Sáb 21.03.2009

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINIóN

Los contenidos de una nueva sociedad

› Por Horacio González *

Ley de Medios. ¡Bien! Una vez aprobada, será difícil imaginar cabalmente todos los cambios que se producirán en la vida colectiva. Su debate parlamentario podrá ser una de las grandes jornadas de activismo democrático y fervor cívico en el país. En suma, implica la resurgente voluntad de discutir los contenidos de una nueva sociedad. Su equivalente histórico, por el dramatismo pedagógico que tiene la cuestión, evoca la siempre recordable ley 1420 de Educación Común.

Pero... ¿tanto importarían los “medios”? Hoy ocupan una posición que podríamos considerar de “directores de conciencia” de la vida general de la población. Juego y cadalso, circo y vademécum moral. Quizás haya sido con el peronismo que se afirmó la vinculación de la vida popular con el teatro de la imaginación audiovisual. Pero, en este caso, el vínculo emanaba de la radiofonía. Es que el peronismo fue la radio, no la televisión. Pero mantuvo como equivalentes dos esferas: la estatal política y la comunicacional cultural. El balcón y la radio. Sin absorción de una en otra, eran dos lenguajes claramente diferenciados. Sin embargo, se sabe que el 17 de octubre de 1951 se inauguró la televisión argentina con una imagen de Evita. De ahí que los aniversarios de la televisión argentina coinciden con los del peronismo.

Este hecho hay que comprenderlo –por su importancia– y a la vez deconstruirlo en nombre de la necesidad de ver la sociedad como una relación de esferas autónomas, pero mutuamente concernientes y no corporativas. Institución social y tecnologías comunicacionales son diferentes, hechos de raigambre culturalmente heterogénea. Todos ellos deben ser recorridos por los símbolos genéricos de una ciudadanía que espolea y reconstituye las prácticas colectivas. La intervinculación de actos técnicos, discursivos y económicos –que en conjunto hacen a la esencia de lo político– deberá alumbrar un nuevo Estado militante y productivo. Nada de esto sería posible sin un pensar crítico y una razón comunicativa en constante revisión de sí misma. Una gran reforma estatal democrática es un hecho necesariamente paralelo a una nueva ley de medios audiovisuales. Y ésta, un hecho equivalente a una autoconciencia nueva sobre los planos de lenguaje que constituyen todo contrato social. Por eso, algo parecido a un imaginativo y novedoso Congreso de la Lengua, convocado por las instancias universitarias, intelectuales, comunicacionales, culturales y sindicales argentinas, debería ocurrir junto al debate sobre la esfera mediática.

Las sociedades comunicacionales universalmente ramificadas, las instituciones del trabajo y de la memoria, la esfera tecnológica liberada de ingenuos fetichismos no deben poseer ánimo confiscatorio en sus relaciones mutuas. Pero el trabajo material e inmaterial, transformador de la naturaleza y de los símbolos, sigue siendo el valor creador que funda el vínculo intersubjetivo. A pesar de eso, los medios de comunicación poseen intrínsecamente tendencias sustitutivas de la experiencia genérica humana por la vía de su poderoso interés en la unificación “técnica” del lenguaje, del espacio y del tiempo. Se conocen sus restringidas hipótesis de inteligibilidad, sus armazones temporales premoldeadas, el ilusionismo con el que imagina que no tiene sus raíces en el trabajo productivo. Esto debe ser motivo de nuevas consideraciones que les revele que es preciso que de su propio interior surjan reformuladas alianzas entre legados culturales y tecnologías. Desde luego, en su sentido profundo, las tecnologías son también hechos artísticos y retóricos de segundo grado. Cuando recobran esa dimensión, condensan un nuevo tejido universal de carácter liberador. Una gran revolución contemporánea consistiría en que los medios masivos asuman que las formas de vida son experiencias autónomas no sujetas a servidumbres voluntarias e inmersiones ciegas en un indiferenciado magma comunicacional.

Ese horizonte debe ser el sujeto filosófico de una nueva ley sobre el ejercicio del poder audiovisual de las sociedades. Ni es preciso que esto se escriba. Son los “considerandos” implícitos de toda ley, que equivalen a indagar en las condiciones de producción material, intelectual y moral de todo hecho cognoscitivo. Los medios de comunicación semejan un estallido en puro presente, una lámina translúcida sin el peso de la memoria. Pero su “archivo” está articulado como una potencial amenaza de control social. Doble deshistorización. ¡Parecen no tener historia, estructuras de dominio, intereses económicos, economías reproductivas, líneas de comando, decisiones políticas, autoconciencia hegemónica y operatoria ideológica! Pero esta época nos revela la anomalía de creer que es etéreo o evanescente lo que en verdad es una materialidad espesa y de carácter examinatorio sobre el conjunto de las prácticas sociales. La presuposición genérica de la ley de medios debe implicar que esta revelación –la esencia de un gran debate– es democráticamente posible.

