Mar 23.09.2008

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINIóN

The Rock-01 is missing

› Por Mario Wainfeld

“Entre la lealtad y la deslealtad, entonces, existe un incentivo: el interés mutuo y, antes, el interés propio. La lealtad puede encaminarse a la deslealtad cuando los intereses entran en juego y aumentan las posibilidades de obtener réditos concretos para la propia carrera política.”

Mario D. Serrafero, El poder y sus sombras: los vicepresidentes

El título de esta nota traduce en solfa el correspondiente a un best seller que el cronista leyó hace 30 o 40 años y evocó súbitamente en una fragorosa madrugada, hace cosa de dos meses. En realidad se titula El avión presidencial ha desaparecido, su autor es el norteamericano Robert J. Serling. La historia transcurre en Estados Unidos, en los ’60, en plena Guerra Fría. Se la reseñará, salteando algunas peripecias que le añadían suspenso y algunas páginas.

Su gran protagonista es el presidente Jeremy Haines. Haines va por su segundo mandato y a fe que lo merece: es un fenómeno. Es racional, popular, eficiente, se consagra full time a su labor. Su país atraviesa una etapa de paz y prosperidad, bajo su firme mano. Es un estadista, apolíneo por añadidura: mide casi un metro noventa, “sin un gramo de grasa”, representa diez años menos que los 57 de su edad. Una sola sombra oscurece su panorama, es la agresiva política del gobierno chino. Con los soviéticos, Haines la viene muñequeando bien. Pero los chinos (rato antes de dedicarse a crecer a tasas ídem y comprar soja a lo pavote) tienen berretines belicistas, patotean de lo lindo y hasta blanden la amenaza nuclear. Haines es valiente y patriota como el que más, pero su prudencia lo induce a querer evitar una escalada bélica. No le resulta sencillo: los chinos son provocadores y los halcones empiezan a volar en derredor de la Casa Blanca. La CIA, el FBI, muchos medios y algunos sectores de la opinión pública le piden mano dura, cada vez con más fuerza.

El Presidente está bajo presión, decide tomarse unos días de vacaciones, acaso en Camp David, con una comitiva ascética. Poco se sabe de las coordenadas del viaje, hay especulaciones imaginando que es el preludio de una decisión histórica, un cambio de rumbo.

Haines se embarca en el “Fuerza Aérea Uno”, el aeroplano parte, se pierde en la espesura. Y se pierde, no más. Desaparece de la esfera cognitiva de los radares. Pasa un tiempo prudencial, no hay traza del avión presidencial. Y se arma un tole tole institucional de aquéllos. El presidente, literalmente, no está pero tampoco ha muerto ni renunciado.

Las primeras reacciones de la cúspide del poder son prudentes y aun conservadoras. Se trata de achicar el pánico y de no adelantar la sucesión presidencial. Pero pasan los días, la hipótesis de un desenlace fatal crecen, hay datos concretos que la avalan sin probarla del todo, la acefalía se empieza a hacer sentir, los halcones sacuden el espantajo de la indefensión.

Acá cobra bríos la figura del vicepresidente Frederick James Madigan. El hombre es la contracara del primer mandatario. Llegó a su lugar un poco de chiripa, para zafar de un empate político entre otros dos candidatos más briosos. Es una figura mediocre, aun en su apariencia. Ni lindo, ni feo, nulas señas personales características, una oratoria poco recordable. Para los parámetros yanquis de Serling, el hombre era petiso: un metro setenta y dos. PáginaI12 considera injusta esa discriminación por estatura, que lo afecta, pero ni así puede sentir empatía por Madigan. Con todo, el vice no es mala persona aunque sí vulnerable y sugestionable por las ambiciones de su esposa, una bella arpía.

Al principio a Madigan le da vértigo la hipótesis de suceder a Haines. Mas las circunstancias, el vacío institucional, el pre-ssing conyugal y un microclima mediático le calientan la cabeza. Por otro lado, no es sensato vivir con (sin) un presidente extraviado, máxime cuando el gobierno chino redobla sus tambores de guerra. Madigan asume como presidente interino y, casi sin respirar, se sube al caballo. Se fascina con tener un lugar relevante y no segundón en la historia y escoge un atajo feroz. En sinergia con su cónyuge, lo exaspera el hecho de haber sido relegado y desinformado por Haines de datos de Estado de los que se desayuna recién cuando se sienta en el sillón del Salón Oval.

