precios sobrevaluados y preacordados (por los competidores). Es toda una puesta en escena, ya que no existe una puja real entre los competidores.

En un mercado altamente competitivo y con un volumen suficiente como para que el sobreprecio de las licitaciones no alcance a satisfacer a todas las empresas del sector, serán esas mismas competidoras las que controlen y breguen para que sólo la más eficiente de ellas se lleve el premio de la contratación con el Estado. Como el comportamiento colusorio entre los competidores no es rentable, éstos se asegurarán que sus pares jueguen limpio, pues no admitirán que les hagan trampa para dejarlos afuera del mercado del Estado.

La mayor participación de competidores también exigirá al agente que lleva adelante la contratación una dispensa más democrática de la información, lo que a su vez estimula la eficiencia a la hora de hacer negocios con el Estado.

Concretamente, sería conveniente que las nuevas autoridades que deben aplicar la Ley de Defensa de la Competencia relevaran la composición de los mercados con los que se relaciona el Estado a través de sus contrataciones, procurando detectar maniobras distorsivas de la competencia (más allá de que concurran o se puedan probar delitos). Los instrumentos que brinda esa ley son fenomenales para cambiar (mejorar) el perfil o composición del mercado, sólo habría que incorporarles este objetivo anticorrupción.

En cuanto al suministro más eficiente de la información relativa a los procesos de contrataciones, dándoles mayor participación a los perdedores de la corrupción (competidores que quedan fuera del circuito de contrataciones, usuarios de empresas públicas y contribuyentes) se ampliaría la base de los controladores y así habría más posibilidades de que el contrato sea para el mejor oferente.

* Abogado. Doctor en (Anti)Corrupción.

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