Un caso conocido por los historiadores argentinos es la opinión absorta de Sarmiento luego de saber que los capitales ingleses estaban construyendo el ferrocarril del Ganges de la misma manera en que, en la remota Argentina, se construía el tramo Buenos Aires-Rosario. ¿Cómo? ¿Entonces los gobernantes “progresistas” no incidían en nada? ¿Era todo una manifestación inevitable de las fuerzas productivas de la época? Esta profunda anécdota (y una anécdota profunda es ya una teoría) nos lleva nuevamente a la cuestión de las tecnologías. La necesaria intimidad con ellas es una misma cosa con la necesidad de que no se conviertan en la “antropología filosófica” de una época, ni en el gobierno invisible de las culturas que deben ser libres en su singularidad.

La técnica no es algo neutral. Cuando creemos que es neutral, quedamos atrapados en lo restrictivo de ella. En cambio, una relación libre con las tecnologías implica decidir sobre ellas, a cada paso, en el interior del mismo lenguaje que utilizamos. Una mera jerga tecnologista sin raíces ni sustento material impide la libertad del sujeto. Lo apresa en el resentimiento de no poder ser nunca inmediatamente moderno, lo que lo banaliza socialmente. Lo moderno es un bien que implica mediaciones, múltiples sintetizadores culturales, nunca es súbito ni olvidadizo. Una ley de medios socialmente innovadora debe legislar sobre nuevos derechos sociales de gestión en esa área. Pero son igualmente imprescindibles dos cosas: que no se descubra que reprodujo meramente el “ferrocarril del Ganges” y que no se omita rediscutir la lengua como la veta permanente de la autoconciencia productiva de una nación.

El Estado que propone esta ley debe ser a la vez un ámbito que cambie junto a los cambios esenciales que propugna. No debe convertirse en una región subordinada superficialmente a la última novedad técnica. Debe ser un Estado renovado, no coercitivo, capaz de enhebrar esferas heterogéneas de justicia. Por eso debe tomar a su cargo las tecnologías como acontecimientos también culturales e innovadores en el plano artístico y científico. Y, en el plano de la lengua común, debe actuar como si estuviera ante las grandes fuerzas productivas que originaron los inolvidables tratados de economía política del siglo XIX. Los “contratos” que establecen los medios con sus audiencias heredan antiguas fórmulas sociales y comunitarias. En un sentido magno, heredan el sello grandioso del circo, el juego y la magia. Pero a la vez los descomponen en una nueva trama volátil, en puntuales momentos de consumo de lenguas prefabricadas donde sólo de tanto en tanto late el destino real de las existencias. A los medios les es difícil escapar de un mercado de sentimentalidades ya presupuestado.

Quizá las cíclicas proposiciones a favor de la pena de muerte surgen del sentimiento de una sociedad corroída, como es hoy la nuestra. Se trata de una sociedad que busca recomponerse a través de medios drásticos, propios de una oscura justicia sustitutiva, teatralmente lóbrega y punitiva. ¡Y este drama lo cuenta especialmente la televisión masiva! Lo hace muchas veces retomando el edificio mental de las derechas, y otras con pavorosos proverbios que parecen salir casualmente de la boca de sus más conocidos menestrales. Porque cada tanto una voz intencionada estalla: “¡Pena de muerte!”. La proclama proviene del vientre mitológico de la gran ballena, pero no deja de ser una pobre artesanía de la restauración conservadora. Ahí se organizan las imágenes públicas alrededor de confesores morales y dictaminadores áulicos. Son los jefes indeclarados de los espasmos masivos y del pavor organizado, aunque hablen contando chistes. Son los comisarios sentenciosos de una justicia en primera y última instancia, que proviene de un neolítico moral que convive bien con una ética satelital. Ellos pregonan adustos el castigo y reclaman que los amemos. ¡Cómo no lamentar que algunos notables artistas populares se hayan sometido a esas servicialidades!

Si la pena de muerte se convierte en un odioso síntoma de organización social, el mundo habría agotado definitivamente su libertad asociativa. Por eso, muchos segmentos de la televisión de masas viven de la satisfacción primitiva de un Estado expiatorio, espectral e inquisidor. Prometen el espectáculo domiciliario del reo en el patíbulo como último refugio del vínculo social. Las intuiciones sombrías de un sector no mayoritario pero muy activo de la televisión emanan de la inmediatez del escarmiento. De esas penumbras surgen muchos personeros del llamado a la pena capital, pues imaginan que hay una “voluntad general” que sólo los medios de comunicación pueden representar. Adivinan, quizá sin equivocarse, que al pedir el castigo último empalman escénicamente con un sentimiento viscoso y profundo, con un oculto torrente de conciencias que marchan desde un justo llanto hacia la obtusa venganza. Todo de inmediato. Repentinamente. Un nuevo derecho, el derecho a lo repentino, es la esencia misma de este tipo de acto comunicacional. Rápido transporte de las conciencias. Es el deslizamiento vil por una lógica de un mercado. ¿Cuál? El mercado de los sentimientos masivos como parte de una insondable industria cultural. Es el fin de la urbe como espacio común. Quedan las pasiones reguladas. ¡Gobierno electrónico por scoring, rating y target!

Por supuesto, una nueva ley de medios audiovisuales no contiene explícitamente estos temas, pues su esencia debe ser, por un lado, la pluralidad social de gestión y, por otro, la comprensión social de cómo se producen los lenguajes colectivos. Pero la sociedad y el Parlamento que debata y apruebe esta crucial ordenanza deben saber que se encuentran por fin ante el reverbero de su destino democrático y latinoamericano.

* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.

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