EL PAíS • SUBNOTA › VIAJAR EN SUBTE NO FUE UNA COSA SENCILLA
Las formaciones circularon con menor frecuencia que la habitual y repletas de pasajeros. Algunos se lo tomaron con humor, otros no tanto. Relato de un viaje en la línea A.
› Por Emilio Ruchansky
“Hay piqueteros arriba y hay piqueteros abajo, esto es un quilombo”, le informó un policía al boletero de la estación Plaza de Mayo del subte A. Cientos de personas pasaban al lado de los dos hombres, que habían obligado a desalojar un andén repleto de gente porque se acercaba la manifestación por la campaña “El hambre es un crimen”. Entre la marcha, el paro de subtes y el calor de la tarde, los pasajeros caminaron resignados hasta la estación Perú. Allí los esperaba “el tren fantasma” o “el trencito de la alegría”, según como se mire. Es que para garantizar el servicio hizo falta que el personal jerárquico manejara los vagones, a los tumbos, mientras los demás trabajadores de Metrovías tiraban la bronca.
Ya habían pasado casi doce horas de paro y en el andén de Perú los pasajeros mensajeaban o llamaban a los suyos para avisar que llegaban tarde. La frecuencia del sevicio era de entre 15 y 20 minutos, porque a esa hora los maquinistas improvisados para la ocasión ya parecían más aceitados. Cuando apareció el subte los pasajeros se acurrucaron, el tren caminó 15 metros y se le apagaron los motores. La premonición que hizo bien temprano Gastón Reyes, un delegado de esa línea, acababa de cumplirse: “El personal jerárquico no sabe cómo resolver los inconvenientes que surgen siempre porque son trenes muy antiguos”.
Sin embargo, el conductor insistió unos minutos y logró encender los motores. La gente festejó con gritos porque no había espacio para mover las manos y aplaudir. La alegría duró hasta que el tren se detuvo en la siguiente estación: Piedras. Entonces quisieron subir más pasajeros y comenzaron las peleas con el guarda, que después de haber trabajado el doble de lo que se considera salubre, no tenía problema en pelearse. “Flaco, no te das cuenta de que no entra más gente”, le gritaban desde la otra punta del vagón. “Porque no se mueven más al medio que hay lugar en vez de boludear”, propuso. “Yo no me muevo ni en pedo, estoy rodeado de minas”, lo cargó un pibe. Con la camisa afuera y transpirado como maratonista, el guarda empujó un poco a los rezagados y cerró las puertas.
“Yo estoy al lado de una morocha de divina, así que tampoco me pienso mover”, retrucó el guardia, que volvió a abrir la puerta manual porque alguien había quedado medio adentro, medio afuera. “¿Y como sabés que es una mina y no un trava?”, lo cargó una pasajera. “Si es un travesti me daría cuenta, porque soy bien macho y probé y me gustó un poquito nada más”, retrucó el guarda. “¿Vamos?”, le dijo el maquinista, custodiado por un policía. “¡Sííí!”, gritó el vagón al unísono. El tren se movía despacio mientras el maquinista escuchaba las ofertas de los pasajeros, que le pedían que no parara hasta Once, donde la mayoría bajaba para combinar con el tren u otros colectivos. Se negó pese a que algunos juraban no tener problemas en bajarse por la ventana y ante el pésimo panorama que veía en la estación Lima.
“No, no entren”, gritaba una mujer a la multitud que se amontonaba en las puertas. Algunos le hicieron caso. Los que no, recibían las cargadas. “A ver si jugamos al tetris”, “A mí se me cayeron cien pesos, bájense y los buscamos”, “¿Por qué no se suben al techo?”, decían los otros pasajeros, hasta que uno se calentó y gritó: “Ustedes también estuvieron esperando el subte como nosotros y ahora no nos quieren dejar subir, ¿les parece bien?”. Cuando llegó la estación Sáenz Peña una mujer advirtió que “esto puede ser como lo de la puerta 12”. “Pará un poco, si viajás así todos los días y nunca te pasó nada”, le contestó el guarda desde afuera. Cuando quiso volver no podía entrar y, claro, desde adentro no hacían más que verduguearlo.
En Congreso no había mucha gente esperando y sólo restaba una estación antes de llegar a Once. El maquinista aceleró mientras una mujer le contaba a otra que a la mañana había sido peor porque nadie sabía si había servicio o no. “Cuando estaba por bajar las escaleras me paró un cana y me dijo que mejor me tomara un colectivo”, contaba una de ellas, “y le hice caso... Te digo la verdad, pensé que se iban a cagar a trompadas porque estaban todos calientes: los canas, los del subte, la gente”. De hecho, bajo tierra, el clima de pelea incluyó forcejeos, alguna piña y denuncias de los delegados de base acerca de que “la patota” de la Unión de Tranviarios Automotor habría recorrido algunas estaciones portando armas de fuego.
Cuando el tren paró en Plaza Miserere y se vació un poco el vagón, el guarda se secó el sudor y respiró profundo. Fue entonces que Página/12 lo increpó sin éxito: “Si te digo en que área trabajo normalmente me van a fichar, si te digo que no estaba de acuerdo con el paro te miento, si te digo que tengo ganas de cagar a trompadas a un par de pasajeros me meten preso, ¿que mierda querés que te diga?”. El tren arrancó bajo la mirada de dos jóvenes policías que estaban parados sobre el andén.
“Mataría que pusieran aire acondicionado acá adentro”, comentaba uno, con su gorra bajo la axila. El otro se quejaba de las doce horas que pasó bajo tierra, entre las cabinas y las estaciones cabeceras. “Nosotros somos los que peor la pasamos”, contestó el primero cuando fue interrumpido por el cronista, “porque nos comimos la mala onda de la gente y la mala onda de los subte y encima no pasó nada”.
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