EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Néstor Abramovich *
Hace ya mucho tiempo que las escuelas no pueden decirse impermeables a las realidades que las circundan. Son –antes bien– cajas de resonancia y escenarios de múltiples tensiones, encuentros, desesperanzas, entusiasmos, derivas, trayectos.
Las distintas manifestaciones de la vida (y aún de la muerte) se hacen presentes en los cotidianos escolares; en incontables diálogos consumados o no; en las cabezas y en los corazones de estudiantes, docentes y familias.
Ya no se puede sostener que “este tema (esa cuestión, aquel drama, tal conflicto) no es algo propio de la escuela”. Con todo derecho, los chicos descreerían de una institución que –al tiempo que reclame su presencia obligatoria– se desentienda de sus preguntas y no abra canales a la búsqueda de respuestas y al despliegue de acciones alternativas.
Ni las guerras, ni las drogas, ni la contaminación, ni los vaivenes de la economía, ni el delito, ni las muertes en las rutas, ni la pobreza –por mencionar sólo algunas de las cosas que nos duelen en los cuerpos y en las conciencias– son asuntos no escolares. Tampoco lo es la sexualidad en todas sus manifestaciones.
Si todo irrumpe para quedarse, si todo hace a su vida y a su quehacer ¿hay territorio propio de la escuela? Parafraseando aquella antojadiza proclama de todos somos el campo, la escuela ¿debe ser campo de todo?
Los proyectos y programas, el conocimiento, los valores, los aprendizajes, las normas, las autoridades y hasta las sanciones, conforman –sin duda– el continente de lo escolar. Así, las escuelas son territorios con límites más convencionales que naturales. Son continentes con costas inundables en los que lo único permanente es la contingencia.
A la intemperie buscamos cobijo y somos, con los pibes, presente y porvenir.
Entonces, ¿dónde estamos parados? Puede que las respuestas a esta pregunta sean hipotéticas, experimentales, pero no deben dejar de buscarse. Quizá, como adultos y trabajadores de la educación, estemos parados en nuestras intenciones pedagógicas, en nuestro deber ético de cuidado hacia los más jóvenes, en algunas concepciones acerca del aprendizaje escolar, en lecturas y rescates de la historia y la cultura, en saberes siempre provisorios, en creencias y convicciones, en ciertos bocetos de futuro. Y es posible que ésas sean todas nuestras certezas.
En particular, los colegios privados de una ciudad que hoy parece volver a acunar sueños más o menos explícitos de distinción, blindaje y privatización podríamos sucumbir ante una falsa tentación: replegarnos confortablemente en nuestros privilegios, amurallarnos, desensibilizarnos de los problemas de los muchos, formar consumidores acomodados y futuros gerentes (más bien garantes) de la eterna reproducción del privilegio.
Aun si pensásemos que ese camino está entre nuestras opciones, los problemas públicos de la educación son nuestros. En los colegios privados –tanto como en los públicos– modelamos cada día nuevas ciudadanías; en cada aula de clase y hasta en las maneras de pensar la escuela pública y de afrontar los paros docentes.
Cuando apostamos a la gestación de un modelo de ciudadanía comprometida con el bien común, con la justicia distributiva, con las instituciones de la democracia y la participación comunitaria, con el valor de la vida por sobre la renta, con la solidaridad, con la preservación de la naturaleza, estamos eligiendo deliberadamente hacer educación pública aún en contextos de gestión privada.
La batalla, ya se sabe, es cultural. En su fragor y entre tanta fluidez es fácil errar o entrar en confusión. Si esto sucede, va a estar bueno (especialmente en Buenos Aires) reconocerlo de pie, pensar en voz alta y construir nuevas comuniones de sentidos colectivos y emancipatorios con los que seguir tanteando y andando.
* Especialista en Educación. Director del Colegio de la Ciudad.
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