Decide imprimir un viraje decisivo a la política de Haines: lanzar una “guerra preventiva” contra China, bombardeándola antes de ser atacados. Por la naturaleza anticipada de la retaliación, su idea es hacerlo en puro secreto, sin consultar al Congreso. Lanza su propuesta en una febril reunión de gabinete, logra una mayoría ajustadísima. El ala sensata del gabinete le propone esperar, discurrir, consultar. Madigan se niega, está embravecido, convencido de su personaje. Nada ni nadie podrá detenerlo... Salvo Haines que reaparece en el momento exacto. Su avión no se accidentó, como todo hacía presumir. Había rumbeado hacia la Unión Soviética para acordar en secreto absoluto un status de paz formidable, que entibiaría la Guerra Fría y dejaría a los chinos con un palmo de narices. Haines reasume, la paz es posible, Madigan vuelve a su lugar. Presidente y vice se pasan un par de facturas. Haines se hace cargo de haber destratado un poco a Madigan, le promete hacerle más lugar en las decisiones, informarlo. Happy end.

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La novela fue un éxito editorial entre los ’60 y los ’70, en Argentina vendió más de cien mil ejemplares, altri tempi. Como solía ocurrir en ese tipo de best de sellers, onda Aeropuerto, los primeros capítulos (los que plantean el tema y “presentan” a los personajes) son muy superiores al resto de la intriga y al desenlace. Un tópico fascinante, el rol del vice en un sistema presidencialista, es acometido con un buen background informativo y de anécdotas. La historia derrapa luego al maniqueísmo propio de las viejas películas de cowboys. Haines, de tan perfecto, es inverosímil. Madigan, cabe reconocer, es un personaje bastante creíble: concuerda más con las ofertas del mercado.

El nodo, la dialéctica tensión entre presidentes y vices, es fascinante. Da para mucho más que un best seller foráneo. Por ejemplo, para el interesante ensayo de Mario Serrafero del que se extrae la cita que encabeza esta nota. Serrafero ilumina que se trata de una relación institucional, “supuestamente desencarnada” pero que las instituciones encarnan en personas, “sólo dos personas”. Ambas fueron legitimadas en el mismo acto, su poder es bien diferente. Pero hay una salvedad llamativa: el vicepresidente tiene poco poder propio, pero el presidente no tiene la facultad de removerlo, “es una suerte de intocable”. Y cumple una función dual, la de suplente y la de eventual sucesor. Función que, redondea el cronista, incita una dialéctica densa, en la que la psicología de los personajes tiene algo que decir. Y el contexto político, mucho.

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Casi huelga decir que el recuerdo de la novela de Serling (un libro de segunda categoría, sólo recuperable en librerías de viejo) surgió como un rayo en la madrugada en que Julio Cobos decidió la suerte de la ley de retenciones móviles. Y su paráfrasis viene a cuento en la semana presidencial del ex gobernador mendocino, que comenzó con su presencia (no coronada, ay, por el éxito deportivo) en la Copa Davis, siguió con un maratón que no renunció al simbolismo de pasar delante de la Casa Rosada y se prolongó ayer en la reunión con Mauricio Macri.

Los vaivenes de la historia y el protagonismo de Cobos lo transforman en un vicepresidente en campaña electoral, sin partido propio (de momento) y sin otro programa que despegarse de la Presidenta que le tocó en suerte. En campaña para posicionarse como el principal candidato presidencial de la oposición, a la friolera de tres años vista, menudos detalles. En campaña que actúa en ejercicio de la suplencia presidencial, momento institucionalmente desaconsejable para antagonizar.

Las instituciones encarnadas en personas eventualmente semejan uñas encarnadas.

Desde luego, no hay que engolosinarse con las analogías. Hace dos días, esta columna advertía que las comparaciones históricas ilustran más sobre las diferencias que sobre las similitudes. Ni hablar de las comparaciones entre la ficción situada en otros tiempos y lugares versus la realidad autóctona. Formuladas estas prevenciones, el cronista cree que el tema es interesante, para psicólogos, para novelistas, para ciudadanos, para dirigentes y, especialmente, para espíritus anhelantes de institucionalidad.

Pero lejos está de su intención llevar más allá una asociación libre. Cualquier semejanza de la novela (olvidable, olvidada y resucitada por esas cosas de la memoria) con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

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